Fotografía científica y astronomía
La tecnología aplicada al conocimiento del universo
En 1925 Edwin Hubble dio el primer paso para expandir en varios órdenes de magnitud el tamaño del universo conocido utilizando los precarios métodos fotográficos disponibles: placas de cristal con emulsiones fotosensibles. A través del registro de las fluctuaciones periódicas en el brillo de ciertas estrellas (cefeidas) mediante fotografías, Hubble demostró que la distancia entre Andrómeda y la Tierra era mucho mayor de lo estimado en la época. Andrómeda, hasta entonces considerada una nebulosa, debía de ser en realidad otra galaxia enteramente distinta a la nuestra. De pronto, el tamaño estimado del universo pasó de unos cientos de miles de años luz a unos cuantos miles de millones de años luz. Desde entonces, la sinergia entre tecnología fotográfica y astronomía no ha dejado de aumentar.
Palabras clave: astronomía, fotografía digital, luz, tecnología, universo.
La inmensidad del universo desafía nuestra imaginación. Hoy sabemos que contiene miles de millones de galaxias como la nuestra, y que habitamos el tercer planeta de un sistema solar situado en uno de los brazos periféricos de una galaxia espiral, la Vía Láctea, incluida en un cúmulo de galaxias al que pertenecen al menos otras cuarenta galaxias.
Hace cien años, sin embargo, muchos astrónomos sostenían que todos los objetos observables en el cielo nocturno desde la Tierra debían de pertenecer a la Vía Láctea (Figura 1), es decir, a nuestra galaxia (Shapley y Curtis, 1921). Las nebulosas (como la nebulosa del hombre corriendo, Figura 2a) son, a grandes rasgos, nubes formadas por gas y polvo. Pueden clasificarse en dos grandes grupos: unas corresponden a regiones donde se están formando estrellas y otras se forman a partir de los gases y materiales expelidos por estrellas moribundas o tras su explosión (supernovas). Para poder observarse desde la Tierra, necesitan estar iluminadas por estrellas cercanas (Figura 2b), aunque también pueden estar formadas por gases emisores de luz si presentan elementos en estado ionizado. También hay nebulosas oscuras que solo han podido detectarse en forma de sombras recortadas gracias a que ocultan estrellas más lejanas u otras nebulosas brillantes (Figura 2c). Aunque hoy distinguimos una gran variedad de objetos celestes como las nebulosas, los cúmulos, los cometas y, por último, otras galaxias, hace cien años cualquier objeto con aspecto de nebulosidad se consideraba una nebulosa más incluida en la Vía Láctea. Al fin y al cabo, el aspecto de los distintos objetos celestes era muy similar. Todo parecía estar dentro de nuestra galaxia, porque eso era todo el universo conocido.
La distancia a las estrellas
Esta concepción del universo cambió a principios del siglo XX gracias al uso de la fotografía científica en astronomía. En concreto, gracias a su aplicación para la medición precisa del brillo de las estrellas: la fotometría. Una de las figuras claves para este cambio de paradigma fue Edward Pickering, director del Observatorio Astronómico de Harvard, quien, a finales del siglo XIX, comenzó un monumental proyecto enfocado a obtener cientos de fotografías (placas de cristal con emulsiones fotosensibles) de ambos hemisferios celestes. Para ello contaba con la ayuda de un equipo de mujeres (Figura 3a) que analizaban con paciencia cada placa, contando estrellas, registrando su brillo y calculando sus coordenadas celestes (Cassinello Espinosa, 2019).
Muy pocas mujeres trabajaban entonces en algo relacionado con la ciencia. El ejemplo de estas pioneras fue fundamental para desterrar prejuicios en contra de las mujeres y facilitar su incorporación a la investigación científica (Rossiter, 1980). Una de ellas, Henrietta Leavitt (Figura 3b), hizo un descubrimiento que resultó esencial para el posterior estudio de Edwin Hubble sobre las dimensiones del universo. A base de analizar la posición y brillo de multitud de estrellas, Leavitt descubrió que algunas de ellas variaban en su brillo con un período de entre uno y 120 días, las estrellas variables. Leavitt estudió miles de estrellas variables en los dos hemisferios celestes y describió distintos tipos, destacando aquellas a las que llamó cefeidas, porque la primera identificada como tal estaba en la constelación de Cefeo. La característica esencial que hacía interesantes a las cefeidas era que su período de variación era proporcional a su brillo real o absoluto, lo que proporcionaba un método para medir su distancia respecto a la Tierra (Leavitt y Pickering, 1912). El período de variación indica su brillo absoluto y con la fotografía se obtiene el brillo aparente que se ve desde la Tierra, por lo que se puede deducir la distancia a esa estrella (el brillo medido es inversamente proporcional al cuadrado de la distancia).
Hasta ese momento, las únicas técnicas disponibles para medir la distancia hasta otras estrellas (la triangulación y la paralaje) podían aplicarse únicamente a estrellas muy cercanas. Leavitt validó su metodología, basada en la relación entre el brillo y el periodo de variación de las cefeidas, aplicándola a estrellas a las que también podría aplicarse el método de la paralaje, obteniendo resultados muy parecidos. Por primera vez en la historia, los astrónomos disponían de un método para obtener medidas fiables de las enormes distancias a los objetos más lejanos del universo.
Henrietta Leavitt llegó a hacer medidas de estrellas variables en la Pequeña Nube de Magallanes (una galaxia cercana a la Tierra) sin darse cuenta de que era una galaxia exterior. Unos años más tarde, Edwin Hubble encontró estrellas variables cefeidas en la entonces conocida como «nebulosa» de Andrómeda y, aplicando el método de Leavitt, estimó la distancia de este objeto celeste a la Tierra (Figuras 3c y 3d). Las medidas tenían grandes errores respecto a lo que sabemos hoy, pero lo importante es que esa distancia era al menos veinte veces mayor que las máximas estimaciones del tamaño de nuestra galaxia, y, por tanto, Andrómeda estaba fuera del universo conocido. Es decir, se trataba de otra galaxia compuesta de cientos de miles de estrellas como la nuestra, y no de una acumulación de polvo en nuestra propia galaxia. Las nebulosas de nuestra galaxia están a miles o decenas de miles de años luz, pero las galaxias externas están a millones de años luz o incluso miles de millones de años luz. No tardó mucho en descubrirse que muchas supuestas nebulosas eran en realidad «otros universos»; es decir, galaxias externas compuestas de miles de millones de estrellas (Figura 4). El universo conocido se había hecho, de repente, inmensamente mayor.
La búsqueda de otros mundos
Aproximadamente cien años más tarde, la tecnología ha mejorado tanto que incluso un aficionado avanzado a la astronomía dispone de recursos bastante más sofisticados de los que disponían Pickering, Leavitt o Hubble (ver «Breve introducción técnica a la astrofotografía»). Cabe destacar, sin embargo, que los avances en astronomía no pueden atribuirse únicamente a la fotografía, sino a la rápida mejora en el conjunto de instrumentación astronómica (telescopios, sensores digitales, espectrógrafos, etc.). Entre las muchas posibilidades abiertas por esta auténtica revolución tecnológica, la búsqueda de exoplanetas (planetas orbitando otras estrellas) destaca por su popularidad y por haber aportado algunos de los descubrimientos más fascinantes de los últimos años (Mayor y Queloz, 1995) y reconocidos con el Premio Nobel en 2019. Podemos detectar exoplanetas de forma indirecta cuantificando la variabilidad periódica en el brillo de ciertas estrellas debida al paso de uno de sus planetas entre la estrella y nosotros –una variación muchas veces tan tenue que su detección resultaba imposible antes de la aparición de los modernos sensores digitales. Registrando el brillo de una estrella a lo largo del tiempo, podemos hacer una curva de brillo a partir de la cual deducir la masa y distancia de la estrella principal, así como el tamaño, la masa y el periodo orbital del posible exoplaneta. Otra técnica para detectar exoplanetas, también basada en la fotografía, consiste en fotografiar estrellas cercanas en las que se pueda observar un movimiento propio respecto al «fondo de estrellas» más lejanas. En algunas, su movimiento resulta no ser rectilíneo sino ondulado. La razón es que podría tener un planeta grande que desvía ligeramente su trayectoria. Es decir, sería un caso similar a los exoplanetas descritos anteriormente, con la diferencia de que el exoplaneta en cuestión no eclipsa a la estrella cuando se observa desde la Tierra.
Hoy en día estas dos técnicas para buscar exoplanetas están al alcance de las personas aficionadas a la astronomía. Existen multitud de razones para justificar el interés de detectar exoplanetas. Cada nuevo exoplaneta nos enseña algo acerca de cómo funciona el universo. Gracias al descubrimiento de exoplanetas, podemos ser testigos del nacimiento de otros sistemas solares y aprender acerca de nuestro propio origen. También nos permite hacernos una idea más precisa de la enorme diversidad de planetas que tienen cabida en el universo. Entre los más de 4.000 exoplanetas descritos hasta la fecha, se incluyen algunos sorprendentemente parecidos a los mundos helados o desérticos imaginados por la ciencia ficción, pero también otros que superan nuestros sueños más fantasiosos (por ejemplo, Kepler-51 b, c y d, caracterizados por sus descubridores como gigantescas «bolas de algodón» con el tamaño de Júpiter, pero una masa varios cientos de veces menor) (Libby-Roberts et al., 2020). Por último, quizás una de las motivaciones más comunes para la búsqueda de exoplanetas sea la posibilidad de encontrar otros planetas compatibles con la vida tal y como la conocemos en la Tierra. Los astrónomos denominan zona habitable (o zona de Goldilocks) a la región en torno a una estrella en la que un exoplaneta podría albergar agua en estado líquido (en caso de contar con una masa y presión atmosférica adecuadas). Por tanto, uno de los parámetros más importantes para categorizar un exoplaneta como habitable es establecer o conocer su distancia respecto a la estrella en torno a la cual orbita. A partir de la masa, el brillo absoluto y la periodicidad en el brillo de la estrella principal, es posible determinar si un exoplaneta se encuentra en esa zona habitable. Hoy en día se han descrito en la Vía Láctea unos veinte exoplanetas en la zona habitable, y se estima que pueda haber hasta 40 miles de millones (Bryson et al., 2021; Petigura et al., 2013).
¿De qué está hecho el universo?
La evolución en los detectores de imagen ha sido clave no solo para la búsqueda de exoplanetas, sino también para el estudio de la composición química del universo. Cabe recordar que todo el universo está compuesto de la misma materia, y que la casi totalidad de esta se encuentra en forma de átomos de hidrógeno, el primer elemento de la tabla periódica. La rica variedad de elementos químicos que encontramos en la Tierra (pero también en otros planetas, nebulosas, cometas, etc.) surgió a partir del hidrógeno mediante reacciones nucleares en las condiciones extremas que se dan en el interior de las estrellas. Nuestros cuerpos –pero también, por ejemplo, el cometa C/2020 F3 (NEOWISE) que puede verse en la Figura 5)– constituyen la agregación temporal de un conjunto de átomos (de carbono, hidrógeno, hierro, silicio, etc.), surgidos en una multitud de estrellas distintas hace miles de millones de años y que, a la larga, volverán a dispersarse por el universo.
Para estudiar la composición química de los objetos del universo, se utiliza la espectroscopía, que permite descomponer la luz proveniente de una estrella (por ejemplo) y determinar los elementos presentes en ella a partir de su espectro de radiación electromagnética. Al calentarse, cada elemento de la tabla periódica emite luz en un patrón de longitudes de onda que varía de forma muy específica con su temperatura. Los espectros de emisión de los distintos elementos comenzaron a estudiarse en el laboratorio ya desde la segunda mitad del siglo XIX (Huggins y Miller, 1864). El procedimiento consiste en descomponer la luz emitida por una sustancia calentada hasta la incandescencia haciéndola pasar a través de un prisma óptico. Se obtiene así un espectro discontinuo, principalmente negro, con algunas rayas de colores. Cada elemento emite luz solo en algunas longitudes de onda muy concretas. Si, por el contrario, mantenemos frío el elemento en cuestión, lo iluminamos con una luz blanca y descomponemos la luz transmitida con un prisma óptico, se obtiene un espectro de colores interrumpido por una serie de rayas oscuras que coinciden con las rayas de color en el espectro de emisión (cada elemento absorbe luz en las mismas longitudes de onda donde emite luz en incandescencia). Una vez elaborado el catálogo con las «firmas espectrales» de los distintos elementos, este conocimiento puede aplicarse para averiguar la composición y temperatura de las estrellas y otros objetos celestes. Debido a su escaso brillo, obtener espectros fiables para la mayor parte de los objetos celestes era un auténtico desafío o directamente imposible antes de la aparición de los sensores de fotografía digital modernos.
El trabajo de pioneros como Joseph von Fraunhofer (que en 1823 dejó escrito que otras estrellas presentaban bandas de emisión semejantes a las del Sol), sir William Huggins (que en 1864 identificó estas bandas con elementos presentes en la Tierra), o el jesuita italiano Pietro Angelo Secchi (que en 1868 reunió más de 4.000 espectros de estrellas distintas descomponiendo con un prisma óptico la luz captada en un telescopio), demostraron que existen muchas estrellas semejantes al Sol en el universo, y que el Sol y las estrellas están compuestas de los mismos materiales que podemos encontrar en la Tierra (Cassinello Espinosa, 2019; Taton y Curtis, 1995). La idea de que el sistema solar constituía alguna forma de excepción en el universo tuvo que ser abandonada. Hoy en día, las técnicas de espectroscopia y la tecnología fotográfica están tan avanzadas que los astrónomos pueden, por ejemplo, obtener espectros de la luz de una estrella filtrada a través de la atmósfera de uno de sus exoplanetas, lo que les permite estudiar la presencia de agua y otros parámetros necesarios para la vida en la atmósfera planetaria (Benneke et al., 2019).
Un universo en expansión
Otra de las contribuciones monumentales a la astronomía que le debemos a la espectroscopia de imagen es la confirmación empírica de la expansión del universo. Desde la segunda mitad del siglo XIX, astrónomos como sir William Huggins o Vesto Slipher habían descrito que los espectros de muchas nebulosas –más tarde identificadas como galaxias– presentaban un patrón de bandas de emisión muy semejante al de otras estrellas en nuestra galaxia, excepto por una salvedad: las líneas de emisión estaban desplazadas en igual medida hacia longitudes de onda más grandes; es decir, hacia el rojo (Slipher, 1915). Este fenómeno, conocido como desplazamiento al rojo, fue inicialmente atribuido al efecto Doppler, que describe el cambio de frecuencia aparente de una onda producido por el movimiento relativo de la fuente respecto a su observador, o del observador respecto de la fuente. Si un objeto emite una luz y se acerca hacia nosotros, o permanece quieto mientras nosotros nos acercamos a él, percibiremos la luz en una frecuencia de onda aumentada, desplazada hacia el azul. Si, por el contrario, el objeto se aleja, o permanece quieto mientras nosotros nos alejamos, la luz nos llegará con una frecuencia más baja (desplazada en su frecuencia hacia el rojo). Sucede además que el desplazamiento al rojo, o al azul, será mayor cuanto mayor sea la velocidad a la que se aleja o acerca el objeto. El efecto Doppler también afecta al sonido y es el responsable de que percibamos el sonido de una ambulancia mucho más agudo cuando esta se acerca a nosotros que cuando se aleja.
A mediados del siglo XIX, no existían en principio razones para suponer ninguna pauta en el movimiento del universo: lo esperado era que algunas nebulosas (en realidad, otras galaxias) presentasen un desplazamiento al rojo mientras otras lo presentasen hacia el azul. Sin embargo, la observación de un desplazamiento al rojo consistente y su cuantificación para un gran número de objetos celestes permitió a Edwin Hubble concluir que el universo estaba en expansión, con todas sus galaxias y cúmulos de galaxias alejándose entre sí a una velocidad directamente proporcional a la distancia que los separa (Hubble, 1929; Hubble y Humason, 1931). La posterior formulación de la teoría de la relatividad general de Einstein nos permitió entender por qué la atribución del desplazamiento al rojo al efecto Doppler arroja resultados erróneos cuando se aplica a galaxias muy lejanas: en realidad, el alargamiento de la onda se produce por la expansión del propio espacio-tiempo entre emisor y receptor, estirando la onda (es decir, disminuyendo su frecuencia) a medida que esta viaja (Bunn y Hogg, 2009; Harrison, 1993).
Para los objetos más distantes (y que, por tanto, se alejan a mayor velocidad) el desplazamiento hacia el rojo es tan pronunciado que las líneas de emisión y absorción se observan más allá del rojo, en la banda del infrarrojo. En consecuencia, los instrumentos utilizados como telescopios, lentes, espejos y cámaras deben ser especialmente sensibles a la radiación infrarroja. Para estudiar el universo visible más lejano (que es el más antiguo), se utilizan telescopios cuyos espejos no están plateados o aluminizados en su superficie reflectante, sino dorados. El oro es mucho más eficaz reflejando la radiación infrarroja que otros metales.
Otra consideración necesaria para tomar fotografías en el infrarrojo es refrigerar el sensor y toda la electrónica hasta temperaturas lo más cercanas posible al cero absoluto (de lo contrario, su calor ocultará la radiación infrarroja del objeto fotografiado). Existen observatorios en la Tierra que trabajan en el espectro infrarrojo (incluso hay aficionados que se dedican a ello), pero los telescopios más importantes específicamente dedicados a esta labor se encuentran en el espacio. Los motivos son principalmente dos: en primer lugar, su localización extraatmosférica elimina el efecto distorsionador de la propia atmósfera y, en segundo lugar, mantener los equipos sensores suficientemente fríos es más sencillo allí que en la Tierra (siempre que los mantengamos protegidos de la radiación solar directa). Un ejemplo actual lo encontramos en el telescopio espacial James Webb, recientemente enviado al espacio y equipado para estudiar cómo era el universo hace miles de millones de años (Böker et al., 2022; Gardner et al., 2006). Los espejos hexagonales que componen el reflector del telescopio son dorados para poder observar los objetos más lejanos y antiguos del universo, que, sin duda, estarán en la parte infrarroja del espectro. El lanzamiento del James Webb tuvo lugar en diciembre de 2021 y las primeras imágenes llegaron en julio de 2022. Entre ellas destaca la fotografía de una fracción minúscula del cielo visible del hemisferio sur que revela una auténtica sinfonía compuesta por miles de galaxias. La mayoría de estas galaxias aparecen tal y como eran hace unos 4.600 millones de años (poco después de la formación del sistema solar), y algunas aparecen distorsionadas (o incluso reflejadas) por el efecto de lente gravitatoria que ejerce el cúmulo de galaxias central. No cabe duda de que imágenes como esta han marcado un antes y un después en la historia de la astronomía. Y, sin embargo, lo más probable, es que lo mejor esté aún por llegar.
Una herramienta clave en manos de la ciudadanía
El rápido desarrollo de la tecnología (y particularmente la sofisticación de los detectores de imagen) en los últimos cien años ha sido clave para el avance de la investigación en astronomía, superando incluso en importancia a la evolución en la óptica de los telescopios. El grado de refinamiento ha sido tan alto que la construcción de grandes telescopios ha ido perdiendo relevancia por la fuerte inversión que requiere frente a las ventajas ofrecidas por una instrumentación puntera acoplada a un telescopio más modesto.
Al mismo tiempo, el abaratamiento de la tecnología ha permitido la proliferación de proyectos de investigación abiertos al público general en astronomía (ciencia ciudadana). Entre las líneas de investigación donde la aportación de imágenes obtenidas por personas aficionadas a la astronomía resulta particularmente relevante destacan el seguimiento de asteroides, el descubrimiento de nuevos cometas, la detección de exoplanetas e incluso la medida del espectro de emisión de algunos objetos celestes (Henden et al., 2009).
A lo largo del último siglo, la fotografía digital se ha consolidado como una herramienta clave en la investigación astronómica y todo apunta a que la mejora tecnológica, lejos de frenarse, seguirá su aceleración en los próximos años, dejándonos un reguero de descubrimientos acerca del origen del universo, su tamaño y expansión, o la existencia de otros planetas habitables (¡o incluso habitados!).
Nota
Todas las fotografías astronómicas de este artículo han sido realizadas desde el Observatorio de AstroCamp en Nerpio (Albacete) con un telescopio refractor de 130 mm de diámetro y una cámara CCD refrigerada y son obra de Fernando Ábalos Vázquez.
Referencias
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