Novelas de ciencia
La ciencia y la tecnología en la literatura
La mayor parte de la literatura a menudo intenta olvidar el papel esencial que la ciencia y la tecnología modernas juegan en la configuración de las sociedades actuales y en la forma como vivimos en ellas. Fue Julio Verne, hace ya unos 150 años, quien empezó a ser consciente de la necesidad de que la ciencia y la tecnología interviniesen de manera activa en la narrativa moderna. Lo llamó la «novela de la ciencia». Más adelante, el género literario de la ciencia ficción parece haber alcanzado el papel de aquella novela de la ciencia que Julio Verne puso en marcha. Así, la ciencia ficción se configura también como una narrativa apropiada para el aprendizaje del futuro, ya que describe diversos mundos posibles por efecto de la ciencia y la tecnología.
Palabras clave: Julio Verne, ciencia ficción, literatura, novela de ciencia.
La novela de la ciencia
El año 2005 se cumplió el primer centenario de la muerte de Julio Verne, un autor hoy casi olvidado pero que durante muchos años fue uno de los referentes de la literatura para jóvenes y adolescentes. Así era, por ejemplo, a mediados del siglo XX.
Eran otros tiempos: aún no se había descubierto el potencial de mercado de una narrativa a menudo protagonizada por jóvenes y adolescentes y dedicada esencialmente para su consumo. Los Cinco o Los Siete Secretos, de Enid Blyton (1897-1968), fueron un tímido precedente de lo que hoy son las aventuras de Harry Potter, Geronimo Stilton y tantos otros.
En aquel tiempo, la lectura para los jóvenes y adolescentes tenía, a grandes rasgos, tres ejes principales: las aventuras ilimitadas de Emilio Salgari (Sandokan, el tigre de Malasia y los piratas de Mompracem), las Mujercitas de Louisa May Alcott y la innovadora narración alrededor de temas científicos y técnicos de Julio Verne.
«El objetivo de Verne no era enseñar ciencia, sino hacerla intervenir en la peripecia humana»
Fue precisamente Julio Verne quien se dio cuenta, a mediados del siglo XIX, de que la ciencia y la tecnología ya ocupaban un lugar destacado en la vida de la gente y se empeñó en escribir e incluso teorizar sobre lo que él mismo denominó la «novela de la ciencia», un tipo de novelas en las que la ciencia y la actividad tecnológica no estaban ausentes de la narrativa, como había pasado hasta entonces. No se trataba simplemente de narraciones para el uso y disfrute exclusivos de los más jóvenes, aunque así fueran presentadas por su editor, Pierre-Jules Hetzel, creador de la denominación «Viajes extraordinarios» que se dio a las primeras obras de Verne (Navarro, 2005).
Los protagonistas de los viajes imaginarios de Verne recorrieron el planeta de punta a punta e incluso visitaron algunas de sus regiones desconocidas, como el fondo del mar, las profundidades de la Tierra o la trayectoria hasta la Luna. No olvidemos que la gran ciencia del siglo XIX fue también la geografía, con la exploración del planeta y los descubrimientos asociados. Aparte del viaje y las aventuras extraordinarias que se sucedían, la narración era también una excusa para ilustrar a los lectores (al principio los jóvenes, como ya hemos visto) en las realidades y maravillas de la ciencia. De hecho, Julio Verne ha pasado a la historia como uno de los dos grandes padres fundadores de un nuevo género literario, la ciencia ficción, que nacía con él en Francia y con el socialista fabiano Herbert G. Wells en Gran Bretaña unas décadas más tarde (Aldiss y Wingrove, 1986).
La pregunta de por qué la ciencia y la tecnología no entran de manera habitual en la narrativa continúa vigente 150 años después. Verne fue el pionero, pero a partir de él y de su «novela de la ciencia», la narrativa que incluye ciencia y tecnología a menudo se ha visto recluida en el gueto del género narrativo bautizado como ciencia ficción.
La ciencia en la obra de Julio Verne
Verne no era científico, pero sí estaba muy informado de las novedades científicas y tecnológicas de su tiempo. Parece que frecuentaba varias bibliotecas especializadas y tomaba abundantes notas y fichas que le sirvieron, y mucho, para convertirse casi en un experto en los temas que desarrolló en sus novelas.
Quizá por eso corre, erróneamente, el rumor de que él mismo fue quien ideó algunos de los artefactos que aparecen en sus libros, a pesar de que son simples elaboraciones y reflejos novelísticos de cosas que ya existían en aquella época y que Verne conocía gracias a su trabajo en las bibliotecas y a los contactos con amigos científicos o viajeros exploradores.
El ejemplo paradigmático es el submarino Nautilus que Verne describe en Veinte mil leguas de viaje submarino (1868). A pesar de lo que pueda parecer, no hubo predicción ni invento verniano: la idea de la navegación submarina ya era conocida y había sido seriamente analizada en un estudio de William Bourne fechado en un lejano 1578. En mayo de 1801, Robert Fulton, con el patrocinio económico de Napoleón, construyó un protosubmarino para cuatro personas y lo bautizó precisamente Nautilus. Incluso el Ictíneo de Narcís Monturiol, construido en 1857, fue probado con éxito en el puerto de Barcelona en 1859, casi diez años antes de la novela de Verne. Además, el 17 de febrero de 1864, en el puerto de Charleston (Carolina del Sur), como una acción más en la guerra civil norteamericana, el protosubmarino H. L. Hunley, de la Confederación, atacó con torpedos el barco Housatonic de la Unión. Verne no concibió el submarino, sino que se limitó a utilizarlo en su novela, eso sí, al servicio de un héroe solitario, más bien antisocial y un poco misógino (Barceló, 2000).
«Aparte del viaje y las aventuras extraordinarias que se sucedían, la narración era una excusa para ilustrar a los lectores en las realidades de la ciencia»
Pero sí es cierto que en otros casos, Verne se avanzó a su tiempo con su imaginación asociada al buen conocimiento de la ciencia del momento. También hay que reconocer que muchos de los artefactos tecnológicos imaginados por Verne han sido barridos por la realidad a medida que el conocimiento tecnocientífico se ha ido desarrollando y consolidando. Pero la visión que Verne transmite del fondo submarino, del interior de la Tierra, de un posible viaje a la Luna, de posibles naves submarinas como el Nautilus o voladoras como el Albatros (el antecesor del autogiro o del helicóptero), están sólida e inteligentemente basadas en la ciencia que se conocía en su tiempo, hace un siglo y medio.
El objetivo de Verne no era enseñar ciencia, sino hacerla intervenir en la peripecia humana, casi siempre desde una óptica positiva y favorable. Los náufragos de La isla misteriosa, por ejemplo, no habrían podido sobrevivir sin la ayuda de los conocimientos casi enciclopédicos de ciencia (sobre todo de química) y el espectacular sentido práctico de Cyrus Smith, el ingeniero que, gracias a su saber tecnocientífico, se convirtió en líder indiscutible de la prodigiosa aventura.
La ciencia en la ficción
¿Puede haber vida inteligente en la superficie de una estrella de neutrones? ¿Podemos llegar a estrellas que están a varios años luz de nuestro sistema solar? ¿Existe el monopolo magnético? ¿Es posible enviar un mensaje al pasado modulando un haz de taquiones? ¿Podemos desarrollar una inteligencia artificial con la personalidad de Sigmund Freud o de Albert Einstein?
Por lo que sabemos hoy, todas estas preguntas tienen la misma respuesta: un no categórico. Pero el hecho de que la ciencia nos niegue estas posibilidades u otras semejantes no impide que sea factible especular. Esta es una de las funciones principales y uno de los mayores atractivos de la ciencia ficción, que tiene el objeto, entre otros, de especular con amenidad sobre «la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y de la tecnología», según opinaba Isaac Asimov, conocido divulgador científico y famoso autor de ciencia ficción (Asimov, 1977).
La ciencia ficción empezó a popularizarse durante los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, precisamente con autores, hoy ya clásicos, que disponían de buenos conocimientos científicos: Isaac Asimov era doctor en química y fue profesor universitario; Arthur C. Clarke ha sido uno de los pioneros en los estudios de astronáutica y fue el primero en proponer el uso de satélites geoestacionarios como nudos de comunicaciones; Robert A. Heinlein fue ingeniero naval, etc. La lista podría ser mucho más larga e incluir nombres que unen en una sola persona las capacidades del científico, el divulgador y el novelista de ciencia ficción, como pasa con Asimov o Clarke, ya mencionados, o bien con Carl Sagan, Gregory Benford y un largo etcétera.
En realidad, muchos autores de ciencia ficción parten de sólidos conocimientos científicos que utilizan abundantemente en sus narraciones. Se trata de especialistas como Gregory Benford, David Brin, Robert L. Forward, Vernor Vinge, Charles Sheffield y tantos otros que justifican con su saber la seriedad del carácter especulativo de esta variante (llamada habitualmente hard) de la ciencia ficción centrada en la ciencia y la tecnología. La amenidad en sus aventuras y la inteligencia en sus especulaciones garantizan el interés de la ciencia ficción como el género narrativo más característico del siglo XX y el que más ha hecho por acercarnos a algunos de los posibles futuros que nos esperan (Nicholls, 1983).
El género de la ciencia ficción
Diferente de la divulgación científica o popularización de la ciencia, tiene que resultar evidente que la ciencia ficción es, básicamente, un género o, mejor dicho, una temática que encuentra sus mejores resultados en vehículos como la literatura, el cine, la televisión, el cómic o las diferentes artes narrativas. Antes que nada, la ciencia ficción literaria (el origen de toda la ciencia ficción) es arte, y, como tal, parece que pertenece a un mundo diferente del que consideramos propio de la ciencia.
Como temática narrativa, sin embargo, la ciencia ficción goza de dos características propias que la hacen muy especial y que conviene recordar.
«El cambio preside nuestra civilización de una manera obsesiva, como no había afectado antes a nuestros antepasados»
Por una parte, la ciencia ficción es una narrativa que nos presenta especulaciones arriesgadas y, muy a menudo, francamente intencionadas que nos hacen meditar sobre nuestro mundo y nuestra organización social o sobre los efectos y consecuencias de la ciencia y la tecnología en las sociedades que las utilizan. Se trata aquí de la vertiente reflexiva de la ciencia ficción, que a menudo ha servido para caracterizar la ciencia ficción escrita como una verdadera literatura de ideas. Se utiliza para ello el llamado «condicional contrafáctico», que consiste en preguntarse: «¿Qué pasaría si…?» sobre hipótesis que se consideran extraordinarias o aún demasiado prematuras para que se puedan presentar en el mundo real y cotidiano.
Por otro lado, sin embargo, la ciencia ficción ofrece unas posibilidades de maravilla y admiración casi inagotables. Los nuevos mundos y seres, las nuevas culturas y civilizaciones, los nuevos resultados obtenidos por la ciencia y la tecnología, nos abren los ojos de la mente a un universo desconocido que contemplamos con sorpresa, adentrándonos en nuevas perspectivas insospechadas. Eso es lo que permite que los especialistas hablen de un importante «sentido de la maravilla» como uno de los elementos más característicos y atractivos de la ciencia ficción (un elemento, conviene decirlo, que comparte con otras variantes de la narrativa que hoy también tienen éxito: la novela histórica, los libros de viajes, etc.) (Barceló, 1990).
La aventura de la ciencia
Posiblemente, en la literatura, la primera referencia importante a la ciencia y a lo que representa para la sociedad que la practica y la adopta se encuentra en Frankenstein (1818) de Mary Shelley. Desgraciadamente, el cine ha cambiado la imagen popular de lo que era una seria reflexión sobre el poder de la ciencia y su responsabilidad final. Mary Shelley subtituló su novela como «el moderno Prometeo», para destacar que el científico, el doctor Frankenstein, como Prometeo, se arriesga a hacer lo que está «prohibido» precisamente por querer aportar a la humanidad nuevas posibilidades que hasta entonces le han sido negadas.
Historiadores de la ciencia ficción como el británico Brian W. Aldiss acostumbran por tanto a considerar el Frankenstein de Mary Shelley como la primera novela de ciencia ficción (Aldiss y Wingrove, 1986), en el sentido de la definición de Isaac Asimov antes mencionada: una especulación: «sobre la respuesta humana a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología».
Lógicamente, en el seno de la sociedad británica de la época, a principios del siglo XIX, la novedad del propósito del doctor Frankenstein servía para alertar sobre el peligro que ciertos resultados de la ciencia pueden acarrear. Tal vez por ello, la versión cinematográfica de Frankenstein hecha por James Whale en 1931 olvida gran parte de la ciencia (y de la aventura de hacerla) que sí que está presente en la novela de Mary Shelley, y convierte la historia en una referencia básica del cine de terror y, de hecho, se podría decir que hace un alegato admonitorio contra la ciencia y sus peligros. Desgraciadamente, la obra clásica con la que se inicia la ciencia ficción escrita, una vez llega al cine se convierte en algo muy diferente.
De paso diremos que, por suerte, bastante recientemente, en 1995, Kenneth Branagh recuperó el espíritu de exploración y aventura que Mary Shelley vio en la ciencia, y lo llevó a su versión cinematográfica de las desventuras del pobre doctor Frankenstein. Shelley quiso empezar la novela con el encuentro del doctor Frankenstein con el capitán Robert Walton, que pretende llegar al polo norte. Branagh recoge también este aspecto. El encuentro de Walton con Frankenstein servirá para constatar que la ciencia es también una aventura casi semejante a la que impulsa a personas como Walton a adentrarse por parajes desconocidos en busca de lo nuevo. Justo lo que hace el científico.
La ciencia ficción para el aprendizaje del futuro
A principios de los años setenta se publicó un libro que tuvo un cierto eco popular y mediático y que nos alertaba sobre «la llegada prematura del futuro». Se trata de El shock del futuro, del ensayista norteamericano Alvin Toffler, quien reflexionaba sobre la velocidad de cambio en una cultura como la nuestra, dominada por los efectos de la ciencia y la tecnología, y sometida a su excepcional capacidad transformadora.
La idea central del libro de Toffler se puede exponer de manera casi intuitiva y familiar con un ejemplo sencillo: hace solo 200 o 300 años, nuestros antepasados nacían y aprendían a vivir en un mundo que, en general, continuaba siendo el mismo mundo donde acabarían sus días. En la vida de un ser humano eran perceptibles muy pocos cambios. Pero nosotros ya no gozamos de esta comodidad: el futuro nos cae encima a marchas forzadas, y buena parte de la responsabilidad de esta elevada tasa de cambio está en las perspectivas de novedad que ofrece la moderna tecnociencia (Toffler, 1970).
«No incluir la ciencia en la literatura es olvidar elementos esenciales de nuestro mundo»
Adentrados ya en el nuevo milenio, el ritmo de cambio se ha acelerado tanto que hoy ya sabemos que el mundo en el que aprendemos a vivir y a relacionarnos no será el mismo donde viviremos buena parte de nuestras vidas. El cambio preside nuestra civilización de una manera obsesiva, como no había afectado antes a nuestros antepasados. Estamos obligados a convivir con el futuro y con los cambios que nos aporta.
Pero del futuro sabemos poco. Tan solo que será diferente del pasado e incluso del presente que ahora mismo vivimos. Tenemos que entrenarnos a vivir en un futuro que tiene que ser, por efecto de la ciencia y la tecnología, simplemente «diferente».
Y en este punto la ciencia ficción nos puede ayudar. Nos hace afrontar, aunque sea tan solo intelectualmente, diversos futuros posibles y nos muestra la relatividad del presente y las muchas variaciones que pueden alterar la vida y la organización social de los seres humanos. La ciencia ficción puede ser una muy buena herramienta para hacer el aprendizaje para vivir en este futuro del que tan poco sabemos. También para imaginar alternativas a nuestra manera de vivir y organizar la sociedad. No es poca cosa.
A modo de conclusión
A pesar de lo que pudiese advertir C. P. Snow sobre las dos culturas (letras y ciencias, para entendernos), lo cierto es que la literatura, la novela de la ciencia, la ciencia ficción, llámese como se quiera, puede estar relacionada con la ciencia y, además, llevarnos a una mejor comprensión del mundo actual tan dominado por los efectos de la ciencia y la tecnología.
En un mundo cada vez más complejo, donde la ciencia y la tecnología representan un papel siempre determinante, incluir la ciencia y la tecnología y sus efectos en la narrativa que nos habla de la vida humana es algo del todo imprescindible. No hacerlo así, como hace tanta literatura actual, es olvidar elementos esenciales de nuestro mundo, aquel donde vivimos y sobre el que queremos reflexionar a partir, también, de la narrativa.
Referencias
Aldiss, B. W. y D. Wingrove, 1986. Trillion Year Spree: The History of Science Fiction. Victor Gollancz. Londres.
Asimov, I., 1977. Asimov on Science Fiction. New Doubleday. Nueva York.
Barceló, M., 1990. Ciencia Ficción: guía de lectura. Ediciones B. Barcelona.
Barceló, M., 2000. Paradojas: ciencia en la ciencia ficción. Equipo Sirius. Madrid.
Navarro, J., 2005. Somnis de ciència: un viatge al centre de Jules Verne. Bromera/PUV. Alzira/Valencia.
Nicholls, P. (ed.), 1983. The Science in Science Fiction. Alfred A. Knopf. Nueva York.
Toffler, A., 1970. El shock del futuro. Plaza y Janés. Barcelona.