¿Puede la teología ser una ciencia?

Una reflexión epistemológica

https://doi.org/10.7203/metode.12.16612

Martín de Cervera. Lliçó de teologia a la Universitat de Salamanca, amb alumnes de diversos ordes religiosos, 1614. Oli, portes de l’armari del depòsit de manuscrits de la Biblioteca Universitària.

Las instituciones académicas han eliminado muchas disciplinas de rigurosidad dudosa, pero la teología no está entre ellas y se sigue enseñando en universidades respetables. Este artículo defiende que la teología no merece tal trato especial. Durante mucho tiempo ha fingido ser una ciencia, pero nunca puede serlo porque, en última instancia, se basa en la fe y la autoridad, dos principios contrarios al método científico. La teología natural apela a la evidencia y la razón, pero también falla en estos esfuerzos. Los teólogos contemporáneos admiten que su disciplina no es una ciencia per se, pero siguen legitimando su búsqueda de significado. También hay razones para dudar de esto, puesto que no es necesario apelar a lo sobrenatural para encontrar el sentido de las cosas.

Palabras clave: teología, ciencia, fe, razón, evidencia.

Introducción

No cabe duda de que, en los últimos tres siglos, la ciencia ha hecho progresos asombrosos. Como Steven Pinker describe en En defensa de la Ilustración, el nivel de alfabetización científica ha aumentado exponencialmente desde el siglo XVIII, y esto debería ser motivo de celebración, especialmente porque un mayor conocimiento científico afecta también a otras áreas de mejora:

[…] algunas de las sendas causales reivindican los valores de la Ilustración. ¡Cambian tantas cosas cuando recibes una educación! Desaprendes supersticiones peligrosas, como que los líderes gobiernan por derecho divino o que las personas que no se parecen a ti no llegan a ser humanas. Aprendes que existen otras culturas tan aferradas a sus maneras de vivir como tú a las tuyas, y que sus razones no son mejores ni peores. Aprendes que los salvadores carismáticos han conducido a sus países al desastre. Aprendes que tus propias convicciones, por muy sinceras o populares que sean, pueden estar equivocadas. (Pinker, 2018, p. 235)

Para aprender algunas de estas cosas, era necesario desaprender otras. Había que abandonar la creencia en brujas que volaban en escobas. Lo mismo se podía decir de la idea de que los metales podían transmutarse en oro. La ciencia se lleva mal con la superstición y, sobre todo, el avance del conocimiento científico implica el retroceso de ideas erróneas, muy abundantes en el mundo mágico-religioso, tan propenso a la fantasía. Por esa misma razón, la mayoría de países occidentales se están apresurando a exigir que se eliminen las ideas supersticiosas de la formación universitaria. Si una facultad de medicina propusiera dar un curso sobre cómo introducir agujas por todo el cuerpo ayuda a drenar una energía cósmica misteriosa (y, por tanto, a curar enfermedades), sería ridiculizada. De igual manera, si a un miembro de una institución de educación superior se le ocurre enseñar que la posición de las estrellas afecta de alguna forma al destino de la gente, sería reprobado contundentemente. Todos estos son ejemplos de creencias falsas o no falsables que sencillamente no tienen cabida en la ciencia.

Sin embargo, al mismo tiempo, la mayoría de universidades occidentales incluyen creencias falsas (o, con mayor frecuencia, no falsables) que parecen tener vía libre. Si alguien enseña sobre el Big Foot o las «energías cósmicas», se arriesga a ser ridiculizado. Pero si enseña sobre el Anticristo, la Trinidad o el Cielo y el Infierno, de alguna manera puede mantener su respetabilidad académica.

«La mayoría de países occidentales se están apresurando a exigir que se eliminen las ideas supersticiosas de la formación universitaria»

Este es el tipo de conceptos que pretende estudiar la disciplina de la teología. En términos epistemológicos, no son muy diferentes de lo que defienden la acupuntura, la criptozoología o la astrología. No obstante, al revés que estas disciplinas dudosas, la teología disfruta de un cierto privilegio en el mundo académico occidental.

Los teólogos se han negado a abandonar este privilegio desde hace mucho tiempo y a menudo se esfuerzan en mantener el statu quo, como si la teología estuviera al mismo nivel que la ciencia hasta el punto incluso de ser una. Tomemos, por ejemplo, estas palabras del renombrado teólogo Thomas Torrance (1972):

Todo lo que somos hoy nos dice que vivimos en un mundo dominado cada vez más por la ciencia empírica y teórica. Este es un mundo en el que la Iglesia vive y proclama su mensaje sobre Jesucristo […]. La ciencia es un deber religioso, mientras que al hombre como científico se le puede considerar el sacerdote de la creación, cuya labor es interpretar los libros de la naturaleza, entender el universo y sus maravillosas estructuras y armonías y articular todo ello para que pueda cumplir su verdadero fin como vasto teatro de gloria en el que se adora y alaba al creador. (Torrance, 1972)

Naturalmente, según Torrance, el científico y el teólogo pueden ser la misma entidad, por lo que las facultades de teología tendrían que seguir estando presentes en las universidades, como es el caso en instituciones tan respetables como Cambridge, Harvard u Oxford.

Es necesario cuestionar esta idea. Los científicos han de presentar objeciones no solo a la parapsicología o al feng shui, sino también a la propia teología. Durante demasiado tiempo, se ha considerado a la teología como regina scientiarum, la reina de las ciencias (Huttinga, 2014). Ha llegado el momento de hacerla retroceder y dejar claro no solo que no es la reina de ninguna ciencia, sino que no es siquiera una ciencia; de hecho, sus afirmaciones, en palabras de Jorge Luis Borges, están a la par con las de la literatura fantástica.

El problema de la teología dogmática

Debemos dejar claro desde el principio qué es la teología y qué no. La teología no es solo el estudio de la religión. Si los académicos quieren estudiar los fenómenos religiosos, pueden hacerlo legítimamente utilizando las herramientas de la sociología, la psicología e incluso la neurociencia, y lo mismo ocurre con la historia de la religión. Esos objetivos son perfectamente legítimos. Los departamentos de estudios religiosos de las universidades no tienen por qué desaparecer, solo han de hacerlo los departamentos de teología.

La comparación con la astrología es pertinente en este caso: ¿vale la pena estudiar la historia y la astrología en términos científicos? Por supuesto. Investigar cómo han afectado las ideas astrológicas a la política y la vida cotidiana de los habitantes de Babilonia, Persia, Egipto, Grecia y demás civilizaciones amplía nuestro conocimiento historiográfico sobre ellas. Pero en el momento en que cualquiera de esos estudios da por sentado que la posición de las estrellas tiene un impacto real en el comportamiento, deja de ser científico.

Copia de la Alegoría de la teología, de Rafael, en la Stanza della Segnatura (palacio del Vaticano, Roma, 1508-1509), realizada por Cesare Mariannecci en 1864 (acuarela, 35,6 × 35,5 cm)./ National Gallery, 1993

Los estudios religiosos pueden preservar su cientifismo siempre que se inserten en el «secularismo metodológico» (Henderson, 2008). No se puede estudiar científicamente, por ejemplo, una sesión de espiritismo aceptando que un fantasma ha poseído al médium. De igual manera, los académicos de estudios religiosos deben aproximarse a su materia manteniendo una perspectiva completamente secular. Pueden estudiar cómo se relacionan las personas con su idea de Dios, pero no deben asumir que Dios, como ser real, tiene algo que ver con ello.

La teología pretende ser el «estudio de Dios». No dice estudiar cómo imaginan a Dios las personas (de nuevo un enfoque muy legítimo), sino cómo es Dios en realidad. Para cualquiera con un mínimo de inclinación científica, esto debería plantear ciertas dificultades. ¿Cómo es posible estudiar una entidad así? Por definición, Dios es imperceptible. ¿Cómo puede alguien pretender estudiar algo que nunca nadie ha visto, oído, tocado u olido? El filósofo Antony Flew abordó esta cuestión mediante la famosa historia de dos exploradores que intentan encontrar a un jardinero invisible que no puede ser percibido por medio alguno. Un explorador se acaba dando por vencido y pregunta: «¿En qué se diferencia lo que tú dices que es un jardinero invisible, intangible y eternamente esquivo de cualquier jardinero imaginario o incluso de que no exista un jardinero en absoluto?» (Flew, 2000).

Tradicionalmente, los teólogos aceptan que no hay ninguna manera significativa de percibir a Dios. Pero su argumento es que es necesario aceptar algunos dogmas de fe para, basándose en ellos, dar sentido y racionalizar lo que la religión nos enseña. Así, según el teólogo san Anselmo de Canterbury, la teología es fides quaerens intellectum, fe en busca del intelecto (Adams, 1992). Los teólogos reconocen que ningún experimento puede determinar en ningún caso si el Espíritu Santo proviene solo del Padre. Pero afirman que, aceptando la revelación divina, se pueden organizar estas doctrinas sistemáticamente, y que esa es la labor de la teología como ciencia.

Los teólogos juegan con las palabras. Es importante recordar las diferencias entre disciplinas científicas legítimas, como la biología y la astronomía, y otras espurias, como la teología. Ninguna ciencia puede aceptar una premisa solo en base a una autoridad. Sabemos cómo trabaja la evolución no simplemente porque lo dijera Darwin, sino porque cualquier persona que estudie las pruebas anatómicas, genéticas y biogeográficas puede llegar a la misma conclusión.

Con la teología, es diferente. ¿Cómo podemos saber si la doctrina de la Trinidad es correcta o no? No hay nada observable en el mundo que nos permita resolver ese debate. Se ha vertido mucha tinta (y, por desgracia, sangre) discutiendo esta cuestión (desde el arrianismo del siglo IV), y los teólogos han utilizado argumentos muy complejos y un vocabulario muy imaginativo (como la discusión sobre el homousismo). Pero en última instancia, no se puede defender ninguna opción con afirmaciones verificadas de forma independiente; al final dependen de la autoridad de unas escrituras antiguas.

«Los departamentos de estudios religiosos de las universidades no tienen por qué desaparecer, solo los departamentos de teología»

La base misma de la teología es el dogma. Ninguna ciencia puede confiar nunca en un dogma. Es cierto que la ciencia depende de los axiomas, y estos son suposiciones no probadas. Pero los axiomas son, por definición, obvios. Los dogmas de la teología, ya sea la salvación de Cristo o la Inmaculada Concepción de María, no lo son en absoluto. Los estudios teológicos se basan en la fe; como el propio san Anselmo dijo, la teología solo racionaliza lo que primero se acepta en términos de fe. Tal cosa no es posible en la ciencia. Los científicos no pueden aceptar nada sobre la base de la fe, hace falta verificar y contrastar con la experiencia cada afirmación.

La ciencia da razones por las que se debe aceptar una respuesta antes que otra. Al final, la diferencia la marcan la experimentación y los datos empíricos. La teología no puede ofrecer tal cosa. ¿Por qué tendríamos que aceptar que el Papa es el vicario de Cristo en la Tierra, en lugar del Patriarca de Constantinopla? ¿Por qué tenemos que aceptar que la Biblia, y no el Corán, es la palabra revelada de Dios? Sea cual sea la respuesta, para tomarla en serio, debe basarse en un fundamento que no se limite a apelar a la autoridad y a la fe. De lo contrario, cualquiera puede afirmar lo que quiera, apelando a su propia fe.

Esto conduce a una extraña situación en la que, al carecer de una sólida evidencia empírica con la que contrastar las afirmaciones, todo vale. Y, por lo tanto, conduce al relativismo. La mayoría de teólogos adoptan una postura combativa frente al relativismo (Edwards et al., 1995), pero es profundamente irónico que, una vez que aceptamos algo basándonos solo en la fe o la autoridad, el relativismo es la conclusión lógica (Nielsen, 1967). La ciencia no necesita enfrentarse a ese problema: para la ciencia, la evidencia es suficiente para decirnos que una afirmación X sobre el mundo es correcta y que otra Y no lo es.

Los teólogos pueden tener cierta respetabilidad académica, puesto que sus tratados están muy sistematizados y presentan doctrinas consistentes, pero, una vez más, la ciencia es mucho más que eso. Un corpus de conocimiento puede ser muy sistemático y coherente y, aun así, ser falso. Los mitos griegos son muy detallados y muchos poetas y dramaturgos clásicos se esforzaron en organizar miles de relatos, pero esto no significa de ninguna manera que Zeus sea real. Por eso, como he dicho anteriormente, Borges no se equivocaba cuando decía que la teología era un tipo de literatura fantástica; podríamos añadir que la teología está, de hecho, más cerca de ese género que de la ciencia.

El problema de la teología natural

Algunos teólogos son conscientes de los problemas que hemos mencionado y asumen tácitamente que la fe y la autoridad no pueden ser los únicos fundamentos del discurso sobre Dios. Sin embargo, no están preparados para abandonar la consideración de la teología como ciencia. Simplemente creen que, confiando exclusivamente en la evidencia empírica y el razonamiento, uno debe llegar a la conclusión de que Dios existe y es el creador del universo (Craig y Moreland, 2012).

Este enfoque, conocido como «teología natural», es diferente de la teología convencional, en el sentido de que no apela a la fe, la revelación o la autoridad, sino a la naturaleza. En palabras del apóstol san Pablo: «Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad; porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó» (Romanos 1:18-19). En otras palabras, utilizando sus facultades cognitivas, cualquier ser humano puede apreciar el trabajo de Dios en la Tierra.

En su conjunto, este enfoque era el más común en la historia temprana de la teología. Pero hacia la Edad Media, los teólogos estaban empeñados en apelar a la naturaleza, y ahora basan parte de su discurso exclusivamente en la razón y la evidencia, sin recurrir a la fe. Este enfoque es el preferido por aquellos teólogos que insisten en que la teología puede ser una ciencia en sí misma.

La teología natural, por lo tanto, tiene que ver sobre todo con los intentos de demostrar la existencia de Dios. Ha habido muchos intentos pero, en general, se pueden reducir a cuatro. Primero, el argumento ontológico (Malcolm, 1960), formulado por san Anselmo de Canterbury, que postula que la idea misma de Dios implica su existencia, porque, por definición, Dios es «aquello mayor que lo cual nada puede ser concebido». Si el concepto de Dios representa en sí mismo el más alto grado de perfección, entonces Él existe necesariamente, porque, de lo contrario, no sería perfecto, lo cual contradice la misma definición de la que partimos.

Es cierto que este argumento es muy intrigante, pero difícilmente demuestra la existencia de Dios. Se puede incluso reducir al absurdo, como hizo Gaunilo de Marmoutiers, contemporáneo de san Anselmo. Pensemos en una isla perfecta y concluyamos, por tanto, que tal isla debe existir; pero eso es absurdo porque sabemos que tal isla no existe. Lo mismo se puede decir del intento de san Anselmo de probar la existencia de Dios por definición. Ha habido algunas respuestas al argumento de Gaunilo, pero Kant puso el último clavo en el ataúd de la propuesta al probar que san Anselmo solo estaba jugando con las palabras, puesto que la existencia no es un predicado (Hintikka, 1981).

Miguel Ángel. La creación de Adán, 1510. Fresco de la Capilla Sixtina, 570 × 280 cm./ Musei Vaticani

Sea como fuere, los teólogos nunca han apoyado mucho el argumento ontológico, así que pasemos al segundo grupo de propuestas que habitualmente defienden los teólogos naturales, el argumento cosmológico (Koons, 1997). Se resume de la siguiente manera: todo tiene una causa y el mundo es una gran cadena de sucesos causales, pero esta cadena causal no puede continuar ad infinitum; en algún momento esta cadena acaba en un agente causal que en sí mismo no tiene causa: un «primer motor inmóvil», en términos aristotélicos. Esa entidad sería Dios.

Los críticos llevan mucho tiempo restando credibilidad a este argumento. Uno podría preguntarse: si Dios es la causa de todo, ¿quién causó a Dios? (Dawkins, 2016). ¿Por qué hemos de aceptar que la cadena causal se interrumpe arbitrariamente con Dios? Más recientemente, los cimientos de la física cuántica podrían sembrar dudas incluso acerca de la premisa de que todo tiene una causa (Oppy, 2010). Pero incluso si existe un primer motor inmóvil, eso no prueba la existencia de Dios. Ese motor inmóvil no tiene por qué ser omnisciente, omnipresente, omnipotente y todos los demás atributos que los teólogos asignan tradicionalmente a Dios. De hecho, como argumentó David Hume, el primer motor inmóvil no sería necesariamente una entidad; bien podría tratarse de un comité de entidades (Pruss, 1998).

El tercer grupo, lo que se conoce como el «argumento teleológico», es probablemente el más popular entre los teólogos naturales (Betty y Cordell, 1987). La explicación es la que sigue: al observar el mundo, debemos concluir que existe un propósito (telos) y que hay orden y un diseño, por lo que tiene que existir un creador cósmico, es decir, Dios. Una forma particularmente popular de este argumento es la formulación del teólogo William Paley, que apela a las analogías: si observamos la complejidad de un reloj, nos vemos obligados a concluir que ha sido fabricado por un relojero; de igual forma, si observamos la complejidad del universo, debemos concluir que tiene que haber un creador.

Paley se centró en la complejidad de los organismos, y, antes de su viaje en el Beagle, incluso Darwin quedó impresionado por este argumento. Pero el gran logro de Darwin fue precisamente el de entender cómo puede la vida dar la impresión de ser diseñada sin tener realmente un creador; es decir, la selección natural (Dawkins, 1996).

El argumento teleológico se ha intentado utilizar más recientemente en la física, apelando a lo que se conoce como el «principio antrópico» (Craig, 2003). Según este principio, si cualquiera de las constantes del universo se viera ligeramente alterada, la especie humana no habría aparecido. De nuevo, este argumento es muy problemático. Su principal debilidad es que cae en lo que se conoce como la «falacia del francotirador», ejemplificada con un hombre que «dispara un arma varias veces contra el lateral de un granero y luego dibuja una diana alrededor del mayor grupo de agujeros» (Bebbington, 2011). Quienes defienden la existencia de Dios apoyándose en el principio antrópico cometen el mismo error de asumir que somos especiales y construyen una teoría causal alrededor de este dato, cuando bien podría ser que nosotros nos hayamos adaptado al universo, y no al revés.

El cuarto tipo de argumento apela a la moralidad (Adams, 1979). A algunos teólogos naturales les gusta mucho la máxima de Iván Karamázov: «Si Dios no existe, todo está permitido». Según este argumento, podemos ver moralidad en el mundo. Pero para que haya moralidad, tiene que existir un legislador trascendente, y ese es Dios.

De nuevo, la teoría evolutiva presenta un enorme problema para este argumento. El altruismo existe en la naturaleza, pero no es necesario recurrir a seres trascendentales para explicarlo. Hay mecanismos, como la selección de parentesco, el altruismo recíproco e incluso la reputación por éxito reproductivo que cada vez explican mejor la existencia de moralidad en el mundo sin necesidad de apelar a Dios (Trivers, 1971).

«Los tratados teológicos están muy sistematizados y presentan doctrinas consistentes, pero un corpus de conocimiento puede ser muy sistemático y coherente y, aun así, ser falso»

Incluso si cualquiera de estos argumentos resultara tener éxito, los teólogos naturales que sigan empeñados en probar la existencia de Dios todavía tendrán que enfrentarse a un gran problema. Si Dios es omnipotente y bueno, ¿cómo puede existir el mal en el mundo? Esto es lo que se conoce como el «problema del mal», formulado de manera elocuente por Hume en términos epicúreos: «¿[Dios] quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no quiere hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y quiere hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal?» (Solon y Wetz, 1969).

Los teólogos llevan mucho tiempo tratando de sortear este problema, pero nunca lo han conseguido de manera satisfactoria. La afirmación más frecuente es que Dios permite el mal para preservar el libre albedrío de los seres humanos. J. L. Mackie (1955) objetó que para Dios es perfectamente posible crear un mundo en el que los agentes libres siempre hacen el bien. Otros teólogos afirman que Dios permite el mal solo como el medio para un bien mayor, aunque no podamos entender en qué consiste ese bien mayor (Rowe, 1979). En última instancia, esto apela al misterio y nos lleva de vuelta a la idea de que es necesario aceptar algunas cosas por fe. Esto difícilmente se puede considerar científico.

Conclusión

La teología basada en el dogma no puede ser científica de ninguna manera y, por su propia naturaleza, se opone a la ciencia, puesto que esta exhorta a aceptar cuestiones basándose en la razón y la evidencia, mientras que el dogma exhorta a aceptarlas basándose en la fe y la autoridad.

La teología natural está más cerca de la ciencia, en el sentido de que sí apela a la razón y la evidencia. No obstante, no puede ser una disciplina científica porque fracasa en su esfuerzo de probar la existencia de Dios. Sin embargo, podemos ser más benévolos con la teología natural y aceptar que, en tanto que todavía no se ha decidido si Dios existe, la teología natural todavía podría tener un espacio legítimo en las universidades, junto con el debate acerca de hipótesis tentativas, pero no totalmente aceptadas en los cursos. Pero es importante no perder de vista que esto se aplicaría exclusivamente a la teología natural. Cualquier discusión sobre dogmas religiosos específicos, como el de Mahoma como sello de los profetas, Israel como el pueblo elegido o la gracia salvadora de Cristo, no tienen cabida en las universidades modernas, porque en última instancia se basan en la fe y la autoridad.

Algunos teólogos más recientes han renunciado a defender el estatus científico de la teología, pero siguen queriendo que ocupe un lugar epistemológico privilegiado. Tomemos, por ejemplo, el enfoque de Alister McGrath (2011, p. 6): «La ciencia y la teología se hacen preguntas distintas: en el caso de la ciencia, la cuestión es cómo ocurren las cosas: ¿mediante qué proceso? En el caso de la teología, la cuestión es por qué ocurren: ¿con qué objetivo?» Incluso algunos ateos parecen estar de acuerdo con este enfoque. Este es el caso de los MANS (magisterios que no se superponen) de Stephen Jay Gould:

La ciencia intenta documentar el carácter fáctico del mundo natural y desarrollar teorías que coordinen y expliquen estos hechos. La religión, por otro lado, opera en el reino de los propósitos, significados y valores humanos, igualmente importantes pero completamente diferentes; el dominio fáctico de la ciencia puede iluminar estos objetos, pero nunca resolverlos. (Gould, 1999, p. 5)

Sin duda, esto es una mejora, pero el problema de fondo sigue existiendo. Probablemente los teólogos nunca estarán satisfechos hablando solo de significado; probablemente también quieran hablar de cosas que sí se superponen con la ciencia, como los milagros. Pero incluso si la teología se limitara solo a hablar sobre significado, cuesta creer que sea necesario recurrir a Dios para llenar ese hueco. Seguro que es posible encontrar significado sin necesidad de recurrir a lo sobrenatural, y la neurociencia podría incluso llegar a enseñarnos a alcanzar estados mentales concretos con los que sentirnos satisfechos y encontrar significado (Thagard, 2010). Por lo tanto, ni siquiera está claro que la ciencia no pueda ocuparse de esta búsqueda de significado.

Si la descripción de Pinker del progreso humano en el conocimiento continúa, a la teología le espera un futuro sombrío. La astrología, la alquimia, la homeopatía, la videncia y muchas otras disciplinas han sido excluidas de la vida académica y han ido perdiendo espacio en la vida moderna. Es necesario llegar a la conclusión de que la teología es solo una más en esta lista de disciplinas dudosas y su respetabilidad académica debería finalmente ser revocada.

Referencias

Adams, M. M. (1992). Fides quaerens intellectum: St. Anselm’s method in philosophical theology. Faith and Philosophy, 9(4), 409–435. https://doi.org/10.5840/faithphil19929434

Adams, R. M. (1979). Moral arguments for theistic belief. En C. F. Delaney (Ed.), Rationality and religious belief (pp. 116–140). University of Notre Dame Press

Bebbington, D. (2011). The Texas sharpshooter fallacy. Think, 10(27), 71–72. https://doi.org/10.1017/S1477175610000412

Betty, L. S., & Cordell, B. (1987). God and modern science: New life for the teleological argument. International Philosophical Quarterly, 27(4), 409–435.

Craig, W. L. (2003). Design and the anthropic fine-tuning of the Universe. En N. A. Manson (Ed.), God and design: The teleological argument and modern science (pp. 170–192). Routledge.

Craig, W. L., & Moreland, J. P. (Eds.). (2012). The Black­well companion to natural theology (vol. 49). John Wiley & Sons. https://doi.org/10.1002/9781444308334

Dawkins, R. (1996). The blind watchmaker: Why the evidence of evolution reveals a universe without design. W. W. Norton & Company.

Dawkins, R. (2016). The god delusion. Random House.

Edwards, D., Ashmore, M., & Potter, J. (1995). ­Death and furniture: The rhetoric, politics and theology of bottom line arguments against relativism. History of the Human Sciences, 8(2), 25–49. https://doi.org/10.1177/095269519500800202

Flew, A. (2000). Theology and falsification. Philosophy Now, 29. https://philosophynow.org/issues/29/Theology_and_Falsification_A_Golden_Jubilee_Celebration

Gould, S. J. (1999). Rocks of ages: Science and religion in the fullness of life. Ballantine.

Henderson, D. E. (2008). Implementing methodological secularism: The teaching and practice of science in contentious times. En A. Keysar & B. A. Kosmin (Eds.), Secularism & science in the 21st century (pp. 105–116). Institute for the Study of Secularism in Society and Culture.

Hintikka, J. (1981). Kant on existence, predication, and the ontological argument. Dialectica, 35(1), 127–146.

Huttinga, W. (2014). ‘Marie Antoinette’or Mystical Depth?: Herman Bavinck on Theology as Queen of the Sciences. En J. Eglinton & G. Harinck (Eds.), Neo-Calvinism and the French revolution (pp. 143–154). Bloomsbury T&T Clark. http://doi.org/10.5040/9780567662415.0014

Koons, R. C. (1997). A new look at the cosmological argument. American Philosophical Quarterly, 34(2), 193–211.

Mackie, J. L. (1955). Evil and omnipotence. Mind, 64(254), 200–212. https://doi.org/10.1093/mind/LXIV.254.200

Malcolm, N. (1960). Anselm’s ontological arguments. The Philosophical Review, 69(1), 41–62. https://doi.org/10.2307/2182266

McGrath, A. E. (2011). Surprised by meaning: Science, faith, and how we make sense of things. Westminster John Knox Press.

Nielsen, K. (1967). Wittgensteinian fideism. Philosophy, 42(161), 191–209. https://doi.org/10.1017/S0031819100001285

Oppy, G. (2010). Uncaused beginnings. Faith and Philosophy, 27(1), 61–71. https://doi.org/10.5840/faithphil20102714

Pinker, S. (2018). Enlightenment now: The case for reason, science, humanism, and progress. Penguin.

Pruss, A. R. (1998). The Hume-Edwards principle and the cosmological argument. International Journal for Philosophy of Religion, 43(3), 149–165.

Rowe, W. L. (1979). The problem of evil and some varieties of atheism. American Philosophical Quarterly, 16(4), 335–341.

Solon, T. P. M., & Wertz, S. K. (1969). Hume’s argument from evil. The Personalist, 50(3), 383–392. https://doi.org/10.1111/j.1468-0114.1969.tb08798.x

Thagard, P. (2010). The brain and the meaning of life. Princeton University Press.

Torrance, T. F. (1972). Newton, Einstein and scientific theology. Religious Studies, 8(3), 233–250. https://doi.org/10.1017/S0034412500005904

Trivers, R. L. (1971). The evolution of reciprocal altruism. The Quarterly Review of Biology, 46(1), 35–57. https://doi.org/10.1086/406755

© Mètode 2021 - 110. Crisis climática - Volumen 3 (2021)
Sociólogo y doctor en Ciencias Humanas. Profesor ayudante en la Facultad de Medicina de la Universidad de Ajman (Emiratos Árabes Unidos). Su principal área de investigación es la ética y la psicología en el contexto médico, así como el análisis de fenómenos culturales desde una perspectiva psicológica y filosófica. Es el autor de los libros La Biblia ¡vaya timo! (2018), El islam ¡vaya timo! (2016) y La teología ¡vaya timo! (2014), todos de la editorial Laetoli.