La trufa negra al norte del País Valenciano

La metáfora de una realidad

trufa negra

En los últimos años, la trufa negra (Tuber melanosporum Vittad.) ha ido ganando presencia en nuestro país en el imaginario asociado a la cocina. Este hongo que se encuentra bajo tierra, que hace unos pocos decenios todavía era considerado por cualquier masovero de Vilafranca o de Benassal como una «patata extraña y maloliente», es un ingrediente muy cotizado, una especie de «diamante de la cocina» por el elevadísimo precio que puede llegar a alcanzar. El sabor y el aroma intenso que atesora, de unos rasgos contundentes e inconfundibles, dota a los platos que lo incorporan de un carácter muy especial, y por eso cada vez se encuentran en los restaurantes de todo el mundo creaciones más sofisticadas y originales. Lo decisivo, sin embargo, es la especial dificultad de adquirir trufa, de aquí precisamente que sea tan cara. Las comarcas de Els Ports, de L’Alt Maestrat y de L’Alcalatén son una zona privilegiada para el crecimiento y el desarrollo de la trufa negra, también conocida como trufa de Perigord. La referencia a la comarca occitana no es casual porque en Francia no resulta extraño que en cualquier hogar, cuando es la temporada, se adquieran semanalmente raciones para los menesteres de la cocina. Se trata de una tradición que todavía no tenemos en el Estado español, que actualmente ya es el máximo productor de trufa, pero que destina en su mayor parte a la exportación, sobre todo al país vecino.

La explicación de esta ignorancia no es difícil de encontrar. Además de no haber tenido los elementos ilustrados de Francia en cuanto a progreso y bienestar, hay que tener muy presente que la Inquisición prohibió usarla. A pesar de que las tabletas de arcilla de Babilonia, los jeroglíficos egipcios y varias fuentes escritas de las antiguas Grecia y Roma ya indican el consumo de trufas, a menudo asociado a elementos afrodisíacos, no es extraño que en una sociedad cristiana supersticiosa como la española no estuviera permitido un hongo negro encontrado bajo tierra, que es el límite con el mismísimo infierno. En cambio, a finales del Renacimiento en Occitania ya se convertía en un plato de lujo en las mesas de los señores, del mismo modo que la trufa blanca del Piamonte (Tuber magnatum Lév.) hacía furor en las cortes principescas italianas.

Lentamente se fueron superando estos oscuros condicionantes, gracias a unos pioneros, la mayoría catalanes, que tenían contacto con Occitania y que supieron ver sus posibilidades. A pesar de que todavía es un sector que tiene que consolidarse, hoy en día la investigación y el cultivo de la trufa negra podrían ser factores importantes para la supervivencia de los pueblos del interior, que tantos problemas de despoblamiento tienen. Ahora bien, estudiar cuál es la situación implica el reconocimiento de una serie de retos fenomenales, no solo asociados al abandono rural, que incluso ponen en entredicho el futuro. Es por eso que en este reportaje hablaremos del pasado y del presente de la trufa negra en general, y en particular de su realidad en las comarcas de Els Ports, de L’Alt Maestrat y de L’Alcalatén. Pero también lo haremos de los retos del futuro de un hongo y de un territorio cuyo destino se presenta extrañamente paralelo.

Una fría mañana de enero

Salimos con Lluís Edo Ros (1951) de Vilafranca un frío sábado de enero. En el maletero del Lada Niva ya están las dos perras, que serán las protagonistas de la jornada. Se trata de una vieja perra pastor, que ha sido muy buena buscadora de trufas, pero que ya se encuentra al final de sus días; y de un joven ejemplar de braco alemán que está aprendiendo. Subimos y nos disponemos a salir del pueblo, a la hora en que los vendedores del mercado todavía montan los puestos, bajo las bandadas de gorriones que van de un lado a otro con gresca y desparpajo en una luz cada vez más amarillenta. Dejamos el pueblo y enlazamos con la pista que lleva a Benassal. A nuestra derecha se extiende un exuberante pinar seguido de amplios prados donde pasta indiferente un grupo de caballos. En uno de los bancales vemos un rebaño de cabras monteses. Lluís no hace mucho caso; solo comenta, con un deje de desdén:

—Siempre están aquí a estas horas. Bien es verdad que hacen lo que quieren.

Dejamos el cruce que lleva a Benassal y seguimos por la pista de Vistabella. Tras unos centenares de metros, nos encontramos con las ruinas de un mas. Del antiguo caserío y de los corrales solo quedan unas pocas paredes medio derrumbadas.

—Les Sorts: es el mas donde me crie. ¿Ves aquella explanada que ahora es todo carrascas y sabinas? Pues había bancales y estaba todo trabajado.

Le querría preguntar más cosas sobre cómo era la vida en el mas, pero el camino continúa y ahora estamos subiendo una empinada cuesta junto a la cual se erige un pino enorme, monumental. Es como si, literalmente, Lluís quisiera tomar distancia de aquel espacio, que ya solo es un lugar abandonado en el tiempo perdido. Más adelante vemos un grupo de vacas que están bebiendo en una balsa junto a la que hay un par de depósitos de agua de plástico. Me fijo en una pared de piedra seca, y justo entonces un ternero, de pocas semanas, la cruza por el agujero que han hecho. Otro signo de la destrucción.

Llegamos al mas de Forés y dejamos el coche junto a una fuente, de la que apenas mana un hilo de agua. Antes de seguir, quiero dar un vistazo al rincón coronado por la roca del Migdia, pero Lluís ya se está ocupando de las perras. Marchamos cuesta arriba en dirección a uno de los canchales que llevan al monte Picaio. Es un camino difícil, con piedras sueltas, pero Lluís se mueve sin dificultad. De estatura baja, los hombros anchos y las piernas fuertes, nadie diría que tiene setenta años. La perra vieja le sigue detrás, fiel, mientras que la joven va y viene atraída por los olores que le llaman la atención.

—Después te cansarás por esas cuestas y te tendré que llevar a hombros.

Llegamos a una zona empinada donde las carrascas han tenido que crecer en extrañas posiciones sobre una alfombra de calcitas erosionadas. También hay avellanos plantados en bancales baldíos apuntalados en paredes de piedra seca, ganados a la propia cuesta para recoger un saco más de patatas o un puñado de cebada extra. Lluís se para y me indica el tronco de carrasca. Yo veo un rodal seco que se expande un par de metros a la redonda. Es evidente que algo hay en el subsuelo que impide que la vida florezca. Entonces empieza a hablar con las perras y les pide que busquen. La joven está jugueteando y no le hace mucho caso, pero la vieja enseguida se avanza y va directa a un punto del rodal seco, sobre el que pone la pata. Lluís saca unos granos de pienso del zurrón y se los da. La perra joven, hambrienta, también se acerca, pero antes le hace marcar la trufa. Le cuesta, hasta que, finalmente, también pone la pata. No solo eso, sino que empieza a escarbar con ganas. Es entonces cuando el amo le da la recompensa.

Lluís se arrodilla y con un puñal continúa excavando la costra de tierra congelada, poniendo mucho cuidado por si rompe lo que busca. De vez en cuando, coge un puñado de tierra y lo huele. En aquella parte del hoyo huele peor y es allí donde continúa con el trabajo. Poco después encuentra una trufa gorda como un huevo de gallina. La limpia y me la da. Lo primero que hago es acercar la nariz. Se trata de una particular exhalación dulzona, de una gran elocuencia expresiva, pero difícil de describir porque no hay nada que se le asemeje. Mientras yo me peleo con las sensaciones y estudio la textura, que parece un tosco y sensual mosaico, Lluís da más pienso a las perras y se acerca unos pasos hacia el rincón. El antiguo masovero contempla la estampa de una parte a otra, ahora sí con detenimiento. Mira al cielo puro y claro, de una lívida y azulona infinitud. El sol presenta un centelleo casi blanco que hace que el aire se quede como lavado, por eso, sobre la atmósfera, los perfiles de las rocas, de las carrascas y del mas de Forés ofrecen una caligrafía precisa. En la lejanía aparece el Peñagolosa, con la geometría apagada de sus curvas sobre un lomo que parece el de un animal antediluviano, indiferente y fascinante. Es una mirada, la de Lluís, cargada de un sentimiento de admiración y de aceptación a partes iguales, de quien sabe que es apenas un punto entre la verde oclusión de las carrascas y los surcos baldíos de los antiguos bancales. Sin mirarme, me dice:

—Cuantísimas truferas debe de haber que nunca se buscarán.

Truferas silvestres. El clásico rodal seco que indica que estamos ante una trufera. El hongo del subsuelo impide que la vida florezca./ Foto: Fèlix Edo Tena

Este comentario, fruto de una intuición tan primaria, pero a la vez tan profunda, coincide con lo que nos dice el conocimiento científico. Según José Antonio Bonet (1970), profesor en Ingeniería de Montes de la Universidad de Lleida, las condiciones naturales de Els Ports, de El Maestrat y de L’Alcalatén, pero también de El Matarranya y, más hacia el sur, de las comarcas de Teruel, son óptimas para la trufa negra: «De entrada, lo que predomina son los suelos calcáreos, alcalinos con un pH alto a causa de la acidez que proporciona el ácido carbónico. Estamos hablando de que no son unas tierras muy buenas para la agricultura, porque son pobres en hierro, fósforo, zinc, cobre y boro, pero ideales para un hongo que no quiere un exceso de nutrientes. Después está la composición de suelo poco compacta, tan característica de aquella zona. La trufa quiere una tierra formada por terrones, quiere ese efecto, porque si la tierra está muy prieta, no puede crecer. Además, la superficie tiene que ser pedregosa, así se asegura bien el drenaje del agua y una buena exposición para el micelio del hongo. Así mismo, se necesita una buena diversidad vegetal para que se produzca una relación simbiótica más rica entre el hongo y las raíces, y aquellos bosques de Els Ports son una maravilla de carrascas, de sabinas, de enebros y de matas de romero o de espliego. Curiosamente, a la micorriza le va muy bien que los árboles estén en antiguos bancales de cultivos de secano que necesitaron poca intervención humana, porque han quedado los nutrientes justos que necesita».

Pioneros

Lluís Edo Ros era un niño cuando vio por primera vez una trufa. Recuerda que unos catalanes pedían quedarse en el mas a pensión completa, y durante el día se iban con los perros, aunque no a cazar, porque no llevaban escopeta: «Yo les seguía y veía que se paraban en un rodal de tierra, hablaban con los perros, escarbaban y sacaban algo de bajo tierra». Efectivamente, fueron los primeros buscadores de trufa en Els Ports y en El Maestrat, un territorio donde antes de la década de 1960 el hongo, si se encontraba por casualidad en alguna carbonera, siempre se había considerado una «patata maloliente que no servía para nada». Según Quim Pagés Cazorla (1969), un trufero de L’Espluga de Francolí (La Conca de Barberà), estos catalanes eran, probablemente, de Centelles o de Vic (Osona). Todavía añade: «Quienes introdujeron el conocimiento de la trufa en Cataluña fueron los franceses, a principios del siglo XX. Empezaron por Girona, donde vieron una oportunidad de enriquecerse porque era un recurso que nunca se había explotado. Eso continuó así hasta que llegó un momento que hubo autóctonos que descubrieron qué hacían estos franceses y los copiaron. La zona más importante de Cataluña en cuanto a la trufa fue Vic, desde donde se hizo proselitismo en el sur, siempre con la idea de vender el producto en Francia, porque aquí no había mercado». Pagés Cazorla todavía añade un comentario que tendría que ser una delicia para todos los interesados en la condición humana: «Aquellos inicios, como todos los tiempos de los pioneros en cualquier campo, están llenos de anécdotas y de aventuras. Solo hay que imaginar qué podía suponer hacer un viaje en moto a Francia para vender un saco de trufas, si el joven de la época apenas nunca había salido de casa. También se cuentan historias de rivalidades, con familias enemistadas por la posesión de unas tierras que, de repente, ganaban mucho valor gracias al hongo».

La campaña de la trufa empieza en diciembre y se alarga hasta marzo. En un país obligado por las circunstancias históricas al estraperlo, el mercado negro de la trufa negra llegó a mover mucho dinero. En el norte del País Valenciano, el más importante fue Morella. Demetrio Ferrando Beltran (1944), del mas del Ànima de Benassal, fue uno de los primeros truferos de la zona que vio la oportunidad de dedicarse profesionalmente. Nos cuenta el mismo relato sobre los catalanes y de cómo aprendió por su cuenta a buscar, lo que le provocó la incomprensión de quienes lo conocían: «fuimos a Morella, a la fonda Elias, donde me habían dicho que compraban trufas. Recuerdo que las pagaban a mil pesetas. Imagínate tú qué impresión me hizo, cuando el sueldo de uno que iba a trabajar a jornal, de sol a sol, era de treinta y cinco al día. Mi primer viaje a Morella fue en 1962, con mi padre, y gané más de tres mil pesetas. Yo tenía dieciocho años y continué con los trabajos del mas, pero cada invierno buscaba trufas y las vendía. Yo ya sabía que, de Morella, las trufas se las llevaban a Francia o a empresas conserveras de Cataluña. Pasaron los años y, hacia el 1975, decidí crear mi conservera. Empecé a comprar trufas en los pueblos de alrededor, en Vistabella, Xodos, Benafigos, Vilafranca, La Iglesuela o Mosqueruela, a envasarlas y a hacer viajes a Cataluña. Mis principales compradores eran de Graus, en Huesca, pero también de Mercabarna, en Barcelona. Después también amplié el negocio con las conservas de diferentes tipos de setas».

Pero continuamos con Lluís, quien, por cierto, durante muchos años vendió las trufas a Demetrio. Justo después de la observación de los elementos del rincón y de la admirativa frase que le ha provocado el hallazgo de la trufa, el antiguo masovero añade un contrapunto que sirve para poner, literalmente, los pies en el suelo:

—Pero ahora todo está perdido.

Donde por un momento había detectado un incremento de todas las señales que indicaban que el ciclo de la naturaleza todavía era posible, ahora ve un aniquilamiento de estas mismas señales. Le pido una aclaración y solo sabe ofrecerme una mueca.

—Ya no se encuentran tantas trufas como antes.

—¿A qué se debe?

—No solo las sequías lo han echado a perder todo, sino que ya no llueve cuando toca. La trufa es muy delicada y exigente al mismo tiempo. Si no tiene lo que necesita cuando lo quiere, pues se niega a seguir. La primera condición es que se tiene que llegar a junio en sazón, cuando se produce una combinación de humedad y de calor que permite que el hongo nazca. Pero eso no es todo. En septiembre tiene que tronar y mejor si graniza, porque, de nuevo, el contacto del hielo con la tierra caliente ayudará a la trufa a desarrollarse. Si falla alguna de las variables todo está perdido, y ahora hace años que ya no se da todo a la vez. Te lo diré de otro modo: cuando era pequeño no era extraño ver ardillas correr por estas cuestas. ¿Y no escuchas el silencio? Ya no hay jilgueros ni pardillos ni verderones. La contaminación ha hecho mucho daño; además, muchas especies dependían de los trabajos de las masías.

Visionarios

Que la trufa negra silvestre se esté extinguiendo a causa de las sequías es una constatación más del cambio climático que se está produciendo. Ahora bien, la ruptura de los antiguos ciclos no solo afecta a la trufa silvestre, sino que también es el principal problema de la cultivada. La mayoría de trufa que se encuentra en el mercado hoy en día proviene de plantaciones, normalmente mediante árboles con las raíces tratadas con una inoculación micorrícica para inducir la formación del hongo. En las tierras de Els Ports, El Maestrat y L’Alcalatén no es necesario esta intervención porque la simbiosis entre las raíces y el hongo se produce de forma natural. Demetrio Ferrando Beltrán ya plantó carrascas de las bellotas de aquellas truferas que descubrió cuando era un zagal. Y Lluís Edo Ros nos explica que cuando el mas de Forés fue abandonado por los suegros, plantó avellanos sin ningún tipo de tratamiento en los antiguos bancales de cereales. Los dos, en cosa de diez años, ya encontraron trufas. Es una prueba directa de la particular riqueza de este territorio. El problema en el futuro de la trufa cultivada, por tanto, no es la existencia o no de intervenciones en la micorriza, sino en la reproducción de las condiciones naturales y climáticas que el hongo exige. El profesor José Antonio Bonet lo confirma: «Hay que hacer un seguimiento de las plantaciones para ver cómo podemos reproducir de forma artificial las condiciones de suelo, de temperatura y de agua de la trufa. Lo que resulta una tarea difícil, porque en una planta tú puedes hacer una prueba de ensayo y error y ver qué funciona, pero en un hongo bajo tierra, encima tan delicado, la cosa se complica. Nosotros hemos experimentado con diferentes tipos de riego y de fertilización. También está el contexto de cambio climático, por eso hacemos ensayos con cubiertas para conservar la humedad. Aun así, todavía no podemos asegurar el éxito de todas las plantaciones, porque siempre hay algún factor que se nos escapa».

El punto decisivo en cualquier plantación de trufa es la disponibilidad de agua, algo no siempre fácil en unos territorios ásperos y con un relieve difícil, y la colocación de un sistema de riego que reproduzca la caída del agua de lluvia. Aun así, la mayoría de agricultores están de acuerdo en que no hay nada como el agua caída del cielo, y que notan mucho un aumento de la producción el año que llueve cuando toca. Se trata, sin duda, de otra señal de la identidad irrenunciable del hongo. Ahora mismo, es en pueblos como Morella, Catí o Vistabella donde encontramos más particulares que están invirtiendo en nuevas plantaciones y vendiendo el producto a comercios nacionales, pero también por Internet a todo el mundo. El modelo es el de Sarrión (Gúdar-Javalambre), donde el Gobierno de Aragón subvencionó una red de plantaciones como una estrategia para mitigar el despoblamiento, lo que se consiguió con un notable éxito. De momento, a pesar de que hay ayudas de la Generalitat Valenciana, la cosa aquí va más despacio.

Las trufas cultivadas tienen unas formas más redondeadas porque crecen en bancales uniformes. El mercado de la trufa prefiere estas formas más regulares por una cuestión de estética. En cambio, el gusto y el olor no son tan intensos como en las silvestres./ Foto: Quim Pagès Cazorla

Así mismo, Sarrión también es importante porque se ha hecho mucha pedagogía, en forma de ferias y de charlas, para dar a conocer la trufa a quienes quieren trabajar en el campo. Y, sobre todo, se ha creado un modelo turístico de visitas y de productos asociados que produce unos beneficios exorbitantes. En este encuentro entre los trabajos de la tierra y el turismo es donde encontramos uno de los aspectos que merece la pena debatir. Quim Pagès Cazorla, que en su día también hizo plantaciones truferas y que se dedica a esto, ve en la visita de turistas a las fincas y en el trabajo codo con codo con restaurantes una posibilidad de consolidar la empresa. En cambio, Demetrio Ferrando Beltrán, que ya está jubilado y ha dejado el negocio conservero a las tres hijas, discrepa: «Durante una temporada llevamos turistas a los bancales y nos fue bien, pero, al final, no compensaba el que pisaran el suelo y se violentara el espacio natural.» En cuanto a esto, hay que añadir que en Morella cada año se celebran unas jornadas gastronómicas y literarias, «Morella Negra com la Trufa». Y en Vilafranca se han convertido en toda una referencia las Vilanosporum, organizadas por el restaurante L’Escudella, que también ofrecen una experiencia completa al consumidor, que durante la mañana va a un mas a buscar las trufas que el cocinero Emilio Pons Tena (1979) después les enseñará a tratar.

En todo caso, si bien es cierto que la carta del turismo está ayudando a estas empresas, también merece la pena remarcar que es un sector que se tiene que repensar mucho si quiere ser sostenible. Al fin y al cabo, ¿no son los desplazamientos de los turistas uno de los factores que agravan el cambio climático? Se trata, por tanto, de encontrar un equilibrio, porque el conocimiento de la trufa por parte de la ciudadanía continúa siendo la base del futuro del sector. El cocinero Emilio Pons Tena nos lo explica: «En la escuela de cocina, a nosotros no nos enseñaron a cocinar la trufa, lo que siempre me apenó mucho. Por eso, en L’Escudella no solo ofrecemos platos con trufa, sino que intentamos enseñar al cliente cómo tratarla. Con un objetivo principal: que la gente pierda el miedo y a ver si, lentamente, se puede integrar en nuestra cotidianidad.»

A partir de aquí, y esto ya tiene que servir a modo de conclusión, los retos del futuro de la trufa cultivada continúan siendo el cambio climático y los gastos, en unas plantaciones que se está observando que, además de los años que cuesta que produzcan y que no todas funcionan, las que sí que van adelante no tienen una vida productiva muy larga, sobre todo porque se quiere hacer trabajar demasiado rápido a la trufera, y eso acaba perjudicando al hongo. Así mismo, los agricultores tienen miedo de una próxima devaluación del precio, básicamente por el aumento de la competencia. Por todo ello, si esto quiere tener un porvenir a medio y largo plazo, se tiene que crear una estructura que no esté sometida a las dinámicas del turismo, tan caprichosas. Y eso solo se puede consolidar con los dos aspectos mencionados: con el conocimiento general de la gente y con unas plantaciones que sean viables, siempre apoyadas por una red comercial sólida.

Conclusión

La situación límite de la trufa negra silvestre se erige en una cruda metáfora de lo que ha pasado con la vida de los masoveros. Se trata de dos realidades que han ido agonizando de manera paralela hasta la casi completa desaparición. Lluís Edo Ros es mi padre. De jóvenes, mi madre y él abandonaron el mas de Forés y Les Sorts y se convirtieron en unos empleados en Vilafranca, no solo para que yo pudiera vivir en el pueblo, sino también estudiar y así ascender socialmente. Ellos no lo podían saber, pero estaban poniendo en juego el paisaje y la identidad del país, empujados por la tendencia que se había creado. También soy consciente de que sin esta decisión yo no podría escribir estas líneas. Ahora lo que sobrevive es una conciencia. Parece que solo nos quede la preservación de la memoria a través de la palabra, que es el último ámbito capaz de atesorar la vida sepultada de los mundos que se eclipsan y nos dejan irremisiblemente más pobres. Hay gente, sin embargo, que se niega a darse por vencida. Tiene muy claro que su función no es la de reconstruir un pasado que, hay que recordar, también tenía muchas sombras y penurias. A pesar de la complejidad del cultivo de la trufa negra y las dificultades que se divisan en un futuro climático incierto, quienes se dedican a ella constituyen un ejemplo de resistencia en unos pueblos que hace demasiado tiempo que están huérfanos de oportunidades. Es evidente que este cultivo no podrá revertir una dinámica general, la del abandono rural, pero sí que tendría que ser la referencia para otras propuestas. De hecho, que la trufa cultivada sea una iniciativa que combine el progreso tecnológico (la micorrización, las modernas técnicas de regadío y de venta, etc.) y el respeto por los trabajos tradicionales (un tratamiento de la tierra artesanal) tendría que ser la piedra de toque para otros proyectos emprendedores, sostenibles y de futuro.

© Mètode 2021 - 111. Transhumanismo - Volumen 4 (2021)

Profesor en un instituto público donde enseña a los adolescentes a leer libros, escuchar músicas y mirar películas. Escribe sobre literatura, música y cine, y ha publicado dos novelas: El guardià de les trufes (Barcino, 2016) y Lluny de qualsevol altre lloc (Onada, 2021).

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