Ciencia y vida humana

‘Copenhague’, de Michael Frayn

vida humana

Una de las mejores obras de teatro escritas en el siglo xx habla de ciencia, de científicos y de seres humanos bajo el peso de sus responsabilidades con respecto a sus congéneres. Hablamos de Copenhague, de Michael Frayn.

Toda buena obra de teatro tiene que plantear una pregunta. Una pregunta que le ronde al espectador cuando se levante de su butaca, salga a la calle y vuelva a casa. Una pregunta que ponga en cuestión una idea suya anterior o una nueva. Puede insinuar una respuesta o no, pero la pregunta o las preguntas tienen que surgir. Las respuestas, si las hay, pertenecen a cada uno.

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Diversas escenas de la representación de Copenhague, dirigida por Ramon Simó. La obra se pudo ver entre el 28 de abril y el 5 de junio de 2011 en el Teatro Nacional de Cataluña, en Barcelona. /© David Ruano/TNC

Copenhague es una obra de teatro que plantea multitud de preguntas. Unas trascendentes y otras cotidianas, y también científicas, históricas y filosóficas. Todas, con el ser humano en el centro. Y, a pesar de eso, es una obra de teatro también divertida, emocionante. Por algo el autor es uno de los escritores contemporáneos ingleses más importantes: Michael Frayn, capaz de escribir también piezas tan directamente cómicas y de éxito popular como Noises off (¡Qué desastre de función!, en su versión castellana). Más allá de la caricatura, también plantea preguntas sobre lo que somos y lo que aparentamos.

Copenhague recrea el encuentro histórico en la capital de la ocupada Dinamarca, en medio de la Segunda Guerra Mundial, entre dos de los científicos más brillantes del siglo xx, ambos premios Nobel de Física y autores de contribuciones esenciales a la teoría atómica y la mecánica cuántica. Dos físicos que ayudaron a entender la constitución de la materia en sus partículas más elementales y que pusieron las bases de la aplicación práctica que llevaría, en la vertiente pacífica, a la construcción de los reactores nucleares, y, en la bélica, a la bomba atómica. Se trataba del danés Niels Bohr, reconocido por la mayoría de los científicos de la época como el principal «padre» de la teoría atómica, y del alemán Werner Heisenberg, que propondría el principio de incertidumbre y la aplicación de la mecánica cuántica a la interpretación del movimiento y comportamiento de las partículas subatómicas.

Heisenberg había sido el discípulo aventajado y más apreciado, casi como un hijo, de Bohr, pero, coincidiendo con el ascenso del nazismo, había ido asumiendo cargos de gran responsabilidad científica en la Alemania dirigida por Hitler. En otoño de 1941, momento del encuentro en casa de Bohr que recrea la obra, era el responsable máximo del programa alemán de estudio de la aplicación práctica de lo que se conocía del mundo del átomo. Es fácil entender que para muchos, dentro y fuera de Alemania, esta «aplicación práctica» quería decir la bomba atómica. Bohr, por su parte, con una rama judía en su familia, se encontraba en una situación delicada en su propio país, bajo la ocupación alemana. Por ello, los años anteriores a 1941 y mucho más desde el estallido de la guerra, la relación tan íntima y cordial entre los dos se había ido enfriando y distanciando progresivamente. Aun así, Heisenberg decidió que quería hablar personalmente con Bohr y fue a verlo a su casa.

«Copenhague recrea el encuentro histórico en la capital de la ocupada Dinamarca, en medio de la Segunda Guerra Mundial, entre dos de los científicos más brillantes del siglo xx: Niels Bohr y Werner Heisenberg»

Las preguntas

¿Por qué fue Heisenberg a ver a Bohr? ¿Qué se dijeron? ¿Por qué tras este encuentro su relación se rompió para siempre y las versiones que dieron cada uno diferían tanto? Estas son preguntas que aún hoy no tienen una respuesta clara y el debate entre los historiadores continúa abierto.

Pero estas no son las únicas preguntas que plantea la obra y que, al fin y al cabo, tan solo harían referencia al esclarecimiento de un hecho histórico del que solo fueron testigos Heisenberg, Bohr y la esposa de este, Margrethe. Frayn va mucho más allá. Pone también sobre la mesa, o sobre el escenario en este caso, el tema de la responsabilidad de los científicos en las consecuencias derivadas de sus investigaciones y descubrimientos. Sobre qué hay que investigar y sobre qué no, si es que hay terrenos que deberían permanecer vedados por lo peligroso de las consecuencias. Por qué se investigan: por vanidad, por alcanzar una posición, por connivencia con las ambiciones políticas o económicas, por dinero, por pura curiosidad científica… Si todas estas preguntas tienen siempre sentido, mucho más lo tienen cuando el resultado de estas investigaciones puede conducir de golpe (como de hecho sucedió) a la muerte de cientos de miles de personas.

Y, más allá de los planteamientos racionales que se puede hacer el científico, aún están los aspectos emocionales: los miedos, los orgullos propios o nacionales, las presiones del poder, las relaciones interpersonales…

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Niels Bohr (a la izquierda) y Werner Heisenberg (a la derecha). / © CERN i MÈTODE

Las intenciones

Frayn, filósofo de formación, ha dicho alguna vez sobre Copenhague que es una obra que trata de las intenciones. La autodefensa que siempre hizo Heisenberg de su actuación al frente del proyecto nazi que podía conducir a la construcción de la bomba atómica se centraba en que él había aceptado el encargo para tenerlo bajo control, para evitar que un día Hitler dispusiese de la bomba atómica (aquí también se plantea una pregunta colateral: ¿cómo sería la historia de Europa –o del mundo entero– si Hitler hubiese tenido tiempo de lanzar bombas atómicas?). Heisenberg afirmó que él no había tenido nunca «la intención» de llegar a construir la bomba y que temía que, si otro se hubiese puesto al frente del proyecto, quizá lo habría conseguido.

¿Pero quién puede conocer con certeza las intenciones de Heisenberg? Las intenciones no las vemos, tan solo las podemos deducir a partir de lo que hace o dice una persona determinada. Aquí Frayn hace otro paralelismo brillante: el mundo del átomo y sus subpartículas (protones, neutrones, electrones…) no lo hemos visto nunca y, a partir del principio de incertidumbre, sabemos que tampoco lo podremos ver nunca porque un fotón de luz es demasiado grande para las dimensiones de estas partículas y las altera. Todo lo que sabemos del átomo es una deducción de sus efectos (radiaciones, energía, comportamiento físico y químico…). Adivinamos cómo es sin verlo directamente… como pasa con las intenciones de las personas.

De hecho, aún más allá, surge una nueva pregunta: y nosotros, ¿estamos seguros de conocer las intenciones con las que hacemos una cosa, con las que tomamos una decisión? Cuando las miramos en perspectiva, cuando ya ha pasado un tiempo, podemos hacer, y hacemos, una narración lógica del porqué hicimos aquello o tomamos aquella decisión. Y nos gusta que quede bonito, con sentido, que dé la impresión de que todo liga, que está bien pensado y que dirigimos nuestra vida hacia donde decidimos libremente. Pero si somos sinceros y humildes reconoceremos que no todo está tan claro, que hay muchos condicionantes que nos influyen, que vamos hacia aquí sin tener nada claro que no deberíamos ir hacia allá, que el estado psicológico pesa, que el miedo, aunque no lo queramos reconocer, pesa, que hay muchos condicionantes y que son contradictorios…

¿Qué intención tenía realmente Heisenberg con respecto a la construcción de la bomba? ¿Quizá, simplemente, vivía al día, con el impulso siempre presente en todo buen científico de avanzar, de saber más, pensando que, si era preciso, ya se pararía? ¿Qué intención tenía al ir a ver a su antiguo maestro y amigo en Copenhague cuando estaban en bandos enfrentados por la guerra? ¿Quizá solo quería ayuda para aclararse? ¿E incluso el propio Bohr por qué, cuando más tarde huyó de Dinamarca, fue a Los Alamos a contribuir en el proyecto Manhattan que dirigía Oppenheimer y que sí que condujo a la construcción de la bomba atómica americana que destruiría Hiroshima y Nagasaki y sus habitantes?

Ironías de la historia de los vencidos y de los vencedores: el «malo» siempre ha sido Heisenberg, que nunca construyó ninguna bomba, mientras que Bohr está considerado un hombre bueno y respetable, a pesar de haber ayudado en las investigaciones que posibilitaron la fabricación de las dos únicas bombas atómicas que en la historia se han utilizado contra objetivos humanos. Sin embargo, evidentemente, se supone que la intención de Heisenberg era poner en manos de un dictador asesino y paranoico un arma de destrucción masiva, mientras que se supone que la intención de Bohr era ayudar a los aliados que se defendían de la agresión imperialista de dos naciones, Alemania y Japón, de regímenes autoritarios y fascistas.

La historia ha condenado a Heisenberg por las intenciones que se le supusieron y no por los hechos consumados, mientras que ha absuelto a Bohr a pesar de que hay hechos consumados en los que intervino. ¿Tiene que ser así? La pregunta está servida.

«La historia ha condenado a Heisenberg por las intenciones que se le supusieron y no por los hechos consumados, mientras que ha absuelto a Bohr a pesar de los hechos consumados en los que intervino»

El alma del universo

Hay una última cuestión, filosóficamente trascendente, que aparece al final de la obra y de la que probablemente Bohr y Heisenberg, en el momento del encuentro de 1941, no eran conscientes, pero que sí que tiene toda la validez plantearla con los conocimientos actuales. Es la posibilidad real que tiene el ser humano por primera vez en la historia, mediante el armamento nuclear acumulado en los diferentes países que poseen la bomba, de acabar con la vida de la propia humanidad. De toda la humanidad. Desde el final de la Guerra Fría es un tema que parece más lejano, pero es un hecho incuestionable que hay bastantes armas nucleares en el mundo como para acabar con todo rastro de inteligencia superior. ¡Qué ironía! La evolución de la materia, de los átomos y las moléculas, ha llevado a la vida y a la vida inteligente. A la aparición de un ser que es el primero, y que sepamos el único, que conoce de qué está hecha esta materia y cómo funciona. A un ser que piensa, que entiende, que sabe de la existencia de las galaxias y de los mecanismos de la transmisión de la vida. A un ser que es, de alguna manera, gracias a su inteligencia, el alma del universo. Y esta misma inteligencia le ha llevado a disponer de la capacidad de autodestruirse. Incluso, con menos dramatismo, con su acción, también consecuencia de los conocimientos científicos, sobre el planeta y sus límites: contaminación, cambio climático, peligros derivados del uso pacífico de la energía nuclear (recordemos Fukushima)…

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Margrethe Bohr (arriba) fue el único testigo de la conversación que mantuvieron su marido (en el medio) y Heisenberg (abajo) en otoño de 1941, cuando las relaciones entre los dos físicos ya se habían enfriado. / © CERN

Y en definitiva dependiendo de este instrumento tan fascinante y potente, pero también tan frágil y condicionado emocionalmente como es el cerebro humano. En la obra vemos a un Bohr y un Heisenberg extremadamente humanos, que dudan, que se aprecian y se temen, que están movidos por los sentimientos más elevados y los miedos más primitivos, bajo la mirada de Margrethe, que no entiende sus disquisiciones científicas pero ve con una claridad meridiana el lado humano de ambos, forjado por toda la experiencia vital que cargan a hombros: la muerte en accidente de navegación del hijo mayor de Bohr, que fue testigo impotente del accidente, la experiencia de los bombardeos y la destrucción de Alemania que Heisenberg vivió en su juventud…

Sin embargo, a pesar del dramatismo del tema, Frayn se apoya también en las debilidades más humanas (la vanidad, las rivalidades, las manías personales) para llenar la obra de situaciones de fina ironía inglesa que provocan a menudo la sonrisa del espectador y sirven para relajarlo del esfuerzo intelectual de seguir el texto. Además, construye la obra desde un punto de vista insólito: los tres personajes discuten sobre cómo fue el polémico encuentro desde una perspectiva única y de plena libertad: ya están muertos.

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Niels Bohr participó en Los Alamos en el proyecto Manhattan, que permitió desarrollar la bomba atómica. En el otro extremo, a Heisenberg siempre se le acusó de estar al frente del proyecto científico que podía haber desarrollado la misma arma para los nazis. En la imagen, bomba atómica sobre Nagasaki, el 9 de agosto de 1945. Tres días antes se había lanzado la primera sobre Hiroshima. / © Library of Congress Prints and Photographs Division Washington

Una obra de culto

El teatro científico es escaso. Y, en cambio, en este nuestro siglo xxi quizá aún no hemos sabido apreciar suficientemente el peso que el desarrollo de la ciencia tiene sobre nuestra vida e incluso sobre nuestros mecanismos mentales. Pero la cultura general que acostumbra a acompañar a los espectadores de teatro es básicamente, y sobre todo en los países latinos, una cultura humanística. El lenguaje técnico puede ser una barrera difícil de superar. Aun así hay ilustres y significativas excepciones: Los físicos de Dürrenmatt, el Galileo de Brecht o, más recientemente, la Arcadia de Tom Stoppard, o los intríngulis mentales de un matemático como el hindú Ramanujan. Pero probablemente nadie ha tenido por todo el mundo el éxito de público y de premios (el Tony a la mejor obra, entre otros) de Copenhague. El Estado Español era hasta hace poco una deshonrosa excepción. La versión castellana dirigida por Román Calleja pinchó notoriamente, pero la versión catalana que dirigió admirablemente Ramon Simó en el Teatro Nacional de Cataluña fue un éxito rotundo que agotó las localidades casi todos los días de representación de la pasada temporada. Llegó a todo tipo de público, pero la comunidad científica pudo disfrutar con el retrato de dos de los científicos más grandes del siglo xx, que vivieron unos años apasionantes para el desarrollo de la física moderna: los años veinte y treinta.

«Frayn pone sobre la mesa, o sobre el escenario en este caso, el tema de la responsabilidad de los científicos en las consecuencias derivadas de sus investigaciones»

La traducción de la obra representa un reto notable, dada la sutileza de las expresiones de Frayn, su esfuerzo constante por hacer inteligibles para un público general los temas que aparecen y los brillantes paralelismos entre teorías científicas y actitudes humanas. Pero es un placer para quien estima el teatro y la ciencia. Para quien sí que significa un reto considerable es para los actores que tienen que dar vida a unos científicos que hablan con toda naturalidad de conceptos altamente sofisticados que, de entrada, no les son nada familiares. La ayuda de un director que sí que domine el tema es esencial, como ha sucedido en el Teatro Nacional de Cataluña con el magnífico trabajo de Ramon Simó, un director con estudios superiores de filosofía y especialización en filosofía de la ciencia. El resultado fue absolutamente convincente o, por decirlo teatralmente, plenamente creíble, incluso a ojos de los espectadores del mundo científico. A pesar de todo, uno de los actores, de larga trayectoria profesional, confesó que era el texto más difícil al que nunca se había tenido que enfrentar.

Una obra especial, redonda, inteligente, humana y divertida que esperamos tenga más recorrido por los escenarios de los países de habla catalana. Se está trabajando en ello.

Quiero expresar mi reconocimiento a personas de las que he aprendido tanto alrededor de esta obra: los actores Lluís Soler, Mercè Pons y Àlex Casanovas, protagonistas de dos lecturas dramatizadas en el Parque Científico de Barcelona y en el Institut d'Estudis Catalans, y el director Ramon Simó y los actores Pere Arquillué, Lluís Marco y Rosa Renom, protagonistas ampliamente elogiados de las representaciones en el Teatro Nacional de Cataluña. Y también al Dr. Ramon Folch, inspirador de este artículo.

© Mètode 2011 - 71. La cara del dolor - Número 71. Otoño 2011

Director ejecutivo de Enantia (Parque Científico de Barce­lona). Traductor al catalán de Copenhaguen.

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