A lomos de la ballena
Conversaciones heterodoxas entre Moby Dick y la prehistoria
¿Qué tiene que ver Moby Dick con la prehistoria?
Moby Dick es mucho más que un mero relato de ficción. Es uno de esos libros que nos hacen pensar en la extraña naturaleza de la labor literaria, en su curiosa manera de difundir ideas científicas (Ruiz Zapatero, 2014) pues es obvio que los escritores no pueden sustraerse de la época en la que viven. Es el caso de Herman Melville (1819-1891), palpablemente influido por el descubrimiento del tiempo prehistórico que –desde la mentalidad científica– trastoca seriamente la percepción del tiempo divino.
Moby Dick es ante todo la historia de un desconcertado marinero, anclado en un mundo que se derrumba pero embarcado, en cierto modo, hacia el futuro, percepción ineludible de algo nuevo que está por llegar. Melville no es el único en percibir este perturbador cambio, y si el capitán Ahab persigue a Dios encarnado en la fabulosa ballena blanca, el doctor Frankenstein o el propio Fausto hacen lo mismo en su búsqueda por adquirir conocimientos o desvelar los secretos más recónditos de la creación (Mcintosh, 1991, p. 29). Al fin y al cabo, de eso se trata, de desatar al monstruo que guarda el secreto de los orígenes de la existencia. Un misterio inescrutable explicado durante milenios por las creencias teológicas que se enfrenta a un nuevo discurso, llámese científico, y que, en líneas generales, trasforma la tradicional manera de ver el pasado.
Ahora bien, el libro de Melville es un viaje al pasado cuando no existía ni la idea ni el concepto de la prehistoria. Recordemos que Moby Dick (Figura 1) ve la luz por primera vez en las imprentas neoyorquinas en 1851, cuando aún no se había publicado El origen de las especies de Darwin. De hecho, todas las grandes obras pioneras de la ciencia prehistórica se escribirán justamente después de mediados de siglo (Badal García y Soler Navarro, 2016). No obstante, una incertidumbre cronológica recorre de cabo a rabo toda la obra de Melville. Son ya algunas voces las que afirman que la edad de la Tierra es más antigua de lo que se creía. Por ejemplo, el conde de Buffon (1707-1788) estima que la Tierra tiene unos 75.000 años, es decir, unos 70.000 más que los que proponen los exegetas de la Biblia. Sin embargo, el propio narrador de la historia, el joven Ismael, termina su relato considerando que el océano tiene 5.000 años de antigüedad. Circunstancia por la cual el entorno por el que viaja el barco de Ismael puede considerarse como primitivo, hecho reforzado por el nombre mismo, Pequod, que evoca al de una tribu norteamericana prácticamente extinta. Los tripulantes de este ballenero, que en lengua algonquina significa «destructor», viajan a los confines del tiempo en busca de una ballena que, según se estima en el capítulo LXXXIV, es incluso anterior a los seis millones de años (Melville, 1997b, p. 141). En ese caso, si el océano es de los tiempos del Diluvio, la ballena es una superviviente que ha escapado de la famosa inundación. Es, como se dice varias veces en la novela, un animal antediluviano o preadamita. No solo eso, sino que en el capítulo CIV se dice que la ballena despreció el Arca de Noé tras el Diluvio (Melville, 1997b, p. 263). Por lo tanto, en ciertos momentos el narrador presenta a Moby Dick como una criatura maligna.
El mundo según los fósiles
Melville dedica el capítulo CII a los fósiles de la ballena. Conviene aclarar que el narrador se comporta como un fijista; es decir, que considera que la ballena es un espécimen tal cual surgió de la prehistoria hace millones de años. Por esa razón los fósiles de las ballenas terciarias que menciona, como el Basilosaurus, aparecen como una muestra de la existencia de monstruos marinos y no como un ejemplo de la evolución de los cetáceos. El autor debió de conocer el espectacular montaje de huesos que Albert Koch exhibió en el Apollo Saloon de Nueva York en 1845 y que fue presentado como el esqueleto de una serpiente marina gigante (Figura 2) aunque en su mayor parte eran los restos de un cetáceo extinto (Jones, 1989). La monstruosa «monarca de los mares» no pasó el examen de los expertos, que detectaron en ella los conocidos huesos de la ballena fósil Basilosaurus (o Zeuglodon según la nomenclatura de Owen), mezclados con los de otras especies. Daba lo mismo que a ojos de los paleontólogos el esqueleto fuera un fraude porque la imagen había impactado de tal modo que la prensa relacionó el monstruo con la maldad original, el Diluvio, Caín y el Arca de Noé (Jones, 1989).
Melville conoce bien este imaginario popular e incluso en el capítulo LXXXI advierte que muchos dragones de las leyendas eran en realidad ballenas (Melville, 1997b, p. 132). Y lo cierto es que, como demuestran algunas investigaciones, no es del todo imposible que la creencia en ciertos monstruos marinos haya sido inspirada por los gigantescos restos de ballenas varadas en las costas e incluso en fósiles de ballenas extintas (Mayor, 2002, p. 93). Sea como sea, podemos extraer una idea importante de esta excursión por los antepasados de la ballena que nos ofrece el libro: la de que una forma antiquísima de pensar el pasado está íntimamente ligada a la percepción de los fósiles.
Algunos autores defienden incluso la existencia de un saber popular de los fósiles, que se remonta a épocas históricas y posiblemente prehistóricas (Mayor, 2002). Lo cierto es que no se puede despreciar el papel que han podido desempeñar en el origen de la cultura humana, pues su presencia se detecta en yacimientos del periodo paleolítico. No podemos saber de qué manera estas gentes entendían la naturaleza de los fósiles que recogían y coleccionaban. Pero dada la experiencia que tenían con los materiales del entorno natural, resulta muy extraño creer que no se percataran de que estaban ante curiosas formas de vida petrificadas. Incluso el origen del arte se nos hace mucho más comprensible si pensamos que la naturaleza prodigaba imágenes de animales inscritas en piedras mucho antes de que los artistas lo hicieran en las cuevas. En este sentido, las paredes vacías de una caverna no dejan de ser como un libro con las hojas en blanco. Toda una sugestiva tentación para el sistema perceptivo sapiens, puesto que el ojo humano tiende a ver formas sobre todo de animales en los accidentes naturales de las rocas o en las nubes.
Melville cita una misteriosa y escueta frase de Hamlet que pertenece al final de la escena segunda del tercer acto, cuando este le pide a Polonio que observe una nube que ha tomado la forma de un camello, una comadreja y, finalmente, de una ballena. Igualmente, en el capítulo LVI, el narrador de Moby Dick nos habla de montañas en las que se pueden ver «fugitivas visiones de perfiles de ballenas» (Melville, 1997a, p. 397). Pero no hace falta ser un curtido marino para ver ballenas en las rocas, como demuestra la anécdota referida por Jordán Montés y Jordán de la Peña (2019): según explican, una de las hijas de los investigadores distinguió la forma de una ballena en una reproducción de las pinturas en la cueva de Chufín, en Cantabria, hecho que les instó a explorar la hipótesis de que la figura representada en esta cueva fuese una yubarta. Este estímulo perceptivo, conocido como pregnancia, es un hecho constatado a través de numerosas grafías documentadas en el arte paleolítico.
Las paredes de las cuevas son parte integrante de una arquitectura natural que ha inspirado la imaginación de los visitantes de todas las épocas. Los fósiles también aparecen in situ en las paredes de algunas, como si fueran representaciones artísticas naturales. De hecho, en la cueva de Las Aguas en Alfoz de Lloredo (Novales, Cantabria), el interior de una concha fósil fue pintado con una serie de puntos rojos (Serna Gancedo, 2002). Y en las cuevas de Arcy-sur-Cure (Yonne, Francia) se han grabado, perforado y tallado fósiles, para convertirlos en colgantes o darles formas de pequeños animales, como el coleóptero (Baffier y Girard, 1998).
El monstruo prehistórico
Leviatán es un monstruo que aparece ya en los primeros textos de los que tenemos constancia, en concreto en el Enûma Elis o Epopeya de la Creación (I: 37), redactada en el último cuarto del segundo milenio antes de Cristo en Babilonia. Los leviatanes (quizás dragones o serpientes acuáticas) son monstruos que provienen de los abismos del tiempo, pues fueron gestados por un ente anterior a todo, la madre de los océanos primigenios (Bottéro y Kramer, 2004, p. 624). Melville no pudo leer una traducción de los textos mesopotámicos, pero sí la Biblia que se inspira en ellos. No obstante, mientras la descripción del leviatán en el libro de Job (40 y 41) parece aludir al cocodrilo, la tradición calvinista lo identifica con la ballena (Enriquez, 1979, p. 144).
La historia de los animales monstruosos le debe a Melville sobre todo la creación de un auténtico paradigma en el imaginario de la ciencia-ficción occidental (Figura 3). En concreto, Melville sería el precursor de los animales monstruosos prehistóricos, que posteriormente han sido popularizados por el cine de ciencia ficción (Jardón, Pérez y Soler, 2012). Moby Dick no solo es el padre de King Kong, sino también de Godzilla (como mínimo, en su versión occidental), por no mencionar influencias más evidentes en films como Tiburón (Steven Spielberg, 1975), Orca, la ballena asesina (Michael Anderson, 1977) o Megalodón (Jon Turteltaub, 2018). Tomemos como ejemplo una película actual que a priori no parece tener nada que ver con la novela, como Godzilla 2: Rey de los monstruos (Michael Dougherty, 2019). En este film, los titanes prehistóricos viven en las profundidades oceánicas y se comunican como las ballenas. Incluso la denominación que recibe Godzilla en la cinta, «rey de los monstruos», es similar a la de «monarca de los mares» en Moby Dick (Melville, de hecho, se toma muchas molestias en explicarnos que es el cachalote, y no la ballena de Groenlandia, el auténtico «monarca de los mares»; Enriquez, 1979, p. 40 y 41). En otro pasaje además alude al combate entre el cachalote y el calamar gigante o Architeuthis, que ha dado pie a la leyenda del Kraken. El enfrentamiento entre animales gigantescos es un tópico indispensable del cine de ciencia ficción y hunde sus raíces en mitos como la Gigantomaquia, la batalla que se dio entre los dioses de la antigua Grecia y los gigantes, engendrados por Gea como venganza por la expulsión de los Titanes del Olimpo.
De la realidad al arte
Moby Dick es una obra que nos ayuda a conocer a las ballenas y eso a pesar de que el narrador, en su papel de marinero supersticioso, diga que para él son peces. Esta creencia fue refutada por Aristóteles, aunque después se mantuvo casi dos mil años en el olvido. Durante todo este tiempo, el desconocimiento sobre este animal se refleja en sus representaciones artísticas. Es más, luego los naturalistas las dibujarán como si estuvieran disecadas, lo que generó un tipo de conocimiento muy frío de los animales. Melville es incapaz de asumir un punto de vista tan distante y estático. El protagonista no es un observador pasivo, admira a la ballena cuando surca los mares y siente el peligro de su presencia. El propio Melville conocía a las ballenas de primera mano ya que a los dieciocho años se embarcó en un ballenero y había leído los principales estudios de la época. La descripción que hace en el capítulo dedicado a los movimientos de la cola de la ballena, por ejemplo, es insuperable.
La aleta caudal de estos vertebrados marinos está dispuesta en un plano horizontal, es decir, en un sentido contrario al de los peces. Por esta razón, la ballena puede utilizar su enorme aleta caudal para aplastar un bote como si fuera un mosquito. Cuando la ballena se sumerge, la cola permanece en la superficie un rato y es la única parte visible del animal antes de desaparecer por completo. Este es uno de los grandiosos espectáculos ofrecidos por la naturaleza que se mencionan en el libro, pues existen multitud de gestos que usan las ballenas como una especie de lenguaje.
Cabe recordar aquí que el encéfalo de los cetáceos coordina funciones muy complejas. De hecho, el tamaño del encéfalo es (en proporción a la masa corporal) el mayor de entre todos los mamíferos, incluidos los humanos. Y hay que pensar que estos animales tuvieron que adaptarse a condiciones muy particulares de los fondos marinos, pues eran en principio terrestres. Por eso las fosas nasales se desplazaron al dorso de la cabeza, en lo que se conoce como espiráculo, agujero mediante el cual el cetáceo expulsa el aire de los pulmones, lo que provoca un soplido que puede alcanzar los 15 metros de altura y producir un ruido que puede oírse a unos 250 metros de distancia (Enriquez, 1979, p. 94). Cada ballena tiene su resoplido particular y los balleneros los reconocen. El cachalote en concreto resopla en un solo espiráculo y un tanto inclinado adelante. No obstante, el resoplido de la ballena es un espectáculo que los ilustradores de la época no supieron captar, porque la mayoría de estas imágenes fueron hechas cuando el animal estaba muerto.
Este es el modelo que se retrata en el arte histórico (Figura 4) e incluso en las ilustraciones científicas. Es como si esa nueva humanidad ilustrada no supiera representar a las ballenas en toda su vivacidad. En el fondo, algo se le escapa al hombre que vive en ciudades tierra adentro. Sin embargo, el arte etnográfico trasmite un tipo diferente de conocimiento en sus representaciones de ballenas vivas. En todo el Atlántico, según se dice en el capítulo LVI, los salvajes las representan en maderas o dientes de ballenas. Resulta increíble comprobar cómo los documentos arqueológicos de grafías prehistóricas de ballenas coinciden con la afirmación de Melville. La imagen más antigua conocida de un cachalote está precisamente grabada sobre un diente del mismo animal (Figura 5). Este grabado, recuperado por el equipo de Soledad Corchón (Corchón-Rodríguez y Álvarez-Fernández, 2008) en el yacimiento paleolítico de Las Caldas (Oviedo), contrasta con las representaciones fantasiosas de época histórica y demuestra que los magdalenienses de hace al menos 15.000 años representaban de una manera más realista a las ballenas de lo que se hizo en épocas posteriores.
Esta circunstancia se observa también en el arte postpaleolítico, con imágenes realistas de ballenas a uno y a otro lado del Atlántico. Así se constata desde la costa chilena, en el arte rupestre del Médano, hasta la península coreana de Bangu-dae, donde se representaron incluso los distintos resoplidos de los cetáceos (Lee y Robineau, 2004, p. 143). También en una cueva de la pequeña isla de Levanzo, Sicilia, se pintaron dos hermosos delfines. Y en el arte escandinavo se han encontrado pinturas con más de una treintena de cetáceos, algunos de ellos formando escenas junto con embarcaciones.
Estas representaciones contrastan con las que Melville llama «cuadros monstruosos» o erróneos de ballenas del arte histórico (Melville, 1997b, p. 383 y 390). Al fin y al cabo, parece que Ismael, el joven narrador, tenía razón: el hombre civilizado no sabe representar a las ballenas en toda su magnitud. El contraste entre las representaciones históricas y las prehistóricas así lo sugiere. El autor nos habla de la lejanía del hombre civilizado con el entorno, de experiencias perdidas en el tiempo. Esta es una lección que no deberíamos olvidar: las gentes prehistóricas no parecían temer en exceso a las ballenas que grababan y pintaban en cuevas, abrigos y objetos. Más bien, al revés, las conocían y en ocasiones parece incluso que las admiraban
Referencias
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