Todas las poblaciones humanas disfrutan de danzar en compañía. Con o sin música, la danza es una experiencia multisensorial que requiere una compleja coordinación sensorimotora. Además, danzar en pareja o en grupo implica la coordinación de movimientos entre los danzadores para complementarse o sincronizarse.
«Cuando conversamos, caminamos juntos o simplemente nos sentamos al lado de una persona, nuestras posturas y nuestros movimientos se coordinan»
Muchos animales sincronizan sus movimientos, desde los sofisticados desfiles nupciales de los somormujos lavancos (Podiceps cristatus) o las exhibiciones de combate de los peces beta (Betta splendens), a los vuelos perfectamente coordinados de miles de estorninos (Sturnus vulgaris) que conforman una bandada. La sincronización está muy extendida entre los seres vivos y tiene funciones adaptativas muy diversas, como estrategias antidepredatorias (mayor eficiencia en la vigilancia, confusión del depredador y reducción de las probabilidades de ser la presa escogida) u otras relacionadas con la cohesión social.
Los humanos tendemos a sincronizar los movimientos de forma espontánea e inconsciente en diferentes contextos sociales. Cuando conversamos, caminamos juntos o simplemente nos sentamos al lado de una persona, nuestras posturas y nuestros movimientos se coordinan. En un primer momento, hay un pequeño atraso, de segundos a décimas o milésimas de segundo, ya que uno de los participantes imita los movimientos del otro; pero a partir de cierto punto, los movimientos pueden ocurrir simultáneamente (lo que implica anticipación). Se ha visto que la sincronización es más rápida y precisa cuanta más afinidad hay entre dos personas (por ejemplo, entre parejas de amigos o románticas), y, al mismo tiempo, la sincronía de movimientos favorece la formación de vínculos entre extraños: sentimos como más familiares y más afines a las personas que sincronizan sus movimientos con los nuestros (o viceversa); nos inspiran más confianza. Curiosamente, la sincronización también se puede producir entre individuos de diferentes especies; por ejemplo, los perros sincronizan sus movimientos con los humanos con quienes conviven y muestran preferencia para interactuar socialmente con las personas que se sincronizan con ellos. En nuestra especie, la capacidad de sincronizar y la percepción de la asincronía aparecen muy pronto en el desarrollo: los bebés de pocos meses son capaces de sincronizar su balanceo con el de la madre y detectan cuando se produce una ruptura en la interacción sincrónica.
No solo se sincronizan los movimientos, también lo hacen los estados emocionales y ciertas respuestas fisiológicas como el ritmo cardíaco, la respiración o la liberación a la sangre de algunas hormonas. Danzar en sincronía no solo incrementa la percepción del vínculo social, sino que también eleva el umbral de dolor, mediante la liberación de endorfinas. Recientemente, el desarrollo de técnicas de hiperescaneo, que permiten registrar simultáneamente la actividad cerebral de diferentes personas, ha hecho posible investigar qué ocurre en los cerebros de dos personas cuando sincronizan de forma espontánea sus movimientos y la respuesta no nos sorprende: la actividad de los cerebros se sincroniza. Esta sincronía cerebral podría ayudarnos a entender las intenciones de los otros y a compartir propósitos y objetivos, y facilitar la cooperación. De hecho, la sincronía cerebral es mayor cuando dos personas cooperan respecto a cuando hacen los mismos movimientos mientras compiten o de forma independiente. En este contexto, la danza podría haber evolucionado para incrementar la cohesión del grupo y facilitar la cooperación, cosa que favorece la sincronía cerebral entre los danzantes