A los humanos modernos nos está resultando complicado encontrarnos. El mayor reto de la neurociencia está en comprender cómo surge la mente autoconsciente a partir de la actividad electroquímica de la protuberancia de células que todos transportamos dentro del cráneo. Cada vez que despertamos y entramos en estado de vigilia, esa protuberancia, el encéfalo, modifica su actividad y de ella emana la mente, la percepción que tenemos de que existimos.
La ortodoxia neurocientífica maneja la idea de que la mente es el cerebro en funcionamiento y rechaza todo aquello que huela a dualismo cartesiano, algo que resulta coherente con las observaciones experimentales. La existencia de una sustancia pensante –res cogitans– independiente del cuerpo material no encaja nada bien en la ciencia actual: la consciencia parece ser una propiedad emergente de la actividad neural. Sin embargo, en el ejercicio de espantar cualquier tipo de brujería metafísica, la mayoría de exploradores de la mente hemos rechazado como constructores de la autoconsciencia, sin más, a todos los elementos ajenos al cuerpo, incluyendo también el entorno social y su cultura. Y esto, para algunos pensadores como el antropólogo Roger Bartra, es un error que puede llevarnos a no encontrar la salida del laberinto que conduce del encéfalo a la mente.
La idea que maneja Bartra consiste en entender los procesos culturales y sociales como elementos por completo necesarios para la emergencia de la autoconsciencia en los humanos modernos, no ya como algo esencial en el proceso evolutivo –de lo que hay pocas dudas– sino como necesario en el desarrollo ontogenético. De hecho, y tirando de etimología, la palabra consciencia hace referencia a «conocer con otros». Según esto, para generar autoconsciencia nos servimos, junto a las estructuras y sistemas del encéfalo, de una «prótesis formada por la red cultural y social» de cada uno. Una prótesis que Bartra denomina «exocerebro».
En nuestra especie, las evoluciones biológica y cultural están inextricablemente ligadas desde hace al menos 300.000 años. Nuestra vida en sociedad se nutre, y al mismo tiempo alimenta, a la cultura, pero todo ello depende de características biológicas ancladas en los genes que han resultado del proceso evolutivo. Para establecer la red cultural que hemos mantenido y engordado generación tras generación son esenciales el pensamiento simbólico y el lenguaje. Nuestro sistema nervioso ha desarrollado una capacidad extraordinaria para nutrirse de información cultural procedente del entorno social. Somos máquinas de aprender y, antes que muchas otras cosas, lo que aprendemos es un lenguaje.
«La individualidad y el carácter privado e intransferible que caracterizan a la autoconsciencia necesitan de los demás para manifestarse»
Todo esto, la importancia de la vida en sociedad para producir un «yo», puede parecer obvio; pero la idea que lanza Bartra va mucho más allá. Según esta, una mente humana moderna no está completa tomando tan solo el material neural que hay dentro del cráneo, sino que una parte esencial de su metabolismo está constituida por el sistema simbólico cultural. Tenemos un ejemplo fascinante en las personas sordo-ciegas, como la estadounidense Helen Keller. De niña no recibió una educación formal hasta cerca de los siete años. Una persona, un cerebro en funcionamiento, que no ha aprehendido qué son los símbolos, es un ser sin autoconsciencia; o al menos eso es lo que cuenta la propia Helen Keller.
Un bebé sin problemas de percepción sensorial aprende sin esfuerzo la magia de los símbolos. Pero Hellen Keller permaneció ajena a esa magia, encerrada en su mundo de silencio y oscuridad, hasta que un día su profesora puso una de sus manos bajo un chorro de agua, al mismo tiempo que sobre la palma de su otra mano le hacía el signo para agua. De repente, comprendió que las cosas que tocaba y olía se podían nombrar, y eso no solo significó la aparición de las propias cosas, sino también de su mente. Keller escribió años más tarde que, antes del descubrimiento del lenguaje, su mente no existía como tal; vivía en un estado de vigilia en el que no había nada, solo reacciones viscerales. No tenía consciencia de su propia existencia. La comunicación mediante símbolos generó su mente autoconsciente, y eso se hace no solo con la actividad neural, sino también con la comunicación simbólica en un entorno social.
Se da así la interesante paradoja de que la individualidad y el carácter privado e intransferible que caracterizan a la autoconsciencia necesitan de los demás para manifestarse. Nuestra inescrutable individualidad autoconsciente hace su aparición en la medida en que nos relacionamos e interaccionamos con otros seres humanos.