El día que compré una réplica de la Venus de Willendorf no la miré. Guardé la pequeña figura en el bolsillo y esperé a sentarme en un lugar tranquilo. Ese lugar resultó ser un salón de actos en el que se proyectaba la película de 1962 The miracle worker, sobre el despertar cognitivo de la niña sordociega Helen Keller (El milagro de Ana Sullivan en su versión en castellano). Llevaba varios días dándole vueltas a lo que Helen Keller había escrito sobre su percepción del mundo a través de las manos: «A través del tacto conozco la exuberancia del suelo, las delicadas figuras de las flores, las nobles formas de los árboles y la variedad de los fuertes vientos». Entonces se me ocurrió explorar y memorizar una figura con el tacto, prescindiendo por completo de la vista. Mientras veía la película estuve más de una hora explorando aquella figura con mis dedos, sin mirar para ella en ningún momento.
Poco a poco, en algún lugar de mi cerebro (¿en la corteza somatosensorial?, ¿en la corteza visual?, ¿en ambas?, ¿en otra parte?) se fue configurando la imagen tridimensional de esa conocida muestra de arte del Paleolítico. Aunque tenía una idea de cómo era su aspecto básico, resultado de lo que puede ser una cultura general (una escultura pequeña, rechoncha, de una mujer con los pechos muy grandes), antes de mi exploración táctil sería incapaz de hacer un dibujo fiel de ella. De igual manera que si ahora me piden que dibuje, de memoria, sin mirar un mapa, el perfil de las islas Canarias y la situación de unas islas respecto a otras.
«Somos animales visuales y, de forma comprensible, la mayoría de las personas apenas ejercitamos la memoria táctil»
Las palabras de Helen Keller habían estimulado mi curiosidad: «No me corresponde a mí decir si vemos mejor con la mano o con el ojo. Solo sé que el mundo que veo con mis dedos está vivo, rubicundo y resulta satisfactorio. El tacto proporciona a las personas ciegas muchas certezas agradables que nuestros afortunados compañeros se pierden, ya que su sentido del tacto permanece sin cultivar. Cuando miran a las cosas, meten las manos en sus bolsillos». Me pregunté cómo sería la imagen que generaría mi mente tras explorar una figura con el tacto. ¿Sería más fiel, más contundente, que la que podría obtener al explorarla con la vista?
Lorenzo Ghiberti, tras ver en Roma una escultura de Hermafrodito, escribió: «La perfección de conocimiento, maestría y arte que muestra está más allá de las capacidades del lenguaje. Sus bellezas más exquisitas no pueden descubrirse con la vista, solo con el tacto de la mano». Recordaba estas palabras mientras Mme. Willendorf daba vueltas entre mis manos. Descubrí que la percepción tridimensional es mucho más eficaz al usar las dos manos que solo una. No solo hay más receptores sensoriales trabajando, sino que el sistema propioceptivo –que se encarga de detectar la posición de nuestro cuerpo en el espacio– suministra información sobre las posiciones relativas de dedos y manos.
Para rematar mi pequeño experimento, todavía sin haber mirado a la cara ni una sola vez a la venus, agarré un lápiz y traté de dibujarla en un cuaderno, de memoria. Hice tres dibujos: de frente, por detrás y de perfil. La memoria táctil es claramente tridimensional: con la información que había obtenido podía dibujarla desde cualquier ángulo. El resultado me pareció satisfactorio. Ahora faltaba cotejar mi memoria con la figura; a esas alturas tenía unas ganas locas de mirar para ella. La observé con los ojos y la encontré un poco más voluptuosa de cómo la habían construido en el cerebro mis manos, y con la cabeza algo más grande, pero en esencia lo que había llegado a mi mente era una imagen aceptablemente fiel.
Somos animales visuales y, de forma comprensible, la mayoría de las personas apenas ejercitamos la memoria táctil; sin embargo, sería maravilloso poder recorrer con las yemas de los dedos una escultura de Canova, de Donatello, o la Puerta del Paraíso de Ghiberti, y recordar esa sensación años más tarde.