En Sarlat, ciudad del Perigord con un núcleo medieval espléndido, tienen un mercado cubierto dentro de una iglesia desacralizada. Se ocupó de la reforma el arquitecto Jean Nouvel, nacido en Fumèl, que está al lado. Sobre la inmensa puerta que cierra la nave hay una sentencia de Jean Baudrillard: «La arquitectura es una mezcla de nostalgia y de anticipación extrema.» Se la podría haber ahorrado. La arquitectura es el arte y la destreza de concebir y construir espacios bellos habitables. Entre las dos afirmaciones se abre el abismo del pensamiento enfrentado a la especulación. O, quizá, de la ciencia confrontada con la filosofía decaída.
Baudrillard anunció en 1990 que no se produciría la guerra del Golfo y se justificó después diciendo que no había habido ninguna guerra, sino combates magnificados por la televisión. Ya son ganas. Era un intelectual a la sartreana, estos seres divinos y mantenidos con dinero público que aleccionan a la humanidad desde su pretendida independencia. Son un producto típicamente francés, capaces de sobrevolar la realidad con hinchada displicencia, encantados de haberse conocido. No tienen nada que ver con los maîtres à penser del XVIII o del XIX, aquella gente lúcida y generosa que iluminó la civilización industrial.
Ramonet quería ser escultor, pero el mármol lo tenía que pagar el señor Esteve, su abuelo execrado. La penetrante ironía de Santiago Rusiñol nos puso sobre aviso: se acercaban tiempos de gesticuladores subvencionados. Una tragedia, porque su enfática vacuidad ha desprestigiado la tarea realmente intelectual y, al mismo tiempo, ha dado alas a la chabacanería señorestevista, tan propensa al «clin, clin, caja». Sin vigor intelectual, la reflexión no pasa de parodia y la acción pasa a ser movimiento espástico.
El año 1772, José Cadalso publicó Los eruditos a la violeta, sátira «de los que pretenden saber mucho estudiando poco», según anuncia el subtítulo de la obra. Dos siglos después han proliferado los intelectuales a la violeta, no tanto porque estudien poco, sino porque divagan demasiado. O porque estudian cosas episódicas, epistemológicamente intrascendentes. A este mariposeo manierista, orientado a épater les bourgeois que pagan el mármol o a deslumbrar a los esnobs de turno, no se le puede llamar pensamiento, me parece.
«Los intelectuales a la sartreana son un producto típicamente francés, capaces de sobrevolar la realidad con displicencia»
El padre de José Cadalso quería que su hijo fuera funcionario (covachuelista, decían los madrileños de la época, en alusión a los semisótanos del palacio donde se encontraba la administración real). Lo ingresó en el Seminario de Nobles porque el chico presentaba «todo el desenfreno de un francés y toda la aspereza de un inglés». De hecho, era un espíritu independiente, un cosmopolita amante de la cultura, uno de los pocos ilustrados españoles de la época. Acabó enrolándose en el ejército. Hoy en día no habría tenido la necesidad de hacerlo, seguramente habría ganado alguna cátedra. Y se habría escandalizado con la frivolidad de los sartreanos engolados, supongo.
Entre el señor Esteve y el señor Jean-Paul tiene que haber otras opciones. Existen, de la misma manera que hay arquitectos sólidos, además de estrellas de la pasarela mediática. Existen y calan mucho en nosotros. La civilización industrial se ha quedado sin discurso, superada por su propio éxito y huérfana de anclas ahora que sus axiomas fundacionales están obsoletos (si no eran falsos ya de entrada). Contra sus supuestos de partida, la energía no es abundante ni barata, los recursos naturales son finitos. Hace falta otro paradigma, un nuevo horizonte utópico al que dirigirse. Se tiene que reinventar la economía y librarla de la idea del crecimiento permanente como motor natural. Mira si hay materia para pensar. Con rigor, independencia y responsabilidad. El pensamiento débil y las malas definiciones de arquitectura más bien sobran.