Vivimos como si fuera por azar y por azar estamos gobernados. (Séneca, 4 a. C. – 65 d. C.)
Hace unos 100 millones de años, Júpiter, el más grande y probablemente bello de los planetas de nuestro sistema solar, impulsó un pequeño cuerpo celeste fuera de su órbita. Este asteroide, de unos 10 km de diámetro, se adentraría inexorablemente hacia el interior de nuestro sistema solar para, 35 millones de años más tarde, colisionar con la Tierra. El impacto fue de una proporción tal que resulta difícil de comprender. Liberó, según estimaciones actuales, entre 50 y 100 millones de megatones de energía (el equivalente a entre 3.000 y 8.000 millones de bombas de Hiroshima) y provocó la extinción de aproximadamente el 75 % de las especies de la Tierra. Un «leve empujón» de Júpiter al remoto cinturón de asteroides cambiaría el destino de la vida en nuestro planeta para siempre. Sin él, esos mamíferos diminutos que hace 65 millones de años representaban una porción insignificante de la biodiversidad, escurriéndose apresuradamente a la sombra de los colosos que dominaban la Tierra, jamás habrían prosperado hasta conquistar el planeta. Con toda seguridad, nosotros no estaríamos aquí hoy.
En comparación con los fenómenos puramente fisicoquímicos, la vida es inextricable. Desde la célula más «sencilla» hasta los organismos multicelulares más complejos son resultado de la integración de niveles de organización biológica cada vez más elaborados (biomoléculas, genes, orgánulos, células, tejidos, órganos, individuos, grupos sociales, etc.). En cada uno de estos niveles aparecen, además, propiedades emergentes, tales como nuestra cultura, propiedad emergente de nuestro comportamiento. Como resultado, las entidades biológicas no solo son tremendamente complejas, sino singulares. La conformación de nuestro cerebro, por poner otro ejemplo cercano, depende no solo de la combinación (única) de genes que albergan nuestras células, sino de las interacciones ambientales que determinan su desarrollo. Estas interacciones irán moldeando la enmarañada red de conexiones neuronales de nuestro cerebro, cambiándolo a cada paso, desde que nacemos hasta que morimos. Leer estas líneas de texto está modificando tu cerebro y, quién sabe, puede que tu comportamiento futuro.
«Un “leve empujón” de Júpiter al remoto cinturón de asteroides cambiaría el destino de la vida en nuestro planeta para siempre»
Tal es la complejidad de la vida que su evolución se comporta como un sistema caótico determinista: un sistema regido por principios deterministas pero donde pequeñísimas variaciones en las condiciones iniciales pueden dar lugar a resultados muy dispares. Sí, aquello de la mariposa que bate sus alas en Japón… Aplicado a los sistemas biológicos, para entender la historia de la vida y aspirar a predecir su futuro con precisión habría que tener en cuenta no solo todas y cada una de las interacciones entre todos los niveles de organización de todos los ecosistemas de nuestro planeta, sino el estado presente y futuro de su medio ambiente. Como hemos visto, esto nos puede remontar a acontecimientos ocurridos más allá de nuestro sistema solar interior millones de años atrás, u obligarnos a predecir otros acontecimientos cósmicos en el futuro.
Incluso aunque fuésemos capaces de semejante hito tampoco podríamos predecir la evolución ni, por tanto, la vida. La selección natural, el principal motor de la evolución, se nutre de variación heredable. Es decir, de diferencias genéticas que dan lugar a variación en rasgos que hacen que unos individuos se reproduzcan más que otros. La fuente última de dicha variación genética son las mutaciones, que suceden de forma aleatoria. No podemos predecir en qué parte del ADN va a aparecer una mutación, ni en qué célula de qué individuo de qué población, ni cuándo. Predecir el devenir de la evolución de forma precisa es, en definitiva, una tarea imposible.
La vida tal y como la conocemos en nuestro planeta, lo que nos incluye a ti y a mí, es (al menos en parte) producto del azar.