Un estudiante explicaba a su director los resultados de su tesina. Cuando finaliza la exposición, el profesor, muy interesado, comenta: «El caso es que un estudiante mío está haciendo un experimento muy parecido». Ambos estudiantes eran la misma persona. Este comentario, probablemente incómodo, provocó sonrisas a los miembros del departamento y fue disculpado por el conocido carácter despistado del profesor. En perspectiva, el origen del equívoco podría ser otro.
La ceguera facial o prosopagnosia (del griego prósōpon, “cara” y agnōsia, “desconocimiento”) está adquiriendo un interés creciente en campos como las neurociencias, la psicología, la psiquiatría y la genética. Fue descrita hacia final del siglo xix como falta de capacidad o dificultad para reconocer caras. Se distingue entre la ceguera facial congénita, asociada a desarrollo, sin lesión estructural aparente, y la ceguera facial adquirida, asociada a daño cerebral. En 1947 el neurólogo Joachim Bodamer acuñó el término prosopagnosia para documentar el caso de un soldado herido que había perdido la capacidad de reconocer por el rostro, pero no por la voz, a amigos y familiares. El famoso neurólogo Oliver Sacks, durante muchos años desconocedor de su propia prosopagnosia, publicó en 1985 una exhaustiva descripción de uno de sus casos clínicos en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.
«Los individuos prosopagnósicos presentan dificultades para reconocer por el rostro a familiares, amistades e, incluso, a ellos mismos»
Los individuos prosopagnósicos presentan dificultades para reconocer por el rostro a familiares, amistades, conocidos e, incluso, a ellos mismos. Sin ser conscientes, a lo largo de su vida compensan esta alteración en la percepción y la identificación de caras mediante alternativas como por ejemplo la voz, otros elementos prominentes no faciales como gafas, cabello, silueta o movimientos característicos de la persona, a pesar de que estos mecanismos no son tan efectivos como el reconocimiento a través de la cara. La prosopagnosia puede ser motivo también de comportamientos compensatorios en las relaciones personales, de estados de aislamiento y, en casos muy graves, puede generar depresión o ansiedad. Se ha estimado que un 2,5 % de la población presenta algún grado de ceguera facial de origen genético.
Soy una persona con ceguera facial –creo que– leve. No hace mucho, mi colección fragmentada de anécdotas enigmáticas e incómodas sobre rostros encajó de repente como las piezas de un puzzle y adquirió una coherencia inesperada. Ahora entiendo por qué, de niña, un tal Manuel o Manel, que unos días era asturiano y otros catalán, en realidad, eran dos cantantes diferentes. O por qué me quedé bloqueada cuando la profesora de dibujo nos pidió nuestro autorretrato. O por qué a menudo me pierdo en la trama de las películas si tienen personajes que se parecen. Todavía no sé muy bien qué decir cuando una persona, que no reconozco, viene decidida hacia mí y me dice: «Hola, Alma».
En una conversación informal, de visita para una posible estancia postdoctoral, un investigador del University College London me sugirió que sufría ceguera facial. Yo no conocía el término. En esta institución se formó el investigador en ceguera facial Brad Duchaine, colega del investigador psicólogo Ken Nakayama. Los dos son cofundadores del proyecto-web Prosopagnosia Research Center, en el que reclutan casos y controles en todo el mundo para varios estudios sobre percepción y reconocimiento facial. Oliver Sacks finaliza un artículo de divulgación magnífico sobre la ceguera facial publicado en 2010 en la revista The New Yorker con el cartel que el profesor Ken Nakayama colgó en la puerta de su despacho: «Algunos problemas de vista recientes y mi prosopagnosia moderada me dificultan reconocer a la gente más de lo que tendría que ser normal. Ayudadme diciendo vuestro nombre si nos encontramos. Muchas gracias».