Darwin, escritor

Willy Ramos. Charles Darwin, 2008. Grafito y acuarela.

Una de las constantes en la historia de la literatura es la tensión existente entre humanismo y ciencia. Una tensión que ya encontramos en Aristóteles y que responde a un hecho capital de la cultura humana: la difusión de las ideas científicas a través de la palabra escrita. Un reto –hay que decir que fascinante– al cual se han enfrentado ilustres precedentes, como por ejemplo Galileo o Isaac Newton. Al final, en el Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo el toscano tuvo que inventar una lengua nueva para una ciencia nueva. Y, no obstante, las turbulencias naturales entre el dato y el relato no encuentran un encaje definitivo hasta la aparición de la figura gigantesca de Charles Darwin.

De hecho, yo que he leído bastante su obra, puedo decir sin ambages que el naturalista tenía una fuerte vena literaria. No olvidemos que John Murray, el editor del extraordinario Journal of researches during H.M.S. Beagle’s voyage round the world (1839), además de su valor científico, lo consideró –y todavía lo es– uno de los mejores libros de viajes nunca escritos. Tampoco se puede pasar por alto la fuerte relación de Darwin con el entorno literario victoriano a mediados del siglo XIX. En particular –como expone Gillian Beer, en Darwin’s plots–, la amistad e interdependencia entre Charles Darwin y George Eliot, en una época en la que todavía existía un lenguaje común que compartían científicos y escritores.

Así mismo, hasta qué punto el componente social de una ciencia como la biología influyó en la literatura científica de la época es un tema que pide un estudio con conocimiento de causa. Pero lo cierto es que Darwin era muy consciente de que tenía que encontrar la forma –el género– para exponer con eficacia sus ideas. Unas ideas que tenían que cambiar la visión del mundo. Es este sentido en el que Darwin se escora hacia la literatura en El origen de las especies. Al final, ¿qué no es esta obra magna sino el ensayo de la gran novela de la vida? No en vano, Darwin decidió cuestionar el edificio de la Biblia y contraponer su saber a una tradición estática. El hombre moderno tenía que plantear la más trascendental de las preguntas, «¿De dónde vengo?», en un sentido ni metafórico ni metafísico. En consecuencia, la respuesta precisaba –igual que con Galileo– un lenguaje nuevo para una ciencia nueva.

«Darwin era muy consciente de que tenía que encontrar la forma –el género– para exponer con eficacia sus ideas»

Darwin escribió el gran libro de la naturaleza que rompió con el orden de las cosas establecido. Pero era muy consciente, en términos aristotélicos, de que para que una historia sea creíble, esta tiene que tener un trasfondo de verosimilitud. Y más si se trata de una teoría que tiene que suponer una revolución en el sistema de valores. Por eso mismo, Darwin crea un híbrido que oscila entre la novela y el ensayo donde el orden narrativo se encuentra al servicio de la verdad. Y utiliza todo tipo de recursos para debilitar la resistencia de científicos y lectores. De aquí la importancia de la colombofilia y de los criadores de especies domésticas. Así mismo, evita caer en la trampa de las analogías –un recurso tan caro en ciencia– y pone ejemplos claros y prácticos. El origen de las especies es un verdadero triunfo de la voluntad de estilo, lo cual explica su extraordinaria popularidad en la época.

En Darwin el vínculo entre ciencia y literatura se convierte en canónico. Encuentra en el ensayo –y en el dietarismo– la síntesis entre ambos polos al amparo de la influencia que ejerció la figura de Alexander von Humboldt. Por otro lado, en el conjunto de su obra, la estructura de cualquier libro –como ya sucede en el Voyage of the Beagle– es un elemento capital a la hora de proponer su argumentario. Como Petrarca en el Cancionero, Darwin reescribe constantemente los datos que recoge y los ordena con método hasta forjar una voz inimitable y propia. En último término, el planteamiento de Darwin –vida y obra– desemboca en una poética de la vida inconmensurable. La vida y la muerte –«la lucha por la vida»– entrelazadas en toda su trágica medida, como ya habían procurado los grandes poetas, desde Homero hasta su estimado Milton.

Pero Darwin no nos canta el mythos. Darwin nos explica la verdad. Y así podemos leer en The descent of man (1871) la efectiva imagen –no exenta de decimonónica ironía– sobre nuestro ancestro: «peludo, a cuatro patas, las orejas puntiagudas y la cola columpiándose por las ramas». La poética belleza de la ciencia.

© Mètode 2021 - 111. Transhumanismo - Volumen 4 (2021)

Escritor y fotógrafo (Barcelona).