Sitopía: Cómo la comida ha modelado la civilización

https://doi.org/10.7203/metode.13.21771

La cuestión de cómo alimentarnos siempre ha sido fundamental para la vida humana. Nuestra evolución ha desarrollado una serie de innovaciones técnicas, como el control del fuego, la agricultura y el ferrocarril, que han transformado no solo cómo comemos, sino también cómo vivimos. Nuestros antepasados comprendieron el valor de la comida, pero la vida urbana moderna oculta los verdaderos costes de nuestros hábitos alimentarios. Al externalizar el coste de la agricultura industrial, hemos dañado los ecosistemas planetarios y amenazado el futuro de nuestro planeta. Sin embargo, si otorgamos a los alimentos el reconocimiento y valor que merecen, podremos reequilibrar nuestras vidas con la naturaleza y crear sociedades más resilientes y equitativas para el futuro.

Palabras clave: alimentación, ciudades, sitopía, sociedad, civilización.

Comer cereales

Del pan que se come y de la cerveza que se bebe, [Enkidu] nada sabía. 

Poema de Gilgamesh

Todo lo que se diga sobre la importancia de la comida en la configuración de la civilización será poco. La relativa invisibilidad de los alimentos en el mundo moderno ha ocultado su profunda influencia sobre nuestros cuerpos, costumbres, ciudades, paisajes, economía y clima, pese a que nada ha vertebrado nuestras vidas de forma tan poderosa. Vivimos en un mundo moldeado por la comida: un lugar al que me gusta llamar sitopía (del griego sitos, «comida», y topos, «lugar»); y aun así, debido a nuestra incapacidad para valorar los alimentos correctamente, la forma en que comemos está amenazando nuestra propia existencia. El cambio climático, la extinción masiva, la degradación del suelo, las enfermedades relacionadas con la dieta y las pandemias son solo algunas de las externalidades de nuestros hábitos alimentarios.

La cuestión de cómo alimentarse siempre ha sido fundamental para la vida humana, y para nuestros primeros antepasados, la respuesta era esencialmente cazar y recolectar. Los primeros humanos vivían en grupos pequeños, se trasladaban con el paso de las estaciones y tomaban a su paso lo que les ofrecía la naturaleza. Esta existencia ambulante implicó que, durante la mayor parte de nuestra historia, el hogar era un territorio, y no un espacio específico al que la gente volvía al final de cada jornada.

Hace aproximadamente un millón y medio de años, se produjo un cambio profundo en esta organización con un descubrimiento que Darwin describió como «quizás el más grande de cuantos ha alcanzado el hombre, excepción hecha del lenguaje» (Darwin, 2004, p. 68). Tal descubrimiento fue el control del fuego, que permitió a nuestros antepasados empezar a cocinar sus alimentos y, por lo tanto, les facilitó un acceso más rápido a calorías. Esto, a su vez les permitió especializarse en la caza, mejoró radicalmente su dieta y expandió sus cerebros. La vida alrededor del fuego marcó el comienzo del hogar tal y como lo conocemos: la creación de un espacio específico alrededor del cual la gente se reunía para calentarse, compartir comida y contar historias. Compartir alimentos fue la primera economía jamás inventada y sigue siendo nuestro rito social más importante: uno en el que todos participamos y cuyo significado social todos entendemos de manera intuitiva.

El Creciente fértil, cuna de la agricultura y las ciudades. Hace aproximadamente 12.500 años, las comunidades sedentarias empezaron a establecerse alrededor de estos campos de cultivo en el antiguo Oriente Próximo (y poco después en el valle del Indo), hasta que algunas de ellas –las ciudades estado sumerias que florecieron en la antigua Mesopotamia hacia el 3500 antes de nuestra época– crecieron lo suficiente en tamaño y complejidad como para ser consideradas ciudades./ Elaborada por la autora

El control del fuego convirtió a los humanos en seres sociales, pero aún tendría que pasar más de un millón de años hasta que otro invento nos convirtiera además en seres urbanos. Esa innovación fue la agricultura: una forma radicalmente novedosa de producir alimentos que implicaba ahorrar, plantar, cuidar y cosechar, subvirtiendo completamente la vieja existencia ambulante. A diferencia de la caza y la recolección, en que hay que trasladarse de un lugar a otro, la agricultura requiere invertir en un trozo de tierra y quedarse a cuidar de los cultivos hasta que se puedan cosechar. Hace aproximadamente 12.500 años, las comunidades sedentarias empezaron a establecerse alrededor de los campos de cultivo en el antiguo Oriente Próximo (y poco después en el valle del Indo), hasta que algunas de ellas –las ciudades estado sumerias que florecieron en la antigua Mesopotamia hacia el 3500 antes de nuestra era (ANE)– crecieron lo suficiente en tamaño y complejidad como para ser consideradas ciudades.

La vida en estas ciudades giraba en torno a los cereales y la importantísima cosecha anual. Los templos organizaban programas anuales de festividades que reflejaban las temporadas agrícolas y organizaban la propia cosecha, trayendo el grano, guardándolo en sus graneros y horneando pan para su redistribución a lo largo del año. Como sugiere la cita de hace 4.000 años de la composición sumeria Poema de Gilgamesh (Bartra y Alemany, 1987), el pan y la cerveza eran los alimentos urbanos por excelencia. Este poema cuenta cómo Enkidu, una criatura salvaje enviada por los dioses para enfrentarse al rey de Uruk, Gilgamesh, debe antes ser civilizado y aprender a comer pan y beber cerveza, alimentos antes desconocidos para él. En el mundo antiguo, comer cereales y ser civilizado eran lo mismo: para Homero, los humanos eran simplemente «comedores de pan», y el término latino cultus nos dio tanto cultivo como cultura.

Roma: pan y circo

Las primeras ciudades fueron capaces de alimentarse con cierta facilidad gracias a su tamaño relativamente minúsculo, pero el caso de la antigua Roma era diferente. En el siglo I de nuestra era, ya era la primera metrópoli del mundo con una población de un millón de habitantes, y el apetito romano la definió de muchas maneras, impulsó su imparable expansión e incrementó las tensiones políticas asociadas a la tarea de satisfacerlo. Roma fue también la primera ciudad en superar totalmente la capacidad productiva de sus alrededores. En el siglo III ANE dependía del grano importado de Sicilia y Cerdeña; en su plenitud, importaba grano, aceite, vino, carne de cerdo, miel y liquamen (una salsa de pescado fermentada) desde más allá del Mediterráneo, el mar Negro y las costas del Atlántico Norte. Fue pionera en un enfoque alimentario que ahora conocemos como food miles: una estrategia posible gracias al dominio de los mares, a través de los cuales transportar comida resultaba mucho más fácil –y unas cuarenta veces más barato– que mediante otras alternativas terrestres (véase Morley, 1996).

Hasta una tercera parte de los ciudadanos romanos se alimentaban con una ración mensual de grano conocida como la annona. Esta ración, junto con el entretenimiento público que ocurría en el Coliseo y en otros lugares, dio lugar a la famosa expresión «pan y circo». La annona era esencial para mantener el orden público, pero su coste era considerable. Cicerón calculó que le costaba al Estado una quinta parte de sus ingresos totales. Sin embargo, como reconocieron sucesivos emperadores, alimentar a los ciudadanos era la tarea más urgente, una que (como ocurre en la China moderna) requería la conquista constante de nuevos territorios. La celebrada victoria de Augusto en Egipto –el granero de la capital durante varios siglos– le valió una popularidad duradera; Augusto se había ganado a la gente con pan, como indicaba Tácito (citado en Brunt, 1974, p. 102). No obstante, los esfuerzos de Julio César para frenar el número de gente que recibía la annona no fueron tan bien recibidos, y suscitaron un malestar civil que finalmente acabó provocando su caída.

Atenas: la política de compartir

La alimentación, como sugieren estos hechos, es inherentemente política. Sin embargo, mientras que los líderes urbanos asumieron la responsabilidad de alimentar a su pueblo, los de la polis (ciudad Estado) ateniense adoptaron un enfoque diferente y animaron a los ciudadanos a alimentarse por sí mismos de sus propias granjas en un sistema conocido como oikonomia, o «gestión del hogar». Tanto Platón como Aristóteles apoyaron este mecanismo, puesto que hacía a la polis autosuficiente (y, por tanto, políticamente independiente). No obstante, para que un sistema así funcionara, los dos filósofos entendían que el tamaño de la ciudad ideal debería permanecer relativamente pequeño –una idea que continuaría en gran parte del pensamiento utópico posterior–.

En una democracia en la que la comida era muy valorada, la cuestión del reparto era profundamente política. Los griegos antiguos, al igual que los modernos, tenían una ración individual diaria de pan (sitos) que utilizaban en una serie de platos compartidos llamados opson: el equivalente a la taramasalata o el hummus actual. Entonces, como ahora, la gente tenía que confiar en que sus comensales no acapararan una parte demasiado grande de los platos compartidos; un opsophagos («glotón de opson») demostraba ser poco fiable y esto podía por sí solo arruinar su carrera política.

Principales rutas de suministro de la antigua Roma. En su plenitud, la ciudad importaba grano, aceite, vino, carne de cerdo, miel y liquamen (una salsa de pescado fermentada) desde más allá del Mediterráneo, el mar Negro y las costas del Atlántico Norte. Roma fue la primera ciudad en superar la capacidad productiva de sus alrededores, por lo que apostó por una estrategia para importar la comida a través de los mares./ Elaborada por la autora

Compartir la comida cortésmente siempre ha sido importante en las sociedades humanas; de hecho, las comidas alrededor del fuego de nuestros ancestros cazadores recolectores fueron el crisol a partir del cual se formó la propia sociedad. Como sugiere la palabra compañero (del latín com, «con» y panes, «pan»), partir el pan con alguien implica la creación de una amistad. Además, en la antigua Grecia, compartir una comida de amistad significaba formar un vínculo similar al de la familia, que incluía un voto de no enfrentarse nunca en la batalla. El simbolismo asociado con compartir comida puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.

París: pan y política

El poder simbólico de la comida nunca fue más evidente que en el París prerrevolucionario. En 1750, la ciudad de París ya era conocida como la «nueva Roma». Contaba con 650.000 ciudadanos a los que alimentar, pero sin un acceso fácil al mar que ayudara a hacerlo posible. En respuesta, las autoridades parisinas crearon una jerarquía poco manejable de oficiales conocidos como la «policía del grano», dirigida nada más y nada menos que por el propio rey, el «panadero de último recurso». Se establecieron una serie de «coronas de aprovisionamiento» alrededor de París, la más cercana de las cuales estaba obligada a cultivar cereales únicamente para la ciudad. Todas ellas debían alimentar a la capital, incluso por la fuerza, si era necesario. Como se puede imaginar, este enfoque no era en absoluto popular, porque en los años de mala cosecha –que podían llegar a ser uno de cada tres– la población rural necesitaba cereales tanto como sus contrapartidas urbanas.

Al igual que las de Roma, las autoridades parisinas reconocían la necesidad política de alimentar a su población: un ministro lo llamó «el objetivo más esencial al que se debe la Administración» (Kaplan, 1984, p. 24). Pero sin un fácil acceso al grano importado, las opciones de las autoridades eran limitadas. Decretaron que todas las transacciones debían realizarse al aire libre, se prohibió acaparar grano y se impidió a los molineros y los panaderos participar en ambos negocios para evitar la formación de monopolios.

En la práctica, sin embargo, aproximadamente una tercera parte de los cereales de París se comercializaban en el mercado negro, mediante una red de intercambio ilegal de grano en tabernas y granjas, suministrada por graneros ilegales ubicados en instituciones como conventos y hospitales. Los comerciantes, los molineros y los panaderos competían por el control del suministro de pan: los molineros comerciaban con el grano y los panaderos molían su propia harina. Aunque la policía del grano era consciente de estas prácticas, era incapaz de detenerlas; su única opción era hacer la vista gorda con respecto a las prácticas que debían perseguir.

La crisis final llegó en la década de 1780, cuando una serie de malas cosechas produjo una escasez de alimentos de la que se culpó al rey. Los trabajadores del mercado de Les Halles lideraron las turbas que culpaban al «panadero de último recurso» de no alimentar a su pueblo. Luis XVI intentó huir de París, pero fue capturado y devuelto a la ciudad, donde fue juzgado y ejecutado sumariamente. Si nos preguntamos por qué los líderes políticos históricos siempre han detestado estar a cargo del suministro de alimentos, este es el ejemplo perfecto.

Londres: «No lo hace nadie»

Como sugieren las historias alimentarias de Uruk, Atenas, Roma y París, las limitaciones geográficas que dan forma a las ciudades a menudo tienen profundas consecuencias políticas y son una clara muestra de la poderosa combinación de la alimentación con la geografía, la economía, la cultura y la política para dar forma a la civilización.

En este sentido, Londres siempre fue un caso atípico. Pese a ser una de las ciudades más grandes del siglo XVII y la primera cuya población superó los dos millones, nunca tuvo problemas con el suministro de alimentos. Bendecida con un río navegable, siempre pudo importar tanta comida como fue necesario (una característica vital para una provincia remota de Roma en el norte) y en el siglo IX ya importaba gran parte del grano del Báltico. En contraste con el empobrecimiento de los alrededores por parte de París, Londres enriqueció las poblaciones comerciales cercanas de Faversham, Maidstone y Henley-on-Thames. Todas ellas prosperaron como mercados de grano para alimentar a la capital.

La comparación entre Londres y París no escapó a la atención de Adam Smith, para quien la estrategia londinense de alimentación era una muestra de lo que él llamó «competencia perfecta»: las fuerzas de la oferta y la demanda trabajando sin interferencias. En La riqueza de las naciones, Smith defendía que las ciudades crean mercados naturales que operan gracias a la «mano invisible» del mutuo interés propio, sin necesidad de un sistema formal de control. Su teoría se convertiría en el texto fundacional de la economía clásica, como apoyo del principio, ahora familiar, del libre comercio.

Hacia mediados del siglo XIX, Londres se había convertido en la capital de un imperio global que rivalizaba con la Roma clásica. Pero a diferencia de su predecesor, la ciudad confiaba enteramente en esta «mano invisible» para asegurarse los alimentos, como apuntó el historiador contemporáneo George Dodd:

Es inútil preguntar qué autoridad central, o qué sistema de control, suministra la comida diaria a una ciudad como Londres. «No lo hace nadie». Nadie, por ejemplo, se aseguraba de que, en 1855, Londres recibiera una cantidad suficiente de alimentos para alimentar a dos millones y medio de humanos durante 52 semanas. Y, sin embargo, Londres recibió ese suministro. (Kaplan, 1984, p. 2)

En los tiempos de Dodd, las vías de suministro alimentarias de Londres apenas se habían modificado en años, pero eso iba a cambiar muy pronto. La llegada del ferrocarril revolucionaría no solo cómo se alimentaban las ciudades, sino el urbanismo mismo. La posibilidad de transportar rápidamente los alimentos a gran distancia liberó a las ciudades de sus límites geográficos. Por primera vez, esto implicaba que podían crecer hasta ser más o menos de cualquier tamaño y forma y crearse en cualquier lugar. Pero la transformación más relevante fue posiblemente la del Nuevo Mundo, y especialmente la del Gran Oeste americano, una pradera gigantesca habitada por millones de bisontes y varias tribus nativas americanas que, en el plazo de una década desde la llegada del ferrocarril en 1827, habían sido masacradas o trasladadas a reservas para crear la mayor extensión de producción de cereales jamás vista.

Mapa de Londres en 1676 creado por John Ogilby. Las zonas sombreadas muestran los mercados de alimentos y las rutas de suministro. Pese a ser una de las ciudades más grandes del siglo XVII, Londres nunca tuvo problemas con el suministro de alimentos. Para Adam Smith, padre de la economía clásica y del principio del libre comercio, la estrategia londinense de alimentación era una muestra de lo que él llamó «competencia perfecta»./ John Ogilby, A large and accurate map of the city of London (1676)

Chicago, emporio del mundo

Todos los ferrocarriles llevaban a Chicago, una ciudad destinada por su posición estratégica a convertirse en el «emporio del mundo», así como la cuna de la industria alimentaria moderna. Con una circulación de grano sin precedentes hacia la ciudad, a los ganaderos de Chicago se les ocurrió la novedosa idea de alimentar al ganado con el excedente, y dieron lugar a un nuevo pilar de la dieta urbana industrial: la carne barata. En 1870, el distrito de Union Stock Yards de Chicago daba empleo a 75.000 trabajadores y procesaba tres millones de cabezas de ganado al año. Aunque los envasadores de carne de la ciudad sacrificaban y despiezaban el ganado con una eficiencia implacable, se enfrentaban a un problema: cómo trasladar la carne en canal en estado comestible hasta los mercados más lucrativos de la costa este. Uno de los mayores envasadores, Gustavus F. Swift, solucionó el problema construyendo un ferrocarril refrigerado provisto de depósitos de hielo colgados a ambos lados de los vagones para mantener fresca la carne. Swift fue pionero en lo que ahora llamamos cadena de refrigeración: las rutas de suministro refrigeradas que tan fundamentales resultan para el reparto moderno de alimentos. Con un marketing agresivo y precios de derribo, Swift pronto convenció a los habitantes de Boston y Nueva York de abandonar sus carnicerías tradicionales, reemplazadas por carne anónima sacrificada a cientos de millas de sus casas: la era de la carne barata había llegado realmente.

Con su dominio logístico, la eficiencia de la escala y prácticas comerciales despiadadas, las envasadoras de Chicago asentaron las reglas básicas para la industria alimentaria moderna. Hoy en día, la clave del negocio en todo el mundo es la concentración, y el control del 85 % de la producción estadounidense de carne de ternera está en manos de tan solo cuatro envasadoras (entre ellas JBS-Swift). Además, gigantes agroalimentarios como Nestlé, PepsiCo y Unilever disfrutan de facturaciones anuales que superan con creces el PIB de muchos países (las ventas de Nestlé en 2019 alcanzaron los 97.000 millones de dólares; Nestlé, 2020). Estos mastodontes del big food demuestran lo que los antiguos líderes políticos siempre tuvieron claro: el control de los alimentos es poder.

Hoy en día, en muchas partes del mundo, se ha desdibujado la línea entre la comida y la política, y las «puertas giratorias» entre gobiernos y las grandes empresas alimentarias pueden tener graves consecuencias ecológicas. Cuando Jair Bolsonaro llegó al poder en Brasil, por ejemplo, no tardó ni un momento en acelerar la deforestación del Amazonas y designar a sus amigos ganaderos para puestos en el gobierno (véase, por ejemplo, Phillips, 2019). Un siglo y medio después de la invención de la «comida barata», la agroindustria moderna representa una de las amenazas más graves para nuestro futuro en el planeta.

Los efectos del buen gobierno

En la actualidad, la cuestión de cómo alimentarnos es tremendamente compleja e implica muchas áreas, desde la ecología, la política y la economía hasta la cultura, los valores y la identidad. Sin embargo, lo que está cada vez más claro es que ya no podemos abandonar el sistema alimentario a los caprichos del libre mercado. Hemos entrado en una era neogeográfica y no podemos permitirnos seguir externalizando los verdaderos costes de lo que comemos. Después de décadas de «confiárselo al supermercado», nuestros políticos deben aceptar esa responsabilidad que sus predecesores daban por sentada: la de alimentar a su pueblo.

La comida es fundamental para nuestro bienestar, así que parece razonable esperar que también lo sea en el pensamiento político; y por extensión, en la discusión acerca de cómo utilizamos, compartimos y habitamos el territorio. Tras un experimento de vida urbana de cinco milenios y medio, nada esencial ha cambiado. Seguimos dependiendo de la naturaleza para nuestro sustento, y nuestra mayor responsabilidad colectiva es mantener el equilibrio entre la sociedad y la naturaleza. Tenemos que reintroducir la oikonomia en la economía: revalorizar la tierra y su producto más esencial, el alimento. Revalorizar los alimentos puede ser nuestra ruta más directa hacia un mundo más equitativo y resiliente.

Como los utópicos han reconocido desde la antigua Grecia, esto implica alcanzar un equilibrio entre la ciudad y el campo. Tal vez la imagen más famosa en este sentido es la del fresco de 1338 de Ambrogio Lorenzetti La alegoría de los efectos del buen gobierno, que muestra la ciudad Estado medieval de Siena, con dos mitades, la urbana y la rural, en perfecta harmonía productiva. Si los consejeros de Siena alzaban la mirada durante sus sesiones, el mensaje era claro: cuidad del campo y el campo cuidará de vosotros.

Ebenezer Howard reelaboró la idea para la era del ferrocarril en 1902, con su plan para una ciudad jardín. Howard reconocía nuestra necesidad humana de sociedad y naturaleza, y defendía que una red de ciudades de tamaño limitado rodeadas por campos de cultivo podría proporcionar los beneficios de la vida urbana y del campo y evitar las desventajas de ambos (Howard, 1965). La ciudad jardín era, en efecto, una ciudad Estado prototípica en la que todo el terreno sería propiedad de los residentes en forma de fideicomiso, para que, cuando aumentara el valor de dicho terreno, fueran los ciudadanos, y no los terratenientes privados, los que se beneficiaran. En una era en la que necesitamos encontrar maneras de asegurar nuestra calidad de vida dentro de nuestros medios ecológicos, estas ideas tienen mucha resonancia.

Más que ninguna otra sustancia, los alimentos simbolizan el viaje humano desde nuestros orígenes como cazadores recolectores, y a través de siglos de agricultura hasta convertirnos en una especie predominantemente urbana. La lucha por «civilizarse» y los costes inherentes de dicha transición han dominado nuestras vidas durante milenios, y es muy probable que sigan haciéndolo en el futuro. Dondequiera que nos lleve nuestro camino a continuación –ya sea una inclinación cada vez mayor hacia las soluciones tecnológicas o un retorno a una vida más cercana a la naturaleza y a redescubrir los placeres de cultivar nuestra propia comida, las habilidades artesanales, el arte de compartir y la vida en comunidad– el símbolo más potente de nuestro progreso será cómo decidimos responder a esa pregunta tan simple y, a la vez, la más compleja de todas: cómo alimentarnos.

Referencias 

Bartra, A., & Alemany, J. (Trad.). (1987). Poema de Gilgamesh. Bhagavad-Gita. Orbis. (Obra original publicada en 2500–2000 ANE).

Brunt, P. A. (1974). The Roman mob. En M. I. Finley (Ed.), Studies in ancient society (pp. 74–103). Routledge y Kegan Paul.

Darwin, C. (2004). The descent of man. Penguin. (Trabajo original publicado en 1879).

Howard, E. (1965). Garden cities of to-morrow. MIT Press. (Trabajo original publicado en 1902).

Kaplan, S. (1984). Provisioning Paris: Merchants and millers in the grain and flour trade during the 18th Century. Cornell University Press.

Morley, N. (1996). Metropolis and hinterland. Cambridge University Press.

Nestlé. (2020). Nestlé reports full-year results for 2019. https://www.nestle.com/media/pressreleases/allpressreleases/full-year-results-2019

Phillips, D. (2019, 2 de agosto). Brazil space institute director sacked in Amazon deforestation row. The Guardian. https://www.theguardian.com/world/2019/aug/02/brazil-space-institute-director-sacked-in-
amazon-deforestation-row

© Mètode 2022 - 113. Vida social - Volumen 2

Arquitecta y académica afincada en Londres (Reino Unido). Máster en Arquitectura por la Universidad de Cambridge y miembro del Real Instituto de Arquitectos Británicos. Es una de las principales pensadoras en materia de alimentación y ciudades. Sus galardonados libros Hungry city: How food shapes our lives (2008) (traducido al español en 2020 como Ciudades hambrientas: Cómo el alimento moldea nuestras vidas) y Sitopia: How food can save the world (2020) han consolidado su concepto de sitopía («lugar de la comida») en todo el mundo, y su charla TEDGlobal de 2009 ha recibido más de un millón de visitas.