Si te asignan un cuarto en la sección conocida como corredor de la muerte de algún centro penitenciario que posea ese lamentable anexo, lo más probable es que hayas cometido un crimen de especial magnitud. Lo que también es bastante probable es que tengas algún daño en tu corteza cerebral. Esta es la estremecedora conclusión a la que llegaron hace años la psiquiatra Dorothy Lewis y el neurólogo Jonathan Pincus cuando se propusieron estudiar a fondo los detalles biográficos y neurológicos de 29 convictos sentenciados a la pena de muerte.
Los crímenes violentos y asesinatos que cometen las personas comunes –es decir, los que no se deben a guerras, atentados terroristas o maquinaciones similares– son, en la mayoría de los casos, el resultado de la puesta en marcha de la llamada agresión afectiva (también conocida como agresión impulsiva o reactiva). Este es el tipo de agresión que se produce debido a la activación de un impulso de ira, orquestado por regiones profundas del encéfalo como la sustancia gris periacueductal o la amígdala. En los mamíferos, y en condiciones de salud, la emoción de ira puede resultar muy útil en algunas ocasiones, como ocurre con todas las emociones básicas. En el caso de los seres humanos modernos, las respuestas emocionales que se fraguan en ciertos núcleos encefálicos subcorticales son apaciguadas, suavizadas y puestas en sociedad gracias a la intervención de la corteza cerebral y, en especial, de la corteza prefrontal.
El hecho de que la corteza prefrontal no termine de madurar hasta pasados los veinte años es una de las razones que parecen explicar la impulsividad y la característica falta de juicio de la adolescencia. Este comportamiento no es preocupante, ya que el tiempo termina por forjar en la mayoría de los casos una corteza cerebral capaz de conducirnos de manera más o menos racional por el mundo. Sin embargo, una corteza cerebral dañada e inmadura de forma permanente puede facilitar el camino a las explosiones de agresión afectiva. Cuando Lewis y Pincus analizaron la vida de quince hombres sentenciados a muerte en EE. UU., se encontraron con que todos, absolutamente todos, habían tenido algún tipo de lesión grave en la cabeza durante su infancia o juventud (lesiones debidas a atropellos y otros accidentes, caídas, palizas, etc.). No escogieron a esas personas porque sospecharan de algún tipo de daño cerebral, sino que simplemente fueron seleccionados los presos que tenían su fecha de ejecución más próxima.
Tras la sorpresa de esos resultados, se propusieron realizar un estudio similar con otros catorce sentenciados a muerte, en este caso jóvenes que habían cometido sus crímenes antes de los dieciocho años. Lo que descubrieron fue, de nuevo, sobrecogedor: todos esos chicos habían sufrido algún tipo de trauma severo en la cabeza (accidentes de coche, de moto, atropellos, caídas, etc.), y, además, todos excepto uno habían sufrido algún tipo de abuso físico o sexual en el entorno familiar.
Los corredores de la muerte no solo son un triste lugar para profundizar en el estudio de nuestro cerebro y de la agresión afectiva, sino que también son uno de los lugares en los que se practica de forma rutinaria y sin pestañear otro tipo de agresión llamada predatoria o instrumental. Es el tipo de ataque que practican los depredadores, una agresión premeditada en la que no participa la ira, sino el cálculo seco y frío. Un leopardo no se abalanza sobre una gacela porque esté enfadado con ella, sino porque tiene hambre y, para saciarla, elabora un plan de ataque y caza. De forma similar, las autoridades de algunos países son capaces de elaborar planes de agresión predatoria para ejecutar de forma premeditada a otros seres humanos. Somos de los pocos animales capaces de practicar tal cosa, la agresión predatoria contra individuos adultos de la propia especie; y ello sin que, al menos en principio, exista daño cerebral en los agresores.