La próxima vez que te encuentres cerca de una barbacoa, procura degustar con calma y atención lo que ahí se cuece. Delante de ti se está cerrando un círculo de la naturaleza de proporciones colosales. Me refiero a las brasas. Lo que haya encima de ellas es, en este caso, secundario, una especie de acompañamiento musical que servirá para realzar por la vía gastrointestinal el placer cognitivo que proporciona la introspección científica en la naturaleza de la combustión del carbón.
Fíjate en las brasas incandescentes. Esa luz que ves es luz del Sol. No en sentido figurado: se trata de radiación electromagnética emitida por nuestra estrella que, una vez lanzada al exterior, en vez de viajar libre por el espacio durante un tiempo inconmensurable de miles o de millones de años, quedó atrapada a los ocho minutos de salir de la estrella. Atrapada, pero no muerta. El sistema de captura se llama fotosíntesis y es practicado de forma masiva por una multitud de organismos terrestres. Las plantas y los árboles, por ejemplo, tienen un sofisticado despliegue de paneles para atrapar luz solar que denominamos hojas.
Gracias a las pesquisas científicas, los seres humanos hemos conseguido desvelar la compleja serie de artimañas que esos seres vegetales han puesto en marcha para confinar la radiación solar. En esencia, lo que sucede es una transformación de la energía lumínica en energía química: la luz queda atrapada en los enlaces químicos de moléculas como la glucosa. Y ahí permanece el tiempo que haga falta. Para armar esas moléculas de glucosa, esas prisiones temporales para la luz, los vegetales toman también prestadas del exterior moléculas de agua y de dióxido de carbono. Resulta admirable que el devenir evolutivo haya desplegado semejante procedimiento ingenieril; como también lo es el que nosotros hayamos descubierto sus enmarañados mecanismos.
A continuación pueden ocurrir muchas cosas pero, en el caso que nos ocupa, el que desemboca con un montón de piedras de carbón amontonadas en nuestra barbacoa, la historia es fascinante. La madera de los árboles está formada en gran medida por soberbias acumulaciones de glucosa que hemos dado en llamar celulosa. Prisiones de gran capacidad y alta seguridad para los esquivos rayos solares. Si se elimina una parte importante del agua de esas prisiones mediante un proceso llamado carbonización –una especie de cocción de la madera a fuego lento–, lo que se obtiene es carbón.
Ahora agarra un trozo de carbón de la bolsa que has comprado en el supermercado y míralo con el respeto que se merece: lo que tienes en la mano es un fragmento de fotosíntesis materializada. Lo maravilloso es que sabemos cómo revertir el proceso y liberar de su confinamiento a la luz que está ahí atrapada. Es fácil, solo hay que prenderle fuego. La combustión es una «desfotosintetización», una vuelta a los inicios, un cierre de ciclos. Cuando el carbón arde sucede algo mágico: se desvanece, desaparece, se transforma en los elementos que habían sido absorbidos en la fotosíntesis. Los trozos de carbón de tu barbacoa se transforman así en agua –en un primer momento en forma de vapor–, en dióxido de carbono y en radiación electromagnética.
Pero, recuerda, no es una radiación electromagnética cualquiera, sino que se trata precisamente de aquella luz del Sol que había sido absorbida tiempo atrás, cuando lo que ahora es un árbol carbonizado se encontraba gozoso confinando al Sol. Lo que tenemos delante es poesía en forma de ciclos que se cierran: el CO2 sale de nuevo a vagar por la atmósfera, el agua retorna a la corteza terrestre y la luz solar vuelve a viajar libre por el espacio. El conocimiento científico puede ser tan elegante, seductor y poético que, si rascamos un poco, podemos añadir con facilidad una capa de placer a los fenómenos más cotidianos