Si hay una saga de películas que ha conseguido crear una marca y narrativa propias que han transcendido generaciones es Star Wars, también conocida como La guerra de las galaxias. La película original tomaba elementos propios del western (la similitud con Centauros del desierto es muy obvia) y le daba una pátina épica con el camino del héroe y la ruta del aprendizaje, al estilo de El mago de Oz, y con influencias pseudoespirituales muy de los años setenta.
Así, en la saga encontramos los esquemas del cine clásico recubiertos de ciencia ficción. Se ha hablado mucho de los errores de la física de Star Wars (por ejemplo, que en el espacio no puede haber explosiones ni llamaradas sin oxígeno que se consuma), pero poco de los errores de la biología. Para empezar, los protagonistas van de planeta en planeta, donde habitan seres muy diferentes, sin vacunarse o sufrir serios problemas intestinales. Si la fauna y la flora son diferentes, la microbiología será diferente, y lo normal es que haya virus y bacterias patógenas para los que no tienen ninguna defensa. Así, en los viajes interestelares lo más peligroso no serían las espadas láser, sino no morir de una diarrea. Otra cosa sorprendente es que casi todos los animales siguen un patrón básico de bípedos inteligentes o cuadrúpedos no inteligentes. No parece que ningún planeta haya desarrollado un esquema propio en sus organismos. Esto implica que el patrón evolutivo es similar al de nuestro planeta, y sugiere que la vida se originó aquí y después colonizó otros planetas, lo que contradeciría lo de «En una galaxia muy, muy lejana…».
Pero hay un aspecto en el que toda la saga, y las series derivadas, fallan estrepitosamente: la ecología. Si los organismos comparten un patrón de diseño básico, por un principio de parsimonia podemos pensar que la fisiología será parecida. Esta suposición queda confirmada por el hecho de que en todos los planetas hay tabernas donde los seres comen y beben. Es decir, son organismos heterótrofos que obtienen energía de forma similar a nosotros. Eso implica que en un ecosistema tiene que haber alguna forma de captar energía por parte de organismos autótrofos (lo más normal es la energía solar por parte de organismos fotosintéticos, pero hay excepciones) y que la biomasa que producen sirva de alimento a los niveles superiores de la cadena trófica. Por tanto, cuanto más ascendemos en la cadena trófica, habrá mucha menos biomasa, porque la transformación no es muy efectiva. Un ecosistema no puede sostener muchos grandes depredadores. Pero a lo largo de toda la saga hemos visto ejemplos que contradicen este principio. Grandes depredadores carnívoros que habitan en entornos desérticos como el sarlacc, un enorme animal que excava la tierra como una hormiga león… Pero, ¿en medio de un desierto? Mucha cabra tendrá que pasar por allí para que pueda alimentarse. O los exogorths, una especie de babosas de 800 metros que viven en asteroides. ¿Cómo se mantiene un animal así en un asteoride?
Pero si hay una escena que vulnera todo lo que sabemos de ecología y de fisiología es el ataque de las arañas en la segunda temporada de The Mandalorian… en un planeta helado. Para empezar: el pulmón de los arácnidos no es funcional para grandes volúmenes. No podrían ser tan grandes. Y son animales de sangre fría, ¿cómo pueden estar tan activos en temperatura de congelación? Y, por último, en medio de un desierto de hielo… ¿cómo han conseguido acumular tanta biomasa para ser tantas y tan grandes? Mucha ficción, pero poca ciencia.