Los paisajes que nos rodean, sean urbanos o rurales, agrícolas o naturales, albergan una enorme diversidad de plantas. Infinidad de hierbas, matorrales, arbustos y árboles que, según nuestro interés o su propio atractivo, nos resultan más o menos conocidos, más o menos familiares. Entre toda esta multitud de formas, colores y olores, ¿quién no reconoce un olivo? Pocos árboles recibirían la misma respuesta, pero este es un caso singular por muchas y muy variadas razones. Por poco que nos fijemos en él, lo encontraremos en cualquier parte, en jardines públicos y privados, en las plazas de los pueblos y las ciudades, en los ajardinamientos de carreteras y polígonos industriales, como si necesitáramos de su proximidad. Los más de 300 millones de olivos que se calcula que crecen en la Península Ibérica parecen corroborar esta afirmación. De hecho, el olivo ha sido distinguido desde antiguo con un simbolismo propio que rebasa sus valores productivos para convertirse en parte destacada de la historia de todos los pueblos del Mediterráneo.
«El olivo puede llegar fácilmente a edades pluricentenarias, y no es raro encontrar ejemplares que pasan del milenio»
El origen del olivo
Los griegos le atribuyeron un origen mitológico, una creación de la diosa Atenea por un ofrecimiento de Zeus como recompensa por conseguir la ciudad de Atenas, pero su verdadero origen se remonta muy atrás. Las primeras evidencias fósiles, fechadas en el Pleistoceno Inferior, con unos dos millones de años de antigüedad, sitúan su pariente silvestre en una zona entre Armenia y el Turkistan; en la Península Ibérica, los restos más antiguos pertenecen al final de este mismo período, alrededor del millón de años. Los estudios paleopolinológicos desarrollados en la Gran Dolina, en el conocido yacimiento de Atapuerca, nos hablan de una vegetación muy semejante a la actual, donde el olivo silvestre o acebuche se integraba en los bosquecillos esclerófilos de carácter mediterráneo con encinas, quejigos, coscojas, aladiernos, lentiscos, brezos y estepas. Durante todo este período el clima se caracteriza por las glaciaciones y la vegetación dominada por grandes extensiones de coníferas. En esta situación, los bosques planifolios con elementos mediterráneos aparecían de manera dispersa y muy localizada, en enclaves donde las condiciones resultaban adecuadas para la supervivencia. En los episodios cálidos se expandían y retrocedían con la caída de las temperaturas. Además de estas evidencias polínicas, el resto de fósiles de olivo no superan los 60.000 años, como las hojas encontradas en las lavas de las islas griegas de Santorini y de Nisroys o los carbones localizados en Palestina en yacimientos del Paleolítico Medio, con 43.000 años de antigüedad.
En cualquier caso, la historia que más nos interesa tiene un comienzo más reciente, tan sólo hace unos 6.000 años. Durante el Neolítico, en Palestina, el acebuche (Olea europaea subsp. sylvestris) fue domesticado e inició un largo camino hasta convertirse en uno de los cultivos leñosos más extendidos por toda la cuenca mediterránea y, evidentemente, también en nuestro país e, incluso, llegar al resto de continentes. Porque el olivo (O. europaea subsp. europaea) es, como su denominación latina indica, el pariente cultivado de este poblador natural de nuestros bosques, maquias y garrigas. Aunque el proceso de domesticación empezase en estas fechas, hay indicios más antiguos que sugieren una extracción muy rudimentaria de aceite de acebuche en Siria y Palestina en el décimo milenio antes de Cristo. Seguramente, estos aprovechamientos tempranos tuvieron una clara influencia en las decisiones que condujeron a trasladarlo a los campos de cultivo, para mejorar la cantidad y calidad de los productos obtenidos.
«El olivo puede llegar a los 30 metros de altura, aunque, con las podas de formación y las de regeneración para el aprovechamiento agrícola, habitualmente no supera los 7 metros»
Desde estas tierras inicia su travesía hacia Occidente. Primero a Grecia y Creta, donde este cultivo se hizo muy abundante en el siglo XVI aC; después a Egipto y a todas las riberas del Mediterráneo. Los mercaderes fenicios, que comerciaban por todo el litoral del Mare Nostrum, son los principales responsables de la extensión del cultivo y también de la llegada a España del olivo, donde las culturas ibéricas se encargaron de injertarlo con los acebuches. El yacimiento del Castillet de Castellón, correspondiente a la Edad de Bronce, alberga los indicios más antiguos de olivo en el País Valenciano. Los romanos y los árabes ampliaron extraordinariamente las superficies de los olivares, para configurar sus paisajes característicos, nuestros paisajes.
Características botánicas: la familia del olivo y del acebuche
El olivo y el acebuche, también llamado olivastro (ullastre o olivera borda, en catalán), pertenecen a la familia de las oleáceas (Oleaceae), orden de los escrofulariales, de distribución casi cosmopolita que se extiende por las regiones templadas y tropicales de todo el planeta, pero con dos centros principales de biodiversidad: sudeste asiático y Australasia. Se trata de una familia de tamaño medio, con 29 géneros y unas 600 especies, y mucho interés para el hombre porque, además de nuestros protagonistas y sus congéneres (Olea reúne unas veinte especies diferentes), también incluye numerosos representantes muy utilizados en jardinería, como los jazmines (Jasminum), los aligustres (Ligustrum), el lilo (Syringa vulgaris) y los fresnos (Fraxinus), estos últimos muy apreciados también por la madera, dura y elástica. Con la excepción del lila, originario del Mediterráneo oriental, todos los otros géneros tienen representantes autóctonos que enriquecen las formaciones vegetales que habitan en nuestras montañas y las riberas de nuestros ríos. También pertenecen a esta familia los aladiernos (Phillyrea), arbustos perennifolios frecuentes en los bosques y las maquias mediterráneas.
El olivo es un árbol perennifolio y de muy larga vida, que puede llegar a los treinta metros de altura, aunque, con las podas de formación y las de regeneración para el aprovechamiento agrícola, habitualmente no supera los siete metros. Está provisto de un sistema radicular extenso y dispuesto superficialmente, que ocupa muchos metros más allá de la proyección de la copa. En la zona de unión del tronco y la raíz se forma una protuberancia que, con el paso del tiempo, constituye la cepa, una especie de gran plataforma sobre la que se alza el tronco. Esta estructura puede generar, de manera indefinida, nuevas raíces y rebrotes, que posibilitan la supervivencia del árbol en caso de sufrir cualquier incidencia dramática. Esta capacidad, heredada del acebuche, debió inspirar a Sófocles cuando lo denominó «el árbol invencible, que renace de él mismo». El tronco de los árboles jóvenes es recto y circular, con la corteza lisa de color gris ceniza, pero con el crecimiento en espesor y la intervención humana, adquiere formas retorcidas e irregulares, con heridas y cavidades, que les imprimen un carácter propio y un atractivo muy expresivo, especialmente fascinante en los ejemplares monumentales. Los troncos de estos silenciosos testigos de la historia pueden llegar a los 12 metros de perímetro a la altura del pecho e incluso superarlos, llegando a medir más de 25 metros.
«No hace muchos años, muchos pueblos exhibían ejemplares milenarios en sus campos: ahora resulta casi imposible verlos»
La copa, desde tenue a compacta, puede presentar coloraciones muy variables, que van desde el verde oscuro hasta el blanco plateado. Las hojas son coriáceas, enteras, opuestas y, en general, lanceoladas, aunque tanto la morfología como las dimensiones foliares cambian de unas variedades a otras: pueden ser ovales, oblongas o casi lineales, de unos 3 a 8 centímetros de longitud y de 1 a 2,5 cm de anchura. Por el anverso son brillantes y de color verde azulado a gris verdoso y, por el revés, blancas o plateadas, cubiertas de pequeñas escamas densamente dispuestas, que reflejan la luz, evitando el sobrecalentamiento y la transpiración excesiva. Es decir, las hojas del olivo muestran un conjunto de caracteres que evidencian su adaptación a las condiciones de sequía que impone el clima mediterráneo, tan exigente para sus habitantes vegetales.
Las flores, blancas, pequeñas y hermafroditas, agrupadas en ramilletes laterales, largos y flexibles, se abren en primavera. Este momento es bastante desagradable para las muchas personas que sufren la polinosis del olivo, porque éste es uno de los pólenes más alergógenos entre los estudiados en la Península Ibérica. El fruto es una drupa, palabra que en latín significa precisamente «aceituna que empieza a madurar», carnosa por fuera y con un hueso en el interior. El tamaño de las aceitunas es muy variable según las variedades y, en general oscila entre uno y cuatro centímetros. La coloración va oscureciéndose durante la maduración: desde el verde suave inicial hasta el negro, pasando por tonos violáceos o rojizos. Estos frutos maduros, que serán cosechados hacia el final del otoño o principio del invierno, ofrecen las más valiosas propiedades dietéticas y organolépticas y atesoran el producto más apreciado: el aceite, extraído en la almazara por moltura de las aceitunas en el molino de aceite o trujal, hasta obtener una pasta fina que, recogida en cofines o capachos de esparto, será prensada para hacer fluir el oro líquido.
«El olivo ha sido distinguido desde antiguo con un simbolismo propio que rebasa sus valores productivos, para convertirse en parte destacada de la historia de todos los pueblos del mediterráneo»
El acebuche, ampliamente distribuido por las zonas más cálidas de la región mediterránea, no alcanza el tamaño ni la longevidad de los olivos. De hecho, en estado silvestre no rebasa la talla arbustiva, aunque puede llegar hasta los cuatro o cinco metros de altura; algunos ejemplares pueden llegar a los diez metros en los acebuchales arbóreos de las provincias de Cádiz y Huelva. También se diferencia del pariente cultivado porque tiene las ramas inferiores espinescentes, las hojas más cortas, con forma elíptica, y los frutos más pequeños. Precisamente, el proceso de selección que el hombre ha practicado ha ido dirigido hacia la obtención de ejemplares sin ramas espinosas, que produjeran frutos más gruesos y de más calidad alimentaria.
Unas pinceladas ecológicas
Al mismo tiempo que se mejoraban las características productivas, la rentabilidad de las cosechas y la demanda creciente exigía la expansión de los olivares hacia tierras más elevadas y más interiores. Para abandonar la bonanza de las áreas costeras era necesario incrementar la escasa resistencia del acebuche a las bajas temperaturas y, especialmente, su extraordinaria sensibilidad a las heladas. De hecho, ésta es una planta muy termófila que, junto al palmito (Chamaerops humilis) y el bayón (Osyris quadripartita), es utilizada como bioindicadora por los botánicos y los ecólogos vegetales para establecer los límites de los territorios con ausencia casi total de heladas. Por su parte, el olivo mantiene las preferencias por condiciones cálidas y poco contrastadas, pero durante el invierno es capaz de resistir temperaturas de –10º C sin sufrir daños; en otoño y en primavera sólo soporta mínimas de –5 ºC. Estas limitaciones térmicas determinan la distribución de ambos parientes, aunque sus áreas naturales se encuentran muy transformadas por cultivos agrícolas ancestrales y por la presión urbanística que sufren en los últimos años. De hecho, el acebuche, considerado como una especie propia de los bosques y las maquias mediterráneas, queda ahora refugiado en los matorrales degradados, en formaciones muy abiertas y pedregosas, aprovechando grietas y suelos pobres y esqueléticos. Por fortuna, la notable plasticidad de su sistema radicular le permite adaptarse a condiciones edáficas muy diferentes y sobrevivir en situaciones tan limitantes.
Los productos del olivo
Pocas especies cultivadas han sido y continúan siendo tan generosas con los hombres como el olivo: ofrece alimento en forma de aceite y de aceitunas de mesa, elementos curativos, combustible para fuego y luz, forraje para el ganado y una madera de alta calidad –dura, de elevada densidad y resistente a la descomposición–. Estas características han permitido destinarlo a muy diversos usos; se ha utilizado para la construcción, la ebanistería, la tornería, la artesanía y la escultura; además, es una madera muy preciada para hacer carbón y como leña para calentarse. También es fuente de salud, no sólo por las propiedades que se atribuyen al aceite para evitar enfermedades cardiovasculares o para retrasar el envejecimiento, entre otras, sino que las hojas también son consumidas en infusión para rebajar la presión arterial y, en decocciones, ayudan a combatir los episodios febriles.
Además, el olivo y los olivares ofrecen unas posibilidades muy necesarias, y al mismo tiempo demandadas, para la pervivencia de un mundo rural que, poco a poco, va quedándose despoblado por envejecimiento de la población y por la escasa disponibilidad de recursos económicos. Estos árboles y sus paisajes, convertidos en motivos de interés educativo, cultural, social y económico, pueden contribuir al desarrollo y el bienestar de los pueblos y los pobladores de las tierras de interior y a la revalorización de sus espacios culturales y naturales. Estos alicientes abren muchas posibilidades, pero para cumplir esta función deben permanecer en su entorno natural.
Árboles monumentales: la problemática del espolio
El olivo goza de una gran longevidad: es quizá el árbol frutal que más años vive en explotación, ya que puede llegar fácilmente a edades pluricentenarias, y no es raro encontrar ejemplares que pasan del milenio. Son auténticos monumentos vivos, majestuosos, únicos e insustituibles, un patrimonio que tiene sentido en su emplazamiento secular, manteniendo las actividades que han ido modelándolo en el tiempo, para ensalzar sus valores culturales y su testimonio histórico, aspectos que no tienen ninguna relación con cuestiones económicas. Sin embargo, la realidad es que nuestros pueblos se han ido despoblando de olivos, expulsados de los suelos más fértiles por cultivos más beneficiosos o por pérdida de rentabilidad y transformación de su espacio en tierras de regadío. No hace muchos años, muchos pueblos exhibían ejemplares milenarios en sus campos: ahora resulta casi imposible verlos. No se dispone de un inventario real y completo de los olivos más viejos y emblemáticos del País Valenciano, aunque los datos parciales indican que, sólo en las zonas de mayor extensión del olivar, pueden superarse los doscientos ejemplares con la calificación de monumentales. La permanencia de estos árboles exige medidas urgentes basadas en investigaciones específicas que determinen las acciones que reclaman el árbol y su entorno, proporcionarles la atención económica y científica que merecen y compensar a los propietarios por la tarea desarrollada y por la conservación futura. En caso contrario, los precios elevados que alcanzan estos árboles centenarios serán mucho más atractivos para los campesinos que todos los esfuerzos consumidos y todos los recuerdos almacenados durante generaciones. Así, la problemática de este comercio conocido y criticado, pero al mismo tiempo permitido, acabará convirtiendo este patrimonio botánico y cultural, que forma parte de nuestra historia, en posesiones destinadas al goce particular. El marco legal imprescindible para parar el espolio que sufren los viejos olivos llegó a finales de 2005 a las Corts Valencianes con la Ley de Patrimonio Arbóreo Monumental de la Comunidad Valenciana. Esperemos que la entrada en vigor de esta norma sirva realmente para garantizar la protección, difusión y mejora de los olivos: que sirva para asegurar su futuro.
Pasado, presente y futuro del olivo y del olivar en tierras castellonenses: un viaje ilustrado por el mundo del árbol emblemático
Numerosas especies vegetales han sido domesticadas desde los inicios de la agricultura para consolidar una producción regular y diversificada de alimentos. Algunas, además, ofrecieron cosechas tan valiosas que superaron el simple carácter productivo y se integraron en la vida y la cultura de los pueblos para convertirse en emblemáticas. En el Mediterráneo, el olivo es el árbol que mejor ejemplifica este proceso singular. Así, cuando se examina la simbología y la historia de cualquiera de las culturas ribereñas, lo encontramos destacado con una fuerte significación, hasta el punto de ser distinguido como el árbol característico, el más representativo entre los bautizados como especies mediterráneas. Esta realidad que reconocemos sin duda, tiene las raíces en el Mediterráneo oriental, donde hace cerca de seis mil años el acebuche, el pariente silvestre del olivo, fue domesticado, cultivado, seleccionado, adorado y extendido hasta llegar a nuestras tierras con los mercaderes fenicios. Pero… esta es una larga historia con numerosos escenarios y protagonistas; una historia apasionante que no sólo por el hecho de ser nuestra vale la pena conocer. Precisamente eso es lo que nos propone este libro: un recorrido minucioso y profundo por el mundo del árbol y de sus paisajes, desde los primeros testimonios de este cultivo hasta el nacimiento del mito, desde el esplendor de otro tiempo hasta su realidad presente, con problemas de abandono, transformación y espolio. También la diversidad y calidad de los productos que con generosidad continúa ofreciendo reciben la merecida atención, aunque el protagonismo principal recae, lógicamente, sobre el producto más valioso, el llamado oro líquido: el aceite. El capítulo que se dedica al jugo de las aceitunas nos sumerge en una historia que gira desde antiguo a su alrededor. Se han creado herramientas y máquinas específicas para extraerlo, recipientes para comercializarlo y conservarlo y utensilios para usarlo como combustible y como alimento. Porque el aceite también tiene su propia cultura, un saber popular que nos habla de propiedades medicinales, de tradiciones arraigadas, de cocina casera y elaborada gastronomía. Por tanto, esta obra nos ofrece toda una aventura que supera los límites geográficos que podrían suponerse en el título, para adentrarse en una travesía histórica que recorre todas las riberas del Mediterráneo. Sólo en los aspectos más concretos, aquellos relacionados con las zonas productoras, las variedades cultivadas o las problemáticas locales, los autores se limitan a las tierras castellonenses; sin olvidar presentarnos los ejemplares monumentales más destacados de la provincia. Estos tesoros de nuestro patrimonio agrícola, cultural y, evidentemente, botánico reciben el reconocimiento merecido, que puede hacerse extensivo a las generaciones de labradores que con tanto cuidado han ido trabajando la tierra y el ramaje para convertirlos en ancianos milenarios con troncos que pueden superar los 12 metros de perímetro. Además, se incluyen apartados específicos para explicar las tareas para cuidarlos y las consecuencias del maltrato, sin olvidar la presentación de normas para la visita de estos museos al aire libre. La claridad y sencillez de la narración invitan a la lectura; los descubrimientos que esconde cada página empujan a continuar y, además, cerca de doscientas fotografías que ilustran todo este viaje nos descubren la belleza y majestuosidad de los árboles de medidas inalcanzables, retorcidos en formas imposibles; nos muestran los olivares plateados como elemento básico del paisaje castellonense y los trabajos de los agricultores para mantenerlos y cosecharlos. Un trabajo fotográfico que no sólo ilustra contenidos sino que complementa la palabra escrita y da personalidad a un libro que satisface plenamente el deseo de conocer el extenso, heterogéneo e interesante mundo del olivo en todos los sentidos. |
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