Introito: las etnociencias
«La naturaleza resulta demasiado complicada como para ser descrita y explicada de forma racional, por composición de mecanismos físicos elementales, y los conocimientos necesarios a la supervivencia adquirieron la forma de tradiciones y creencias, más o menos unidas a un código de carácter sagrado, indiscutible. Contenidos mentales no razonados e incluso fundamentalmente falsos pueden ser excelentes para sobrevivir» (Margalef, 1981). Estas palabras de Ramon Margalef (1919-2004), uno de los padres de la ecología, siempre me han parecido muy sensatas, de sentido común.
Y no era el único científico de altura que advertía sobre el error de menospreciar interpretaciones de la naturaleza que podían ser muy sensatas y útiles a pesar de no estar expresadas en términos científicos (véase Climent y Martín Cantarino, 2020). Richard P. Feynman (1918-1988), uno de los mayores físicos del s. XX, apuntaba –en una conferencia en el Galileo Symposium, en Italia, en 1964– que gran parte de la desconexión entre las ciencias y la sociedad provenía de la autosuficiencia de muchos científicos que solo sabían pontificar desde la displicencia, sin prestar atención a otras formas de explicar la naturaleza: «La razón por la cual nos tomamos [estas explicaciones] a risa es que confiamos tanto en nuestra visión del mundo que estamos seguros de que “los otros” no contribuirán en nada» (Feynman, 2004).
En este artículo se defiende que las etnociencias pueden ayudar a superar esta separación. Mientras que la etnografía centra el estudio en el registro de las prácticas culturales (cuáles se llevan a cabo, cuándo, cómo, dónde…), las etnociencias intentan interpretarlas desde el punto de vista científico; es decir, encontrar si existen fundamentos científicos (ecológicos, etológicos, fisiológicos, bioquímicos, climáticos, etc.) que expliquen su perdurabilidad. Por otra parte, el análisis de los fundamentos científicos de las antiguas ideas sobre la naturaleza (nombres, creencias, prácticas, costumbres…) puede participar en la solución de algunos de los retos actuales. Este sería el caso de la información contenida en hidrónimos, orónimos, fitónimos, tradiciones, mitos, fábulas, etc., que podrían ayudar a encontrar respuestas o información de interés científico.
El estudio de las ideas asentadas sobre una base empírica o inductiva puede generar preguntas de carácter científico (astronómico, matemático, fisiológico, bioquímico…), y eso también se daría en el pasado, cuando se estaban consolidando las sociedades y había que ofrecer respuestas teóricas, científicas, a los acuerdos culturales que aspiraban a transcender el simple utilitarismo. Este sería el caso, por ejemplo, de la astronomía y las matemáticas impulsadas desde el islam para ubicar la Meca desde cualquier punto de la Tierra y poder cumplir el precepto de rezar mirándola cinco veces al día.
Veamos algunos ejemplos relacionados con la hidrología.
El paradigma hidrológico antiguo
El lenguaje científico de la geología tiene una base cultural muy potente que proviene de creencias antiguas, que no por estar superadas carecen de sentido explicativo. Y, en consonancia, la etnogeología tiene a su alcance campos de estudio diversos, como por ejemplo las rocas, los minerales, las fuentes, las cuevas, los volcanes, los hidrónimos (Climent et al., 2011) y otros topónimos, los mitos, etc., sobre los que habría que hacer converger campos a menudo impermeables como por ejemplo la geología, la geografía, la etnografía, la lingüística comparativa, la cuentística, la paremiología, la antropología, las ingenierías y un largo etcétera.
En una de estas facetas, la etnohidrología de las fuentes, se tendría que intentar entender cuáles de las manifestaciones culturales relacionadas con las surgencias estaban basadas en el paradigma antiguo sobre la distribución y dinámica de las aguas. Así que empecemos por el principio, cuando no existía la idea del ciclo hidrológico tal como lo conocemos hoy en día.
En las mitologías de origen de nuestra cultura, la idea más extendida era la división en dos ámbitos acuosos: bajo la superficie terrestre, las aguas conectaban entre sí y con los océanos, y sobre el cielo había un tipo de mar contenido por una bóveda firme y rígida, el firmamento, capaz de evitar que se nos desplomara de golpe, y que solo ocasionalmente dejaba caer la lluvia. Este marco mental figura en escritos tan primitivos como el mesopotámico Enûma Elish o el Génesis (1:6-7) de la Biblia:
Y dijo Dios: «Exista un firmamento entre las aguas, que separe aguas de aguas». E hizo Dios el firmamento y separó las aguas de debajo del firmamento de las aguas de encima del firmamento. Y así fue.
Y en Génesis 2:6 dice: «[…] pero un manantial salía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo». Estos escritos reflejan la idea según la cual las fuentes se debían al ascenso de aguas inferiores, dulces o desaladas, que subían desde las capas internas de la Tierra –por capilaridad o por condensación en grutas– y se vertían en la superficie por unos agujeros o «ojos de la Tierra», donde «lloraban» las aguas dulces que formaban los ríos. Como diría fray Luis de Granada en su obra Guía de pecadores (1556): «¿Qué son los estanques y lagunas de aguas claras, sino unos como ojos de la tierra, o como espejos del cielo?».
Unos ríos que, al dirigirse al abismo marino, devolvían el agua que más tarde alimentaría de nuevo las fuentes, tal como apunta el libro sapiencial del Antiguo Testamento Cohèlet o Eclesiastés (1:7): «Todos los ríos se encaminan al mar, y el mar nunca se llena; pero siempre se encaminan los ríos al mismo sitio».
No eran solo mitologías y religiones las que operaban con este paradigma. Pensadores tan poco proclives a argumentar basándose en poderes sobrenaturales participaban de estas visiones: Tales de Mileto (s. vii a. C.), Platón (Fedón; s. V-IV a. C.), Aristóteles (Meteorologica; s. IV a. C.), Lucrecio (De rerum natura, libro i; s. I a. C.), Séneca (Naturales quaestiones, libro iii; s. I d. C.) y Plinio (Naturalis historiae, libro xxxi; s. I d. C.), y muchos otros participaban de las ideas de filtraciones ascendentes, cuevas de condensación y aguas marinas que subían desde el mar y nutrían las fuentes. Ideas que perdurarían hasta los siglos XVI-XVII en escritos de científicos de altísimo nivel, como por ejemplo Johannes Kepler (Strena seu de nive sexangula), Athanasius Kircher (Mundus subterraneum) o René Descartes (Principia philosophiae). Ideas más sensatas habían quedado, sin embargo, arrinconadas, como las del arquitecto romano Marcus Vitruvius (s. I a. C.), para quien las fuentes se nutrían de la fusión de la nieve.
En el siglo XVI se abrió un enfoque más científico gracias a Jacques Besson y a su obra L’art et science de trouver les eaux et fontaines cachées soubs terre (1569) y, sobre todo, a Bernard Palissy, que en un tipo de diálogo galileano entre «teoría» (ideas tradicionales) y «práctica» (comprobación, medición), en el Discours admirable de la nature des eaux et fontaines (1580), planteó los precedentes del ciclo hidrológico. Esta idea quedó aceptada en el s. XVII gracias a pruebas concluyentes como las aportadas por científicos como el astrónomo, geofísico, meteorólogo, físico, matemático Edmond Halley, amigo de Newton.
La idea de que las aguas se conectan bajo el mar, o que ascienden a las cuevas de agua, tiene reflejos en algunas creencias, leyendas y nomenclaturas encontradas en el Mediterráneo clásico, algunas de las cuales veremos a continuación. Pero empezaremos por un caso mucho más cercano, vinculado al mediodía valenciano.
Un ejemplo de pervivencia del paradigma antiguo
La suposición según la cual el ascenso del agua del mar a las grutas de las montañas origina las fuentes todavía perdura en retazos de memoria colectiva. De ello tenemos un ejemplo en el mediodía valenciano, en la comarca de L’Alacantí. Situémonos.
La sierra del Cabeçó d’Or es un macizo calcáreo con cuevas kársticas como la del Canelobre, denominada así por las numerosas estalactitas y estalagmitas que lo ornan. A los pies del Cabeçó, en la otra vertiente de las cuevas del Canelobre, está el pueblo de Aigües, rico en fuentes. Y a pocos kilómetros del mar se encuentra una cueva marina que penetra en dirección al Cabeçó, la cueva del Llop Marí.
Pues bien: aquel pensamiento arcaico que suponía conexiones ascensionales entre el agua marina y las fuentes y grutas húmedas ha pervivido a lo largo de milenios, como encontramos recogido en un reportaje de la revista El Teix, de la Colla Muntanyenca del Campello, publicado en 1984: «En el Campello dicen que su cueva del Llop Marí llega hasta el Cabeçó d’Or, comunicándose con otras que allí existen, como la del Canelobre».
La fuente Aretusa y las conexiones Siracusa-Esparta
El mismo paradigma que acogía las conexiones entre mar y fuentes de montaña servía para enlazar ríos y fuentes por debajo el mar. Estas ideas se recogían en mitos, a la vez que podían servir como coartadas explicativas para otros asuntos, incluso de carácter político. Este sería el caso del mito de Aretusa.
Según el mito, el río Alfeo, el más largo de la península del Peloponeso, donde está Esparta, disfrutaba de la protección del dios homónimo. Este se enamoró de una ninfa fluvial, Aretusa, la cual, esquiva, huyó a través de las corrientes subterráneas marinas hasta aflorar en Sicilia, en la isla de Ortigia. Alfeo la siguió y finalmente se fundieron en la fuente que llevaba el nombre de la ninfa. Y frente a la isla de Ortigia se fundó Siracusa, la capital oriental de Sicilia.
Así, la concepción hidrogeológica de la época se revela a través de un mito que, además, muestra los vínculos históricos entre la Sicilia oriental (la Magna Grecia) y el mundo helénico; y también serviría dos siglos más tarde para resignificar la alianza política entre Siracusa y Esparta, clave en la victoria de esta sobre Atenas durante la guerra del Peloponeso.
La fuente del Drac y las conexiones Alicante-Mallorca
Quizás podríamos interpretar de forma similar las conexiones nominales, veneracionales y políticas entre una cueva acuática de Mallorca y un manantial de agua dulce en Alicante. En el caso de la isla tendríamos, por un lado, una cueva llena de agua, la del Drac; por otro, un santuario, el de Lluc (lejos de la cueva, pero en la misma isla; junto a un bosque sagrado o lucus) erigido en el siglo XIII y protegido por los templarios. Este fue puesto bajo la advocación de la Mare de Déu de Lluc (nombre derivado de lucus), una virgen «moreneta» de las que tanto abundan en el Mediterráneo.
En el caso de Alicante, los componentes serían, por un lado, un manantial de agua dulce, la fuente o pozo del Drac, a las afueras de la ciudad, junto a la playa del Cocó o de Santa Anna1, en el barranco del Bonivern, entre los cerros del Benacantil y de Santa Anna (con una fuente en la otra vertiente, la Goteta). Por otro, una ermita erigida en el siglo XIII por unos templarios venidos de Mallorca, también puesta bajo la advocación de la Mare de Déu de Lluc. En la obra del deán Vicent Bendicho Crónica de la Muy Ilustre, Noble y Leal Ciudad de Alicante (1640) podemos leer: «Unos caballeros templarios que allá en el siglo XIII habitaron la mezquita que los árabes tuvieron en las cercanías del actual templo de San Nicolás, poseían como casa de recreo un edificio situado al E. de Alicante, en el borde de la playa de Santa Ana y sobre el pozo de agua dulce titulado del DRACH, abierto desde tiempos muy remotos casi a la orilla del mar».
¿Podrían estos paralelismos representar una alegoría de las relaciones de hermandad entre ambas tierras, metafóricamente vinculadas por el agua y por una ninfa protectora, la Mare de Déu de Lluc? Chi lo sa? Todo un reto para continuar investigando.
Ninfas, vírgenes y encantadas
Un caso particular de la etnohidrología sería el del estudio de las ninfas –en griego– y linfas (lumpae) –en latín– de la mitología clásica. Ninfas acuáticas protectoras del agua fresca, fuentes, pozos y riachuelos; mediterráneas nereidas, oceánidas y náyades, o fluviales potámides (Climent, 2016a, 2016b) representaban conceptos que se podían solapar siguiendo la concepción de que las aguas marinas y las terrestres, superficiales y subterráneas, formaban un sistema único, conectado2.
En general, habitan en estanques, torrentes, saltos de agua, fuentes, ojos o manantiales, pozas o grutas húmedas. En el País Valenciano protagonizan fábulas como la de la encantada de Rojales, vinculada al río Segura; o la del barranco de l’Encantà[da]3, que desemboca en el río Serpis o de Alcoi. En Cataluña encontramos dones d’aigua, goges, llufes o paitides, algunas de las cuales forman parte del imaginario colectivo, como Flordeneu, Liliana o Floridalba gracias a poemas como Canigó, de Verdaguer, u otros de Apel·les Mestres o de Caterina Albert. En otros territorios, se habla de daunes de ayga, en Occitania; mouras, en Galicia y Portugal; lamiak, en Euskadi; xanes, en Asturias; anjanas o mouzas de agua, en Cantabria.
También en el resto de Europa encontramos leyendas de doncellas vinculadas a fuentes donde se habían retirado después de sufrir algún infortunio y desde donde, a menudo, piden reparación; un tema protagonista en La fuente de la doncella (1960), de Ingmar Bergman.
Un buen ejemplo es Castalia, una ninfa que, perseguida por el promiscuo dios Apolo, se lanzó a la fuente que recibió su nombre. Como la fuente estaba a los pies del Parnaso, donde vivían las Musas, se consideraba que el agua «hablaba» e inspiraba cantos poéticos y proféticos. Los peregrinos que ascendían al Parnaso a solicitar un oráculo visitaban previamente Castalia, y se purificaban con su agua. Sobre la fuente, una inscripción rezaba: «Al buen peregrino le es suficiente una gota de agua; pero al malo, ni todo el océano podría lavarle la suciedad». También se consideraban oraculares la fuente de Aganipe, en la montaña próxima de Helicón, y, en el Parnaso, la de Hipocrene (del griego krene, “fuente”). Con este sufijo, cerca de Alicante existe una montaña, Fontcalent, que poéticamente se denominaba Thermocrenes.
Más tarde la función oracular de la cueva de Castalia fue transferida a una cueva próxima, bajo la protección de Apolo, dentro de la cual emanaban gases con propiedades psicotrópicas. El predominio inicial de mujeres sobre las fuentes y otras fuerzas de la naturaleza terrestre fue sustituido, pues, por divinidades masculinas, reflejo mitológico del progresivo predominio de las tribus indoeuropeas invasoras y de carácter patriarcal; y en la evolución de los mitos se puede ver que aquellas divinidades femeninas serán raptadas, seducidas, violadas, «casadas» por nuevos dioses masculinos que les usurpan las funciones y los dominios.
En todo caso, estas historias proponen buenos motivos, como vemos, para hacer etnociencias, por si hubiera relaciones entre la estructura geológica del terreno, la naturaleza química de los efluvios gaseosos, la activación neurotóxica y las propiedades asignadas mitológicamente a la fuente.
Otras perspectivas para las etnociencias
Hoy es normal tener figuras legales de protección de ambientes naturales (parque natural, paisaje protegido…). Un efecto parecido se conseguía antes asignando un estatus de sacralidad a un determinado espacio por haber sido la sede de un milagro o aparición (por ejemplo, la aparición de una virgen en una atocha o mata de esparto que dio origen al barrio de Atocha, en Madrid); por la presencia (viva o sepultada) de algún personaje virtuoso (como los morabitos del Magreb), por ser un lucus o bosque sagrado, etc.
Gracias a estos artificios culturales se conservaron muchos lugares de interés natural; en algunos casos, esta función se ha transferido a figuras de protección legal que han sustituido a las antiguas de carácter sagrado, como en el caso de la Font Roja, en Alcoi (Climent, 2016c; Climent, 2016d).
Quizás por eso, un campo donde podrían destacar las etnociencias sería el de la colaboración en la protección de los espacios naturales, en la dignificación de prácticas culturales que cooperan con los elementos de carácter legal, administrativo o social que, aislados del contexto cultural, quedan expuestos a ser considerados solo una imposición política y entonces susceptibles del rechazo popular.
Nuevos retos y perspectivas para nuevas disciplinas, las etnociencias.
Notas
1. Sobre el nombre del cerro de Santa Anna: como en árabe, anna o aina significan «ojo» o fuente”, ¿podría ser que el topónimo alusivo a las mujeres protectoras de las fuentes sea el de Santa Ana («fuente santa»)? Muchas fuentes tienen, al lado, ermitas de Santa Ana; y, al revés, si hay ermitas de Santa Ana, probablemente habrá alguna fuente muy cerca. Ejemplos de ello serían la fuente de Santa Anna, en Barcelona; el barrio de Santa Anna, en Cullera; el pozo de Santa Anna, en Muro; las partidas de Santa Anna, en Guardamar del Segura, o Santana, de Elche; la ermita de Santa Anna en Benissa; y en Alicante, edificada el 1427 en lo alto del cerro de Santa Anna (o del Molinet) a los pies del cual manaba la Goteta, pequeña fuente que había nutrido de agua la madina alicantina del Benacantil durante la época musulmana.(Volver al texto)
2. Existen muchas fuentes con nombres femeninos, acabados en -e (en griego) o en -a (en latín). En Italia, por ejemplo, están las de Egeria, Iuturna, Bandusia, Albula (origen del río Tevere o Tíber), Allia (donde nace el río homónimo, afluente del Tíber) o Albunea (origen del Teverone, otro afluente del Tíber). (Volver al texto)
3. Existen dudas sobre si los topónimos que contienen el étimo -cant corresponden más bien a “piedra” que a “fuente”; como en el caso de la Roca Encantà, de La Vila Joiosa. (Volver al texto)
Referencias
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Climent, D. (2016c, 14 de maig). I la mare de Déu es va aparèixer en un lliri. Diari La Veu. https://www.diarilaveu.com/veu/48816/i-la-mare-de-deu-es-va-apareixer-en-un-lliri
Climent, D. (2016d, 21 de maig). I la Mare de Déu es va aparèixer en un (altre) lliri. Diari La Veu. https://www.diarilaveu.com/veu/48820/i-la-mare-de-deu-es-va-apareixer-en-un-altre-lliri-2
Climent, D., & Martín Cantarino, C. (2020). Biologia i religió (II). Ecologia. Saó. https://revistasao.cat/biologia-i-religio-ii-ecologia/
Climent, D., Climent, J., & Climent, D. (2011). Els ulls de la Terra. Mètode, 68, 34–42. https://metode.cat/revistes-metode/article/els-ulls-de-la-terra.html
Feynman, R. P. (2004). Cuál es y cuál debería ser el papel de la cultura científica en la sociedad moderna. En R. P. Feynman, El placer de descubrir (p. 90). Editorial Crítica.
Margalef, R. (1981). Ecología. Editorial Planeta.