Las particularidades de una molécula corriente

Las especies reactivas del oxígeno

Durante el siglo XVI, en los palacios de los nobles y los monarcas de Occidente empezaron a proliferar una serie de salas muy particulares. En estas, expuestos de forma caótica y desordenada, se mostraban a los visitantes objetos traídos de territorios lejanos y exóticos. Estos espacios eran los conocidos como «gabinetes de curiosidades».

Era una época de intensa exploración, en que cada expedición traía de vuelta maravillas de la naturaleza desconocidas hasta el momento para los europeos, prodigios que se iban almacenando en estas salas. De esta forma, armadillos disecados se alternaban en los expositores con azufre cristalizado –de un color amarillo intenso–, al tiempo que el grabado de un nautilo compartía espacio con el caparazón de cangrejos de un metro de ancho. Al empezar a explorarlo, las sorpresas empezaron a brotar de un mundo aparentemente familiar.

Algo pareciendo sucede con la molécula de oxígeno. Desde el colegio, todos conocemos qué es este compuesto. En mayor o menor medida, todos hemos estudiado que es uno de los principales componentes del aire que inhalamos, que lo consumimos durante la respiración y que son los organismos fotosintéticos los encargados de restituirlo a la atmósfera. Hasta aquí, nada extraordinario.

Quizás nos resulte más desconocido su origen en nuestro planeta: originalmente la atmósfera no contenía tal cantidad de oxígeno, sino que este es en su mayor parte de origen biológico. De hecho, los primeros 2.000 millones de años de vida en la Tierra (aproximadamente) transcurrieron en ausencia de este compuesto. Fue a través de la fotosíntesis oxigénica (llevada a cabo por cianobacterias y, posteriormente, por plantas y algas) que el oxígeno fue acumulándose hasta llegar a las concentraciones que podemos encontrar hoy en día.

Pero en realidad, si lo exploráramos lo suficiente, comprobaríamos que únicamente con el oxígeno tenemos más que suficiente para llenar todo un gabinete de curiosidades, uno moderno. Y es que este compuesto tiene mil facetas dignas de ser exploradas: si nos sumergimos en él, podremos comprobar hasta qué punto representa un papel fundamental en el desarrollo de enfermedades de carácter neurodegenerativo como el Alzheimer o el Parkinson; cómo forma parte de nuestros sistemas de defensa mas íntimos, o el modo en el que lo podemos emplear para eliminar tumores con una precisión microscópica.

El efecto del oxígeno sobre los seres vivos y sobre nuestro entorno no nos es completamente ajeno. Por ejemplo, el oscurecimiento de la superficie de una manzana al exponerse al aire tiene mucho que ver con la reactividad del oxígeno: este es empleado por la polifenoloxidasa (entre otras enzimas) para dar lugar a diferentes compuestos de color oscuro, también conocidos como melaninas. Son estos los que dan el característico color «de óxido» a la manzana./ Lucía Sapiña

Así, de la misma manera que les sucedía a los exploradores europeos del siglo XV con las tierras más allá del océano, al empezar a explorar el oxígeno nace dentro de nosotros un impulso para conocerlo en profundidad, para sacar a la luz todo lo que esconde; para adentrarse en aguas desconocidas y dar a conocer, uno a uno, los prodigios y las excentricidades que guarda para sus adentros. Exploremos, pues, la molécula de oxígeno.

La importancia de lo corriente

Empecemos por lo que nos resulta más común: el oxígeno tiene un papel fundamental en la preservación de las funciones vitales del organismo, esto es muy conocido. Y entre estas, este compuesto tiene un papel especialmente relevante en las relacionadas con la obtención de energía a partir de los alimentos que ingerimos. El oxígeno es la herramienta de la que dispone nuestro metabolismo para exprimir la energía almacenada en la comida.

Cada una de las células de nuestro organismo, bien sea una neurona, bien sea una célula muscular, utiliza el oxígeno con este propósito. Es lógico, pues, que cuanto más intensa sea la actividad de una célula, más energía necesite y, en consecuencia, mayor sea su consumo de oxígeno. Por poner un ejemplo, en momentos de actividad elevada, los músculos necesitan que llegue más cantidad de este compuesto que viaja a través de la sangre encapsulado en la hemoglobina. Todo esto se traduce en que el corazón tiene que bombear con más frecuencia para que el flujo de sangre (y por tanto el de oxígeno) sea más abundante.

Esta es una característica general de la gran mayoría de tejidos celulares que componen nuestro organismo. Ahora bien, si existe un órgano estrella en el consumo energético, este es el cerebro. Tanto las neuronas como las diferentes células que les sirven de apoyo, como los astrocitos, necesitan oxígeno en cantidades ingentes para poder funcionar. Y no solo para llevar a cabo la respiración celular, sino también para sintetizar los neurotransmisores, moléculas pequeñas que sirven para que las neuronas se puedan comunicar entre sí. De este modo, a pesar de suponer poco más del 2 % del peso de un ser humano, el cerebro es el responsable de cerca del 20 % del consumo total de oxígeno del organismo. No es extraño, pues, que sea particularmente susceptible de sufrir el mal carácter del oxígeno, el conocido como daño o estrés oxidativo.

Efecto del estrés oxidativo sobre un tejido neuronal sano. Como se puede comprobar, la actividad de las especies reactivas de oxígeno sobre este conduce a su degradación, es decir, a una reducción tanto del número de neuronas como de la cantidad de conexiones que pueden establecer entre ellas. Uno de los efectos principales de esta reducción es el deterioro del funcionamiento del tejido. Esta degradación es la que provoca el desarrollo de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer, el Parkinson y el Huntington./ Álvaro Martínez Camarena

Porque sí, suena extraño, pero el oxígeno tiene un carácter un poco particular. En su configuración fundamental, la que presenta mayoritariamente en la atmósfera o en nuestra sangre, el oxígeno no es tóxico. De hecho, si lo fuera tendríamos un problema, puesto que estamos en contacto íntimo y continuo con él: constituye el 21 % del aire que respiramos, está presente en el interior de todas y cada una de nuestras células y toma parte en algunos de los procesos metabólicos más relevantes para la mayoría de los reinos biológicos (como la respiración celular o la fotosíntesis). Aun así, el oxígeno puede ser venenoso.

La personalidad dual del oxígeno

El oxígeno puede ser venenoso, pero convivimos con él; es nocivo, pero indispensable. Por contradictoria que parezca esta afirmación, este compuesto es tremendamente reactivo, extremadamente tóxico… e inofensivo. Este aparente contrasentido se puede entender muy bien si tenemos en cuenta que el oxígeno reacciona con dificultad, que cuesta mucho esfuerzo forzarlo a interaccionar con la materia orgánica, pero que, cuando lo hace, es capaz de degradarla sin remedio.

Es una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Por una parte, el oxígeno resulta imprescindible para la mayor parte de las formas de vida que conocemos. Por otra, si se estimula de la forma adecuada, el oxígeno se convierte en un compuesto tremendamente reactivo, como ya hemos dicho. Es el entorno quien establece cuál es el carácter predominante.

Así, irradiándolo con una determinada luz, el oxígeno se transforma en oxígeno singlet; aportándole un electrón, se transforma en el radical superóxido; dándole otro más, en el peróxido… Y así una y otra vez: radical hidroxilo, ácido peroxinitroso, dióxido de dinitrógeno… Todos estos términos designan las llamadas especies reactivas del oxígeno. Así, en el momento en que se somete a determinadas condiciones, cuando se fuerza y se manipula, el oxígeno gana la capacidad de interaccionar con la materia orgánica, de dañarla,
oxidarla y degradarla. Es así como el oxígeno se convierte en tóxico.

Ahora bien, que un compuesto sea tóxico no implica necesariamente que sea perjudicial para nosotros; eso dependerá del uso que hagamos de él. Es más, en caso de que los lleguemos a controlar, estos venenos pueden resultar muy beneficiosos. Esto sucede en nuestro organismo, que ha aprendido a controlarlos y a utilizarlos en nuestra propia defensa.

Cuando nuestros sistemas de defensa identifican un cuerpo extraño, un elemento que no está en el lugar que le corresponde (como una partícula que no reconoce como propia, una bacteria o una célula muerta, por ejemplo), lo que hacen habitualmente es capturarla y eliminarla. Y esta eliminación tiene lugar mediante estas especies tóxicas de oxígeno: los fagocitos que nos protegen encapsulan el patógeno y lo ahogan en estos compuestos. Como una oleada, esta forma reactiva del oxígeno cae sobre el cuerpo extraño, ataca su materia orgánica y la desintegra.

«Cuando se le fuerza y se le manipula, el oxígeno gana la capacidad de interaccionar con la materia orgánica, de dañarla, oxidarla y degradarla»

Otro ejemplo: el uso de las especies reactivas del oxígeno para eliminar tumores. Una vez conocemos qué son estas especies y cómo se pueden generar, ¿por qué no utilizarlas en beneficio propio? Esta es precisamente la base de la terapia fotodinámica: generar especies tóxicas de oxígeno allá donde se desea, en un lugar muy concreto y muy delimitado; por ejemplo, alrededor de un tumor. El mecanismo es el siguiente: se introduce un medicamento en el organismo absolutamente inocuo que, en el momento en el que es irradiado con un tipo concreto de luz, empieza a transformar el oxígeno que encuentra en su forma tóxica. Ahora bien, el medicamento solo es activo allá donde nosotros irradiamos, de forma que esta técnica nos permitiría superar en gran medida algunos de los problemas derivados de la actual quimioterapia, que actúa, en mayor o menor grado, en todos los tejidos del paciente. Es más, el haz de luz que incide puede ser casi tan fino como nosotros deseemos, así que la precisión con la que podemos definir dónde aplicar el tratamiento es inmensa. Una vez generados, estos compuestos tóxicos degradarán las células tumorales y les provocarán la muerte.

Desde hace unos años, algunos medicamentos basados en este tipo de tratamiento han sido autorizados por diferentes agencias internacionales del medicamento. Es este el caso del Photofrin, sensible a la luz de láser roja, y empleado en el cáncer de pulmón; o el Levulan, activado por un tipo especial de luz azul, y que se utiliza para tratar la queratosis actínica, una enfermedad de la piel que puede derivar en cáncer.

Ahora bien, como ya hemos dicho, de la misma forma que las especies reactivas pueden ser útiles, también pueden ser perjudiciales. Cuando el Mr. Hyde del oxígeno se libera sin un control, cuando estas especies se generan de forma involuntaria, cuando los mecanismos internos de nuestro organismo funcionan como no tendrían que hacerlo, es cuando llega el problema. Y este puede presentar múltiples caras, en función de cuál sea el tejido afectado y cuál la zona donde se generan estos compuestos tóxicos. Y, recordémoslo, si hay un órgano especialmente predispuesto a degenerarlos es aquel que presenta un mayor consumo de oxígeno: el cerebro. Es aquí donde se sitúa el desarrollo de las enfermedades neurodegenerativas.

El lado más oscuro del oxígeno

¿Cuáles son las circunstancias cambiantes? ¿Cuáles son los factores que conducen a la liberación de las especies tóxicas del oxígeno? Habitualmente no existe solo un factor determinante a la hora de liberar el wild side –que diría Lou Reed– del oxígeno, sino la acumulación de una serie de errores.

Uno de estos puede ser la liberación incontrolada de metales en nuestros tejidos. Muchos de los componentes de nuestro organismo, y especialmente muchas enzimas y proteínas, contienen metales en su estructura. Por ejemplo, la mioglobina contiene hierro; la anhidrasa carbónica, zinc; la ceruloplasmina, cobre; y el RuBisCo, magnesio. Son precisamente estos metales los que facilitan (o incluso posibilitan) el trabajo de la proteína correspondiente.

«Muchas de las enfermedades en las que las especies reactivas de oxígeno están implicadas todavía no tienen cura»

Pero, a veces, estos átomos no se encuentran correctamente regulados en nuestro organismo, lo que da lugar a su liberación descontrolada. Así, si no se evita, algunos metales como el cobre o el hierro pueden llegar a interaccionar con el oxígeno que se encuentra disuelto en el medio y generar una forma extremadamente tóxica de este último, conocida como radical superóxido. Esta es la conocida como reacción de Fenton. Es más, estos metales liberados pueden unirse a ciertas proteínas y funcionar como una especie de pegamento que facilita la aparición de agregados proteicos. Estos agregados, a su vez, estimulan la propia reacción de Fenton por parte de los metales que contienen. En definitiva, un ciclo vicioso de toxicidad.

Una vez se ha formado, el radical superóxido puede interaccionar con cualquier tejido, degradarlo y, en consecuencia, matar las células. Esta degradación de los tejidos es el daño o estrés oxidativo que ya hemos mencionado, y está relacionada con la aparición de múltiples enfermedades de tipo cardiovascular, o incluso con la diabetes. Pero como el consumo de oxígeno es tan elevado en el tejido neuronal, es mucho más probable que este daño se dé en el cerebro. En este caso, lo que se producen son las conocidas como enfermedades neurodegenerativas. Algunas de las más importantes son el Alzheimer, el Parkinson y el Huntington, también conocida en España con el nombre de baile de San Vito.

Evidentemente, no estamos completamente indefensos ante estas especies. Cada una de las células de nuestro organismo presenta una serie de sistemas de defensa encargados de localizar y eliminar estos radicales. Son los conocidos como sistemas antioxidantes, entre los que destacan la superóxido-dismutasa y la catalasa. El problema llega cuando estos sistemas no tienen la suficiente actividad como para contrarrestar la de los sistemas oxidantes. Es decir, cuando los metales mal regulados –o las placas proteicas que forman– generan estos compuestos tóxicos del oxígeno a una velocidad superior a la que son capaces de eliminar los sistemas antioxidantes. El exceso de tóxicos que no se han podido eliminar son los que reaccionarán con el tejido que encuentran alrededor. Es en este punto donde empiezan a aparecer estas enfermedades.

La investigación de una solución

A la vista de cuál es la causa fundamental que da lugar a la aparición de enfermedades como el Parkinson o el Alzheimer, la solución puede parecer sencilla: si nuestros sistemas antioxidantes naturales no son lo bastante activos como para eliminar todas estas especies, introduzcamos más. El razonamiento lógico nos lleva a pensar que con esta introducción tendría que llegar un punto en el que fuéramos capaces de neutralizar la generación de nuevas especies reactivas de oxígeno. Y, de hecho, esta fue una de las primeras estrategias que se intentaron.

Representación de la estructura de la superóxido dismutasa y, más concretamente, la superóxido dismutasa de cobre-zinc. Esta enzima, junto con la catalasa, constituye uno de los sistemas de defensa más importantes de nuestro organismo ante las especies reactivas de oxígeno. En particular, esta proteína se encarga de transformar los radicales superóxido (muy reactivos) en otras especies menos tóxicas o más fáciles de eliminar, como son el oxígeno y el peróxido de hidrógeno (o agua oxigenada)./ Álvaro Martínez Camarena

Sin embargo, al probar con proteínas como la superóxido dismutasa o compuestos ya presentes en nuestro organismo como la coenzima Q10, estos no fueron capaces de eliminar los tóxicos. Este hecho tampoco es extraño: antes de llegar a su destino tienen que atravesar multitud de barreras. Por ejemplo, si se ingieren, tienen que sobrevivir a las drásticas condiciones del estómago. Una vez en la sangre, nuestro cuerpo no los tiene que identificar como elementos ajenos, lo que supondría su eliminación. Después tienen que encontrar su destino, el tejido enfermo, y no ser retenidos o drenados hacia el exterior por ningún órgano… La lista de obstáculos es larga. Y todavía queda el más grande de todos, el gran muro infranqueable: la barrera hematoencefálica, una membrana que envuelve el cerebro y que regula el paso de sustancias en el interior de este tejido, la joya de la corona.

Así, desde muy pronto se hizo evidente que el tratamiento con las propias proteínas antioxidantes del organismo daría pocos frutos. En consecuencia, había que crear moléculas pequeñas, capaces de imitar la actividad de las enzimas antioxidantes naturales, pero con la capacidad de superar las barreras del organismo. Nacieron así los primeros imitadores de proteínas con propiedades antioxidantes.

La idea, en realidad, podía parecer muy sencilla. Si lo que tratamos de mimetizar es el centro activo de una proteína, probemos de reproducirlo a escala molecular. Así, para diseñar los nuevos miméticos, se tomaron los metales activos en estas proteínas, como el cobre o el manganeso, y se rodearon de un entorno químico parecido al que tienen en la propia enzima, evitando el resto de elementos que no interesaban. Y, esta vez sí, funcionó. Y funcionó tan bien que algunos de estos nuevos compuestos se utilizan hoy en día o están en diferentes fases de los ensayos clínicos. Es el caso de compuestos como el EUK134 o diversas porfirinas de manganeso. Ahora bien, mientras que el primero se utiliza únicamente con fines cosméticos, en la composición de cremas, por ejemplo, los otros se emplean como radioprotectores en el tratamiento de algunos tipos de cáncer.

Representación del centro activo de la superóxido dismutasa de cobre-zinc. Es a través de este conjunto de átomos y, en concreto, a través del cobre, que esta enzima antioxidante elimina los radicales superóxido. Por otra parte, se considera que el átomo de zinc presenta una función meramente estructural. Además del cobre y el zinc, otros tipos de superóxido dismutasas contienen manganeso, hierro o incluso níquel como elemento principal de su centro activo./ Álvaro Martínez Camarena

A pesar de eso, estos compuestos tampoco son activos ante las enfermedades de tipo neurodegenerativo, de nuevo sobre todo por la gran aduana que protege el cerebro, la barrera hematoencefálica. Estos imitadores de proteínas no tienen permitido el acceso al tejido neuronal. Es precisamente este el gran reto al que se enfrenta esta investigación en la actualidad: dárselo.

Una de las herramientas empleadas hoy en día con un mayor potencial para hackear la barrera hematoencefálica, y permitir así el acceso de los miméticos allá donde tienen que actuar, es la nanotecnología, que cuenta con todo un abanico de posibilidades de las que podemos sacar provecho. Un ejemplo es el uso de liposomas, unas esferas lipídicas que podemos rellenar con nuestro compuesto y, a la vez, recubrir de una de las moléculas que el cerebro necesita. De este modo, la cápsula queda camuflada y puede pasar el control fronterizo: la barrera hematoencefálica considera que está dejando pasar uno de los compuestos que tienen el pasaje en regla y, en cambio, lo que la está atravesando es el medicamento que tenía prohibido el acceso. Una vez dentro, este caballo de Troya nanoscópico libera el compuesto que contiene allá donde hace falta en el interior del tejido neuronal. Así, la nanotecnología puede abrir puertas a priori cerradas bajo siete llaves.

Es evidente, en todo caso, que estas líneas de investigación todavía no han dado todos sus frutos. Muchas de las enfermedades en las que las especies reactivas de oxígeno están implicadas todavía no tienen cura. Aun así, profundizar en sus causas, conocer y analizar el papel que representa el oxígeno en nuestro día a día, nos permite entenderlas y afrontarlas. Y más todavía, nos permite incluso emplearlas en beneficio propio, como hemos visto antes en el tratamiento del cáncer a través de la terapia fotodinámica.

Es por eso que resulta tan interesante completar nuestro gabinete de curiosidades moderno dedicado al oxígeno. Porque, más allá de lo que creemos saber, esta molécula esconde mil rincones por descubrir, mil lugares a través de los que podemos conocer un poco mejor el mundo que nos rodea. Sirva este texto como tríptico de presentación.

© Mètode 2021 - 111. Transhumanismo - Volumen 4 (2021)

Investigador postdoctoral de química supramolecular de la Universitat de València. Ha sido el ganador del XXVI Premio Europeo de Divulgación Científica - Estudi General, con la obra El oxígeno: Historia íntima de una molécula corriente, recientemente publicada por Publicacions de la Universitat de València.

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