En el instituto, uno de los ejercicios de genética aplicada habituales era averiguar los grupos sanguíneos de nuestra familia para inferir su herencia genética. Esta actividad parece divertida –y lo es– hasta encontrar a familias en las que no cuadran las herencias genéticas, sea porque hay un hijo o hija adoptado, o por una inesperada no paternidad biológica. Seguramente, debido a esta potencial falta de privacidad sobre datos genéticos íntimos, actualmente, esta no es una actividad de aprendizaje «práctico» que se estimule en los centros educativos.
Sin embargo, es muy recomendable conocer nuestro grupo sanguíneo. Sabemos que no todas las transfusiones de sangre son permisibles y debe considerarse su compatibilidad. Si pensamos en el sistema mayoritario, el ABO (determinado por la presencia de azúcares específicos en la membrana de los glóbulos rojos), todas las variantes genéticas son de un mismo gen, el cual codifica para una enzima capaz de añadir diferencialmente ese azúcar final. Cuando tanto por parte de padre como de madre recibimos el gen con mutaciones que impiden la fabricación de una enzima funcional, tenemos el grupo O, mientras que A y B son variantes codominantes sobre O. La compatibilidad entre grupos sanguíneos viene determinada por el hecho de que estos azúcares son muy inmunogénicos –es decir, nuestro cuerpo hace anticuerpos en contra. En la terminología clásica, se nos decía que una persona del grupo O era el «donante universal» y podía dar a todos los demás humanos, pero no podía recibir sangre de ningún otro grupo, mientras que el grupo AB era el «receptor universal» y solo podía donar sangre a personas del mismo grupo sanguíneo.
Sin embargo, estas explicaciones no nos dicen por qué tenemos grupos sanguíneos diferentes. Lo cierto es que todavía no tenemos una respuesta clara. Todos los grupos sanguíneos son viables y no presentan problemas de salud detectables. Seguramente, la diferencia radica en una resistencia diferencial de cada grupo sanguíneo a ciertos tipos de virus e infecciones. Sin embargo, si consideramos el global de todos los seres humanos, encontramos todos los grupos sanguíneos, con mayor o menor frecuencia según la zona geográfica de origen.
Entre los nativos americanos encontramos las proporciones más elevadas de individuos O. En ciertos países de la zona central de Asia encontramos un porcentaje relativamente alto de individuos B, a pesar de ser el grupo minoritario en su conjunto. Por el contrario, el grupo sanguíneo A está muy representado y repartido. De forma extremadamente infrecuente, hay unos pocos individuos –aproximadamente cuatro por millón– que presentan mutaciones en un gen diferente y no tienen ni grupo A, ni B, ni O. De hecho, presentan una incompatibilidad total para recibir transfusiones de cualquiera de estos grupos sanguíneos. Estas personas tienen el grupo sanguíneo Bombay (en esta ciudad y la región cercana de la India, ese grupo sanguíneo excepcional se presenta en promedio en 1 de cada 10.000 individuos).
El origen de los grupos sanguíneos y su mantenimiento es aún un misterio envuelto en la niebla del pasado evolutivo. Aunque se han identificado y secuenciado unos pocos restos fósiles de otros homininos, como neandertales y denisovanos, sabemos que ya presentaban los mismos grupos sanguíneos, A, B y O. Si vamos más allá y analizamos otros simios, los chimpancés comparten los grupos A y O con nosotros, mientras que los gorilas solo presentan el grupo B. Pero la gran revelación es cuando analizamos otros hominoides y monos, del Viejo y el Nuevo Mundo (por ejemplo, los macacos o los gibones), ya que también encontramos la presencia de los tres grupos sanguíneos, lo que nos indicaría que estamos hablando de mutaciones muy ancestrales, de hace más de veinte millones de años y que compartimos con otros muchos compañeros de viaje. Cabe preguntarse: ¿cómo se han podido seleccionar y mantener los tres grupos sanguíneos en la especie humana? Para esta gran pregunta, todavía no tenemos la respuesta.