A mí me gusta discutir sobre conceptos, no sobre palabras. Las palabras no tienen la precisión matemática de una función exponencial que significa lo mismo para todos los físicos: algunos términos tienen significados diferentes para diferentes personas, y por ello, en ocasiones, se discute, aunque se esté de acuerdo con el concepto de fondo. Un claro ejemplo que he observado de esto, por mi libro La ciencia del sexo (Debate, 2023), es en las discrepancias que rodean la identidad de género.
Creo que primero es imprescindible establecer una distinción entre lo que entendemos por sexo y por género. Insisto: entiendo que haya definiciones diferentes a las que voy a plantear, pero, por favor, no discutamos de palabras, sino conceptos. Ahí voy. En el ámbito académico de la sexología se utilizan las expresiones sexo masculino o sexo femenino para referirnos a la parte fisiológica de la sexualidad. En la naturaleza hay animales machos y hembras, en esto no hay discusión posible, y negar el componente biológico del sexo es posmodernismo llevado al absurdo. De hecho, en los mamíferos existe un sexo cromosómico (XX y XY), un sexo hormonal (más testosterona o más estrógenos), un sexo genital (aparato reproductor masculino o femenino), dimorfismo sexual más o menos acentuado, e incluso una especie de «sexo cerebral» que condiciona a machos y hembras de ciertas especies –los primates desde luego– a comportarse de maneras diferentes.
Es absolutamente cierto que en todas estas categorías hay intersexualidades: a nivel genético, existen las personas XXY; a nivel hormonal, se dan diferentes exposiciones prenatales o incluso células con menos receptores de testosterona –o sin ellos–; hay también genitales ambiguos en casos de intersexualidad, y, desde luego, el cerebro de un animal adulto no es resultado solo de una programación genética, sino que incluye todas las experiencias, aprendizajes y condicionantes acumulados durante su vida. Estas situaciones intermedias entre machos y hembras existen también por pura biología, y sin entrar todavía en influencias culturales, en el caso de los humanos debemos aceptarlas como parte de la diversidad natural de nuestra especie, intentar eliminar estigmas y ayudar a las minorías que se encuentren en esta situación.
Lo que pasa es que esta diversidad no siempre es obvia. Aunque la medicina del pasado hizo estragos queriendo definir sexos desde el inicio en los bebés que nacían con ambigüedad genital, la intersexualidad cromosómica o genital es más fácil de aceptar socialmente porque nadie otorga voluntad a esta condición. En cambio, alrededor de la transexualidad hay cierta confusión, porque existen varios tipos de personas trans, con realidades diversas que no diferenciamos lo suficiente.
Si seguimos hablando del aspecto más biológico del sexo, hay individuos que, por exposición hormonal durante el desarrollo embrionario, o por otros mecanismos que todavía están en fase de hipótesis, desde muy pequeños sienten una especie de disconformidad en la que su cerebro dicta una identidad sexual diferente a la que ven en su cuerpo. En unas ocasiones es una fase transitoria durante la infancia, y en otras se mantiene hasta la adolescencia y la edad adulta. No es una cuestión de voluntad, ni de capricho, ni de querer ir contra corriente. Estas personas transexuales lo son por condicionantes fisiológicos: han existido siempre, se han investigado, la ciencia las tiene bastante bien caracterizadas y, desde luego, es una obligación moral, cultural y médica apoyarlas en su transición física, psicológica y social, si es lo que sienten y desean. Como cualquier otra condición, por minoritaria que sea.
Sin embargo, los humanos somos unos animales un tanto especiales. Porque nuestros genes dictan si tenemos pene o vagina, pero no si debemos llevar pantalones o falda. Durante nuestro extensísimo desarrollo cultural, a los condicionantes biológicos del sexo les hemos ido asignando unas marcas culturales, unos roles y unas costumbres generadas y heredadas culturalmente, que nada tienen que ver con la biología. Y aquí aparece el concepto de género; los conceptos de hombre y mujer en lugar de macho y hembra, y la voluntad –yo considero que muy lícita– de poner en duda algunos de estos vestigios culturales y deconstruir el género.
Empezando por esto último, piensa en lo siguiente: intenta responder qué es sentirse hombre o sentirse mujer sin hacer referencia al cuerpo. No es fácil. De hecho, nunca nadie me ha dado una respuesta. Puedes pensar que los hombres son más violentos, pero esto no define la masculinidad. O que los hombres sienten atracción sexual por las mujeres, pero nadie duda de que los hombres gays son hombres. O que las mujeres tienen más instinto maternal, pero a la mujer que no lo siente no le dirás que es un hombre. De hecho, no hay ninguna marca cultural que sea inequívocamente propia de los hombres o de las mujeres. Obviamente, hay comportamientos más frecuentes en un sexo que en el otro, pero también es cierto que muchos se han exagerado culturalmente hasta constituir unos roles de género que tan respetable es tolerar como no hacerlo. Y, forzando un poco la situación, hay personas que aceptan tener un cuerpo masculino o femenino, pero que sienten más afinidad por el rol social característico del género opuesto, o directamente no quieren identificarse de manera estanca con un género determinado.
Porque el sexo es biológico, pero el género es cultural, y en una sociedad libre, mientras no perjudiques a nadie, puedes hacer y sentir lo que te dé la gana. Entonces, ¿qué ocurre? Pues que, una vez deconstruido el concepto de género, hay muchas personas –especialmente jóvenes– que se identifican como transgénero por identidad social y política (como respaldan varios estudios que cito en La ciencia del sexo). Y como encuentran mucho rechazo desde las visiones más conservadoras, su posición se hace más reivindicativa y combativa. Los cambios culturales son lentos, requieren mucho diálogo, y en ocasiones es inevitable la confrontación, pero quizá lo más dramático es que todo este ruido y polarización afecta negativamente a las personas que son transexuales más por carga biológica que cultural, y que con un discurso sosegado seguro que ganarían la comprensión de las personas más conservadoras.
Lo cierto es que varios estudios establecen que la cantidad de personas no binarias está creciendo muchísimo. Una pequeña parte son personas trans que «salen del armario» ahora que hay menos estigma social, pero la mayoría son personas que se sitúan dentro del colectivo LGTBI, en parte como reacción contra estereotipos culturales que nada tienen que ver con la biología y que deben poder quedar amparados por la libertad individual –de nuevo, mientras esta no perjudique a nadie. No hay datos suficientes para ver si este crecimiento constante de identidades LGTBI se estabilizará, o si es un fenómeno más propio de la juventud, y si de adultos las personas transgénero o no binarias regresan a roles más convencionales. El sexo biológico existe desde hace millones de años: el género y los roles que le acompañan han ido cambiando constantemente. Pero, de nuevo, no discutamos de palabras sino de conceptos.