Hay ideas que nacen y germinan en la mente pero que luego se quedan dando vueltas sin acabar de salir al mundo para ponerse a prueba. Hace unos días, en un museo tecnológico, me quedé de pie frente a una pieza que forma parte de la memoria colectiva y que todo el mundo ha visto una y cien veces en original y en fotografías. Se trataba de una de esas primeras bicicletas con una rueda delantera monumental y una minúscula rueda trasera. Incomprensiblemente para mí, nunca antes me había hecho la pregunta: ¿A qué responde un diseño tan forzado y grotesco? ¿Para qué sirve una asimetría tan salvaje? Ocurre con frecuencia que, de tanto ver una cosa, uno acaba confundiendo «comprender» con el déjà vu. Y no. No es lo mismo. No es lo mismo ver cada día la Luna colgada en el espacio que comprender por qué aquella no se precipita sobre la Tierra. Me dirigí directamente al conservador del museo que me acompañaba en la visita y me dispuse a recibir una explicación fulminante del experto. Pues no. Después de un breve balbuceo dijo que la pregunta no tenía una respuesta precisa, que se trataba de una cuestión puramente estética… Inaceptable. Se podía contestar cualquier cosa menos que el gusto de la época consistía en elegir la alternativa más incómoda posible o que en la antigüedad jugaban a ser antiguos. La respuesta improvisada en una breve conversación resultó ser cierta. La rueda delantera era del mayor diámetro posible sencillamente para que la bicicleta adelante lo máximo con cada pedalada. El pedal era sencillamente una biela solidaria al centro de la rueda y todavía no se había inventado la cadena de transmisión entre piñones de distinto diámetro. El pequeño diámetro de la rueda trasera se explica ya por un deseo de minimizar el peso de la bicicleta. Después de haber comprendido se vuelve la vista sobre la pieza y ¡gozo intelectual!
Una pieza original de museo es, en principio, un objeto mudo, pero la tarea de un museólogo es, justamente, hacerle hablar, ¡hacer que cante! Hay mucho gozo intelectual oculto entre las piezas de museo. Comprender es hallar qué hay de común entre cosas diferentes y aquel mismo día, durante el mismo paseo, me vino a la mente una comprensión que ya no sé si la he leído en algún lugar o si he sido yo mismo quien la ha soñado. Tiene que ver con momentos muy especiales de la evolución: aquellos en los que se produce una innovación radical. Más exactamente, son aquellos instantes que separan el final de una era tecnológica y el principio de la nueva. Por importante que sea el salto tecnológico, la estética del primer artefacto de la nueva era aún es la del último de la era antigua. Optimizar y adaptar las formas requiere más tiempo de lo que parece. Encontrar un lenguaje propio requiere su tiempo.
«Una pieza original de museo es, en principio, un objeto mudo, pero la tarea de un museólogo es, justamente, hacerle hablar, ¡hacer que cante!»
Un ejemplo: la primera motocicleta era una bicicleta a la que habían adosado un motor más torpemente que menos. La motocicleta emprendería entonces un largo camino hasta encontrar su propio lenguaje. En una motocicleta actual ya es muy difícil adivinar la bicicleta. Otro ejemplo: los primeros automóviles a motor tenían el aspecto de un carruaje sin caballos. Tanto es así que uno aún cree ver el banco de los cocheros y el espacio dispuesto para enganchar los caballos que ya nunca se engancharán. Desde entonces a los actuales bólidos de fórmula uno, a los elegantes coches ingleses o a los potentes coches italianos, el automóvil no ha dejado tampoco de buscar su propio lenguaje. En cualquiera de estas máquinas tampoco queda ya ni rastro de la carroza original. El primer cine era teatro filmado. Los primeros televisores eran enormes muebles de madera en torno de los cuales se reunían las familias para escuchar la radio, pero que ya tenían una minúscula pantalla. Las máquinas de escribir son como los dinosaurios, emergieron, evolucionaron, triunfaron, dominaron y se extinguieron…
La mismísima museología empezó encerrando todo en vitrinas, pero también ha evolucionado hasta encontrar su propio lenguaje. Es la selección natural de la selección cultural.