Heráclito de Éfeso (s. VI-V aC) sostenía que el fuego era el elemento primigenio (ἀρχή, arkhé), transformable en aire, agua o tierra, los otros elementos básicos. Una magnífica intuición: bastaría decir energía en lugar de fuego y ya tendríamos actualizada su propuesta. Pero a partir de aquí sus seguidores sacaron conclusiones muy erróneas. Pensaban que el calor era una sustancia ingrávida que migraba de un cuerpo a otro. Este transvase ocasionaba los cambios de temperatura que constataban en los cuerpos. En todo caso, no supieron desarrollar ningún aparato para medirla, ni ninguna escala a la que referirla.
Ni ellos, ni nadie hasta Galileo, que sepamos. Galileo Galilei construyó en 1592 el primer termoscopio conocido. Era un aparato basado en los diferenciales de flotabilidad experimentados por varias esferas de vidrio que contenían diferentes líquidos, esferas que flotaban en una columna de agua; como el agua cambia de densidad según la temperatura, al calentarla o enfriarla las esferas subían o bajaban hasta disponerse de una manera u otra, lo que permitía tener una idea de la temperatura. Era un aparato ingenioso –aún hoy utilizado como gadget decorativo–, capaz de medir temperaturas medias con una precisión de medio grado.
¿Pero medio grado de qué? De los actuales grados centígrados, evidentemente, tal como los definió en el año 1742 Anders Celsius, basados en los cambios de estado del agua: 0 ºC correspondían al punto de congelación y 100 ºC al de ebullición. Podía medirlos gracias a los termómetros de lectura directa que anteriormente habían inventado Daniel Gabriel Fahrenheit –de mercurio, el año 1714– y René de Réaumur –de alcohol, en 1731–, pero calibrados por Celsius en la escala centígrada de su invención. Fahrenheit también ideó una escala, basada en el comportamiento del agua con sales amoniacales disueltas: 32 ºF equivalen a 0 ºC, mientras que 100 ºC corresponden a 212 ºF; es una escala aún empleada en los Estados Unidos y otros países. Igualmente, Réaumur propuso una escala que iba de 0 ºRé para la temperatura de congelación del agua a 80 ºRé para la de ebullición; hasta finales del siglo xix era muy empleada en Francia, Alemania y Rusia (aparece en las novelas de Fiódor Dostoyevski). Todos tenían un precursor, caído en el olvido: el astrónomo danés Ole Christensen Rømer, que en 1701 inventó una escala que iba de 0 ºRø (congelación de la salmuera) a 60 ºRø (ebullición del agua).
«El calentamiento global supone apenas un par de grados, pero de ellos depende toda nuestra estrategia de empleo y utilización del planeta»
En todo caso, gracias a la termodinámica hoy sabemos que la temperatura de un objeto varía proporcionalmente a la velocidad con la que se mueven sus partículas (sus grados de libertad, dice la termodinámica estadística). Cuando las partículas dejan de moverse, se alcanza el cero absoluto, la mínima temperatura posible. Corresponde a los mínimos niveles de entropía y entalpía. Eso ya lo intuyó en 1665 Robert Boyle, lo vislumbró en 1701 por Guillaume Amontons y lo estableció Lord Kelvin en 1848, que lo fijó en –273,15 ºC. De ellos se derivó la escala Kelvin, que sitúa los 0 ºK en estos –273,15 ºC; William Rankine propuso en 1859 una escala semejante.
Entre los 0 y los 15 millones ºK del núcleo del Sol existe una enorme ventana térmica, sobre todo considerada con óptica biológica: la vida tan solo es posible en un intervalo de unas cuantas docenas de grados. Los humanos, en concreto, nos helamos o nos abrasamos por encima o por debajo de un miserable intervalo de una veintena o treintena de grados. De aquí la importancia de este súbito calentamiento global que experimenta la Tierra desde la Revolución Industrial. Son apenas un par de grados, pero de ellos dependen la dinámica atmosférica y los fenómenos meteorológicos que lleva asociados, es decir, toda nuestra estrategia de empleo y utilización del planeta. Nos consta que somos la causa del problema y sabemos medirlo. Falta saber si sabremos resolverlo.