—José Mariano Bru Marco!
—Cap avant de les bovetes raere dalt!
—Manuel San Ambrosio!
—Cap enrere del vallet!
—Salvador Marco Bru!
—Cap en terra de les bovetes en raere!
Y así, uno por uno, los pescadores de El Palmar van eligiendo sus puestos de pesca o redolins a medida que se les nombra por sorteo. Los primeros han sido afortunados: este año el azar les permitirá obtener mayores beneficios, puesto que, en los lugares elegidos, la pesca es más abundante. La última en elegir, Felicidad Dasí, recién incorporada por derecho a la Comunidad, renunciará a la pesca. No le valdrá la pena.
«A pesar del estado de la Albufera, la Comunidad de Pescadores de El Palmar sigue convocando año tras año a los pescadores de raza, aquellos a los que el linaje de sangre les otorga el derecho a la pesca»
Hace cincuenta años, el primero en elegir se habría hecho rico. Al último, este sorteo lo condenaba al hambre y la miseria. El peor puesto, el Perellonet Nou, era un lugar compartido con once pescadores más y por tanto los recursos eran muy limitados. Trece siglos se ha mantenido la tradición, respetada y consensuada por todos, y la Comunidad de Pescadores, al igual que el Tribunal de las Aguas, sigue viva como una institución ancestral al servicio de unas gentes y del paisaje que han creado.
Todos los años, alguna persona ilustre tiene el honor de ser invitada a extraer las bolas del sorteo en el centro de El Palmar, una isla rodeada de cañas y de barro con olor a sauce y arrozales espigados. Bajo las miradas de cientos de ojos crispados por los destellos del lago y por las noches de luna llena, el elegido para extraer las bolas se siente un afortunado de la historia. A pesar de los siglos transcurridos y la degradación de la Albufera, esta tradición –que fue esencial para su supervivencia– sigue convocando año tras año a los pescadores de raza, aquellos a los que el linaje de sangre les otorga el derecho a la pesca.
Los lugares donde se establecen los redolins tienen nombres muy antiguos, topónimos cuyo origen se pierde en el tiempo y que evocan épocas de abundancia de anguilas capturadas a la fosca o a la molinada con el paraguas del revés, o mornells repletos de llises plateadas que eran vendidas en los mercados del Cabañal y de Ruzafa: La Junquereta, Cap en davant del Puig Pelat, L’Entreforc, El Fornàs… Y así hasta setenta y tres puestos de pesca distribuidos a lo largo y ancho del lago más grande de la península Ibérica.
«Los orígenes de la Comunidad de Pescadores se remontan a los tiempos anteriores a Jaime I, aunque es a partir de la conquista cuando se regulan sus privilegios de forma escrita»
Hasta hace apenas unas décadas, la Albufera contaba con trescientos redolins y en el pueblo de El Palmar todos vivían de la pesca. En los años sesenta se pescaba en una sola noche lo que ahora se pesca entre todos los puestos en un año. La contaminación, los sedimentos y la colmatación del lago, que fue poco a poco convertido en campos de arroz, junto con las poblaciones que lo rodean y la industria, convirtieron a la Albufera en un gran estercolero, en un pozo sin fondo que ahora, tras mucho esfuerzo, se está intentando recuperar. Con las últimas lluvias y las depuradoras ya en funcionamiento, la calidad del agua ha mejorado sustancialmente, pero sobre los árboles de la dehesa asoman, como monstruos gigantescos, los colmillos de una urbanización que hubiese acabado con la zona húmeda y el paisaje de dunas más importante de Europa después de Doñana. La frágil y estrecha franja de arena que separa el lago del mar se mantiene hoy como el único parque natural inmediato a la urbe, al que podemos acceder siguiendo un carril bici desde la misma ciudad del Turia. Tras seguir la línea de costa, podemos adentrarnos en el bosque mediterráneo de la Dehesa hasta el Casal d’Esplai, donde se conserva la última franja virgen de costa de Valencia, para volver, si queremos, cruzando el lago en un barco de vela latina al atardecer.
Porque, a pesar de todo, el paisaje en la Albufera nunca ha desaparecido y las puestas de sol siguen siendo tan sobrecogedoras como siempre cuando los últimos destellos de fuego se esconden tras las montañas de Chiva y Buñol. El lluent, como lo llamaban los árabes, es todavía un inmenso y dilatado cuadro impresionista; un gigantesco lienzo plateado donde quedó atrapada la luz de la cual se siguen nutriendo pintores y fotógrafos.
Los pescadores de raza, hijos de la tradición y del paisaje
«Todo es de todos, no como en tierra firme donde los hombres han inventado esas porquerías del reparto de la tierra y le ponen límites y tapias», decía Blasco Ibáñez en boca del tío Paloma, quien se entusiasmaba hablando del lago.
Los pescadores de raza, los únicos que tienen derecho a la pesca por formar parte de la Cofradía de Pescadores y cuya tradición se transmite de padres a hijos, mantienen las mismas técnicas artesanales que hace siete siglos. La explotación siempre se ha mantenido en equilibrio con el medio hasta que llegó la industrialización y la Albufera perdió parte de sus recursos. La vida de sus miembros hasta entonces se regía por las reales ordenanzas que se otorgaron a finales del siglo xiii, unos privilegios que por voluntad real regulaban la riqueza de la pesca. La comunidad de Pescadores quedó al margen del ordenamiento jurídico del decreto de Nueva Planta en 1707, por lo que en El Palmar han seguido guiándose por la costumbre y la tradición.
Pero los orígenes de la Comunidad de Pescadores se remontan a los tiempos anteriores a Jaime I, aunque es a partir de la conquista cuando se regulan sus privilegios de forma escrita. El primer documento sobre el aprovechamiento pesquero data del 21 de enero de 1250. Pedro I de Valencia, Pedro II, Martín el Humano, Fernando I y la Corona de España en 1771 aumentan y mantienen los privilegios establecidos. En 1911 se produce el último cambio de propietario del lago. Las Cortes españolas aprueban la cesión al Ayuntamiento de Valencia del lago y la Dehesa de la Albufera, haciéndose efectivo el traspaso mediante el acta de cesión del 3 de junio de 1927, fecha a partir de la cual la corporación municipal pasó a ostentar la plena propiedad. En el artículo sexto de la ley se establece expresamente la obligación de respetar todos aquellos otros derechos adquiridos que estuvieran en posesión legítima.
El derecho a la pesca, cuya titularidad ostenta la Comunidad de Pescadores, había nacido muchos siglos antes de que entrase en vigor el Código Civil. Más todavía, las raíces de dichos privilegios se hunden en el más antiguo derecho foral valenciano. Pero aquí es donde aparece una característica especial, compartida en exclusividad con el Tribunal de Aguas de la Vega de Valencia, y es que sobrevive al Decreto de Nueva Planta y también a todos los ordenamientos jurídicos posteriores, manteniéndose vigente y siendo de plena y total aplicación en la actualidad.
Precisamente esta situación atípica y carente de normas jurídicas concretas hizo que los pleitos entre los pescadores alcanzasen en el siglo xv tanta envergadura que la autoridad decidió que llegaran a un acuerdo entre ellos. Y así nace la Junta de Capítulos, encargada de resolver estos asuntos menores que la Corona no quería ni podía atender. Desde entonces se aceptó que cualquier litigio debía resolverse sin salir de El Palmar, en el seno de la Comunidad de Pescadores. El profesor Rosselló ya publicó un estudio sobre la Albufera en el que afirmaba que la Comunidad o Comú de El Palmar se articula sobre la Junta de Capítulos, la Junta de Redolins –que es el sorteo– y la Junta de Cuentas, las cuales se reúnen cada año en fechas distintas y con distintos cometidos. Los sorteos, por aquel entonces, tenían lugar en la parroquia de San Andrés de Ruzafa. Hasta que la Albufera pasó a manos de la ciudad de Valencia, la Comunidad de Pescadores funcionaba como una pequeña administración independiente, haciéndose cargo del maestro, el local para la escuela, el médico, etc. Hasta hace poco contaban con una furgoneta con la que trasladaban al enfermo, fuese o no pescador, hasta el hospital más cercano. El propio cementerio lo construyó la Comunidad.
Todos los que trabajan y viven en El Palmar se han beneficiado y se benefician de las gestiones de la Comunidad. Solo hay una cosa de la que no: la pesca. La pesca en el lago es solo estrictamente común entre los pescadores de raza, los miembros de la Comunidad que transmiten el derecho a la pesca de padres a hijos. Incluso en la actualidad, el 4 % de lo que se obtiene de la venta de pescado va destinado al Socorro Mutuo, que es una mutua que ayuda a los que se jubilan o a los que, por edad, no pueden seguir pescando. Esta sección, que se creó en 1963, tiene como finalidad amparar y ayudar también a los socios y familiares que por diversas causas lo requieran. Las viudas de los pescadores a veces pedían en el sorteo el derecho al redolí, pero luego no lo ejercían prefiriendo cederlo a terceros a cambio de un porcentaje. La Comunidad nunca abandonó a las mujeres ni a sus hijos. Las viudas han cobrado siempre y siguen cobrando gracias al Socorro Mutuo.
La Comunidad también cuenta con lonja propia, donde se pesa lo que se pesca. Tiene un depósito de diesel del que se nutren los motores de las barcas a un precio sensiblemente menor y ha sido y es la sede social del pueblo. A fecha de hoy, la Comunidad de pescadores de El Palmar tiene 397 socios activos, de los cuales 59 son mujeres.
La organización comunitaria y el derecho colectivo a la pesca que la Comunidad tiene no son más que una alternativa de supervivencia, una estrategia para defender sus intereses impidiendo ser miembro de la Comunidad a todo aquel que no sea hijo de pescador. Los intereses individuales se canalizan y se someten al nivel del grupo con todas sus peculiaridades, tanto familiares como vecinales. La tradición permite que se puedan aprovechar los recursos del lago frente a polémicas pretensiones. La práctica del oficio supone la colaboración del colectivo, y de ahí el reparto de cargas y beneficios y el hermetismo al exigir a todos ser hijos de pescadores para poder entrar. Al igual que en el Tribunal de las Aguas, antes ha desaparecido el paisaje que lo hizo posible que la propia institución. Un tribunal que juzga delitos sobre una tierra que ya no existe porque nadie la trabaja o que ha quedado bajo la ciudad, y una comunidad de pescadores que pesca en un lago en el que apenas quedan peces.
«La pesca en el lago es sólo estrictamente común entre los pescadores de raza, los miembros de la Comunidad que transmiten el derecho a la pesca de padres a hijos»
El sorteo de los puestos y la Junta de Capítulos
En la junta de Capítulos, en la que se registran las altas y bajas, los pescadores siguen siendo fieles a la tradición y se mantiene estable el número de los que quieren entrar en el sorteo de redolins a pesar del mal estado de la pesca en el lago. El presidente de la Cofradía, José Caballer, ya avanzaba días antes del sorteo de este año que la pesca se encuentra en su peor momento porque hay muchísimos factores que la están perjudicando, pero, aun así, los pescadores han respondido con constancia y mantienen estable el número para el sorteo. La cifra rondará los 70 puestos fijos y los 20 ambulantes. Este año uno de los principales problemas para la pesca es el que provocan las bombas que regulan el nivel de agua del lago. Las 85 turbinas permiten, de manera artificial, controlar el desagüe al mar. Algo que contrasta con la visión de los pescadores, que aseguran que llevan siglos controlando el curso y la apertura de compuertas de modo natural. Pero este no es el único problema con el que deben lidiar los pescadores: la paja del arroz también ha generado dificultades, ya que ha provocado la muerte masiva de miles de peces. A pesar de que las cifras de pescadores se mantienen constantes, ni la incorporación de las mujeres y sus descendientes ha permitido que la pesca en la Albufera reviva. «Cuando el lago vuelva al estado en que estaba en los años cincuenta, entonces podremos capturar buena pesca», ha dicho siempre el presidente de los pescadores.
Los pescadores de El Palmar, como elementos inseparables de este entorno, son gente sencilla y honesta que no desea más jaleo que el que se monta el mismo día del sorteo. Este año me han invitado a sacar de los envejecidos sacos las boletas con el nombre del pescador que en su día le hubiese dado la mayor alegría de su vida. El interés por participar en un acto en el que ya participaron sus abuelos y los abuelos de sus abuelos dota al sorteo de un carácter festivo que se acentúa cada vez que en el bombo giran las pequeñas bolas de madera en cuyo interior se esconde un papelito con el nombre escrito a mano de los pescadores que poco a poco voy nombrando. Y siempre, creyentes o no, los pescadores invocan un sonoro Ave María en gratitud por haberles concedido un buen puesto que les permitirá algunos ingresos adicionales y mejorar así sus escasas pensiones, sobre todo si el redolí se sitúa en zona de paso de anguilas y lubinas, cada vez más escasas en el lago. Sus expresiones, quizá por la edad, hace años que apenas se inmutan y sus rostros quemados y curtidos por el sol parecen tener la textura del cuero envejecido.
Mientras los pescadores se van sentando, esconden sus miradas de la curiosidad del forastero y de las cámaras de televisión que han podido acceder al recinto. Sus ojos crispados brillan expectantes como si por ellos se quisiera asomar el alma. Estar aquí frente a los pescadores es como volver siglos atrás cuando los primeros habitantes de El Palmar vivían del lago. No sé si recordáis de la infancia los rostros de nuestros mayores; esos rostros de hombres buenos que trabajaban la tierra y vivían de ella. Esas caras avezadas, sinceras, de manos encallecidas y resignadas al esfuerzo y al paso de los años. Pepe, el Juano, como su padre, sigue siendo el presidente de los pescadores. Su rostro, como el de ellos, de ojos pequeños y barba recortada. Es un hombre de pocas palabras y largos silencios, como el silencio en el que se queda sumido el lago tras el paso de las garzas que duermen en la dehesa.
La institución más antigua
Junto con el Tribunal de las Aguas, la Comunidad de Pescadores de El Palmar es la institución de derecho consuetudinario valenciano de mayor antigüedad. Sus ordenanzas, redactadas por el mismo rey Jaime I, asumen costumbres no escritas ya establecidas. Por su peculiaridad jurídica, la Comunidad de Pescadores no tiene fácil encaje en la situación actual y ello provoca profundas contradicciones. Aun así, se ha podido ir adaptando a la nueva sociedad y en los años cuarenta y cincuenta todavía exportaba lubinas y anguilas al resto de Europa. Tras el deterioro del lago y la dehesa a partir de los años setenta, la pesca descendió en la proporción de cien kilogramos a uno, que es la que se mantiene en la actualidad. De trescientos puestos de pesca solo han quedado setenta y tres, y las noches de tormenta en que llegaban a capturarse hasta doscientas arrobas de pescado en un solo redolí han quedado en la memoria. De la angula nadie habla, pero hoy es un delito capturarla. De las lubinas apenas quedan testimonios. La última nutria de la Albufera fue capturada mucho antes, a finales del siglo xix, por ser el único animal que competía con el hombre y por colarse en los mornells para comerse los peces atrapados en sus redes.
La Albufera de Valencia es uno de los paisajes más sublimes del territorio peninsular. La horizontalidad infinita y la comunión con el mar la dotan de una aureola fascinante y acaparadora, engrandecida por las tonalidades de una luz que cambia a medida que se acerca el crepúsculo. Atravesando los campos de arroz cuando han sido inundados, te sientes inmerso en un país más cercano al lejano Oriente que a Europa; en un edén como aquel al que cantaban, hace diez siglos, los poetas andalusíes.
«Por muy trivial que parezca, El Palmar es algo más: es la esencia de la cultura valenciana forjada en las tierras bajas junto al mar»
El Palmar no es solo un lugar donde ir a comer arròs a banda los fines de semana. Las casas restauradas con el poco gusto que nos caracteriza a los valencianos no guardan un equilibrio arquitectónico porque quizás nunca lo tuvieron. Fue una aldea pobre donde la gente vivía en barracas con techumbre de cañas y paredes de barro. La miseria fue la sombra que oscureció la vida de sus gentes hasta que convirtieron el arroz y el all i pebre en motores de su economía. El Palmar es bastante más de lo que parece: son los atardeceres desde el Campot y los conciertos que allí se hacían en verano; los paseos en barca y las cenas en mitad del lago antes de la puesta de sol; las regatas de vela latina y los caminos zigzagueantes que nos llevan hasta la Muntanyeta dels Sants… Son las acequias y el mar; los lentiscos azotados por el viento de levante y las dunas recuperadas junto a los malladars; las playas desiertas y algún hotel donde poder descansar. El Palmar ofrece una estampa tópica pero real, cuya cercanía nos hace verlo con poca objetividad. Es parte de un parque natural para recorrer en bici una tarde cualquiera hasta donde acaban los caminos, o para dejarse llevar por los sentidos o navegar desde el puerto de Catarroja hasta la Mata del Fang. Porque, por muy trivial que parezca, El Palmar es algo más: es la esencia de la cultura valenciana forjada en las tierras bajas junto al mar. Pero son sus propios habitantes los primeros que lo deben valorar.