El modelo generalizado de evaluación de la producción científica encaja en el sistema conocido como accountability, una medición de la ciencia que no acostumbra a reconocer los desequilibrios de género de las instituciones académicas. Partimos de la necesidad de repensar este sistema y los indicadores que se derivan con los que se mide la productividad y calidad científica y, también, la necesidad de considerar las condiciones sociales en las que se realiza la actividad que se pretende medir. En especial, defendemos la urgencia de revisar este sistema considerando la existencia del cuidado de personas dependientes, ya sean menores o mayores, porque resulta una cuestión sin resolver que afecta al trabajo científico y al progreso en la equidad de género en las instituciones universitarias.
Palabras clave: accountability, producción científica, equidad de género, cuidado, desigualdad.
–Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco, tú estás loca.
–¿Cómo sabes que estoy loca? –preguntó Alicia.
–Debes de estarlo –dijo el gato–. De otra forma no habrías venido aquí..
(Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas, 1865)
La locura y el disparate que impregnan el mundo de Alicia, libro de cuya primera edición se celebró en 2015 el 150 aniversario, nos lleva a preguntarnos si «todos estamos locos» en la universidad actual, una universidad cada vez más acelerada y medida. La imposición de un modelo de accountability, de rendición de cuentas según unos criterios estándar para todas las disciplinas y para todas las personas, lejos de la objetividad y equidad pretendida, conduce –a nuestro parecer– a una precarización de la relación laboral y vital que implica hacer ciencia y divulgarla a través de la docencia. Y esta precariedad perjudica más a aquellos colectivos con una posición estructural más débil, tanto en la sociedad en general como en el campo de la universidad, entendido como un espacio de relaciones entre posiciones sociales con capacidad para prescribir sus propias normas (Bourdieu, 1984/2008).
Como miembros de la universidad consideramos que es necesario repensar cómo la accountability ha podido representar un cambio, a peor, del vínculo que mantienen los trabajadores y trabajadoras de la ciencia con esta institución. Es esta la preocupación que nos mueve a incorporarnos a la reflexión acerca de los efectos en el personal investigador de equiparar calidad científica con el número de resultados alcanzados dentro de un marco definido y prescrito como aceptable (por ejemplo, número de artículos publicados en revistas indexadas en unas bases de datos concretas). Un sistema que, aparte de defender un paradójico concepto de calidad según una lógica meramente cuantificadora (Herzog, Pecourt y Hernàndez, 2015), puede representar un elemento de desigualdad de género porque hay limitaciones y presiones en el ámbito académico que tienen una influencia desigual sobre las decisiones de mujeres y hombres en cuanto a su vida personal y profesional (Hernàndez y Villar, 2014). La distribución de las responsabilidades de cuidado es una de estas limitaciones.
«Es necesario repensar la manera cómo la ‘accountability’ ha podido suponer un cambio, a peor, del vínculo que mantienen con la universidad los trabajadores y trabajadoras de la ciencia»
L’‘accountability’ o tomar calidad como cantidad
El término accountability, que se podría traducir como “rendición de cuentas”, proviene del mundo empresarial y se ha extendido, a menudo empleado en inglés, al campo de la política y las instituciones públicas. Entendemos la accountability como aquella relación donde A rinde cuentas a B de algo, siempre que A esté obligado a justificar sus acciones a B. Entonces la relación entre A y B es claramente desigual: B tiene una posición de poder con respecto a A, y B puede exigir lo que se denomina en inglés answerability, la obligación de dar respuesta y el derecho a obtenerla, y, también, otra dimensión como es la enforceability, aquella capacidad de exigir y hacer cumplir. Todas estas relaciones pueden poner en marcha mecanismos de corrección y penalización (Boni et al., 2012). Si B es una institución u organización (fundación privada, empresa, etc.) que financia la investigación, establecerá unas reglas para exigir la rendición de cuentas e, incluso, si las reglas no se cumplen puede ejercer una penalización. Cuando B es una institución privada puede desarrollar procesos y relaciones con la universidad de carácter empresarial. Estas transformaciones cuentan con conocidas visiones críticas que enfatizan el giro actual que está teniendo la universidad, encaminada hacia la comercialización (Bok, 2010), inmersa en el modelo del capitalismo académico (Slaughter y Leslie, 1997; Slaughter y Rhoades, 2004).
La extensión del modelo de accountability impulsa un ritmo acelerado a la hora de planificar la investigación, de escribir y de presentar resultados, así como al canalizar y transmitir esta investigación a la docencia. Aquella representación del profesorado universitario dedicado a leer libros y con tiempo para pensar parece lejana, y un tanto privilegiada, hoy en día. Ahora hay que asegurar la calidad basándose en un doble propósito de responsabilidad y mejora porque «un sistema de aseguramiento de la calidad exitoso proporcionará información para garantizar tanto a la institución como al público la calidad de las actividades que lleva a cabo la institución de educación superior (rendición de cuentas) y ofrecerá consejos y recomendaciones para mejorarlas (mejora)» (European Association for Quality Assurance in Higher Education [ENQA], 2005/2015). Otro debate, aquí inabordable, es qué entendemos por calidad. En todo caso, el modelo de accountability concuerda con el objetivo de asegurar la calidad acordado en el marco del Espacio Europeo de Educación Superior. En esta recomendación «las instituciones deben asegurarse que su profesorado es competente» (ENQA, 2005/2015, p. 21). Y para cumplir este propósito de asegurar la competencia del profesorado se establecen lo que conocemos como procedimientos de evaluación del personal docente e investigador universitario. Las directrices europeas para la calidad también recomiendan que las instituciones de educación superior deben proporcionar a su profesorado «un entorno que les permita llevar a cabo su trabajo con eficacia» (ENQA, 2005/2015, p. 21). El término eficacia no es baladí, está en consonancia con las recomendaciones europeas para las que «la educación superior, la investigación y la innovación tienen un papel crucial en el fomento de la cohesión social, el crecimiento económico y la competitividad global» (ENQA, 2005/2015, p. 7). Así pues, podemos entender que el personal docente e investigador de nuestras universidades debe ser eficaz y contribuir a la competitividad global, entre otros aspectos. Para ello, hay que establecer estándares de medida y rendir cuentas de esta eficacia.
En conclusión, en un entorno de rendición de cuentas y con objetivos de mejora de las posiciones en los conocidos rankings internacionales, no parece haber tiempo para la reflexividad, en un sentido de conocernos mejor y analizar nuestras propias condiciones de trabajo. Un síntoma de precariedad que al mismo tiempo nos hace más vulnerables.
Rosalind Gill (2010) se pregunta sobre la necesaria reflexividad que deberíamos desarrollar ante la actual situación de las instituciones académicas.
¿Qué significaría enfocar nuestras lentes sobre nuestros propios procesos de trabajo, la gobernanza institucional y las condiciones de producción? […] ¿Cómo podríamos establecer los vínculos entre, por una parte, la macroorganización y las prácticas institucionales y, por otra, las experiencias y los estados afectivos, así como abrir una exploración sobre las vías mediante las cuales estos pueden estar atravesados por el género, la etnia y la clase?
(Gill, 2010, p. 229)
Este cuestionamiento parte de una conversación mantenida con una colega en el marco de una universidad británica que deja patente la angustia que les genera la imposibilidad de realizar la gran cantidad de tareas diarias propias del ámbito académico sin sustraer horas de su tiempo de vida:
– […]Estoy haciendo jornadas de dieciséis horas para poder mantenerme al día. Me siento como si llegara tarde a todo y mi lista de tareas pendientes crece más rápidamente que la velocidad a la que puedo ir tachándolas. […] Estoy durmiendo realmente mal y me siento como si todo estuviera fuera de control…
–A mí me ocurre lo mismo. […] En mi caso, además, siento como si les hurtara tiempo a los niños. Incluso me tengo que levantar a comprobar el correo a media partida de Monopoly o de lo que sea. A veces tengo ganas de abandonar.
(Gill, 2010, p. 228)
Se difuminan, pues, las fronteras del trabajo remunerado y del hogar/familia y la consecuencia es un agotamiento profundo y persistente. Además, según Gill, estos sentimientos son experiencias afectivas encarnadas (embodied) que solo se expresan en momentos de privacidad pero que a menudo son silenciadas y están muy lejos de formar parte de ningún debate abierto en los espacios institucionales. Sobre todo, cuando existe una representación social que liga la dedicación a la investigación con una profesión privilegiada por su alto componente vocacional. Las experiencias afectivas que forman parte de la cotidianidad laboral en los pasillos y despachos universitarios no se pueden expresar abiertamente, se mantienen ocultas. Y este silencio es una de las causas, pensamos, de la no resolución del problema.
Mientras tanto la métrica se ha impuesto de manera extensa y se da un sentimiento entre los académicos relacionado con el crecimiento y el desarrollo de un «control cuantificado» (Burrows, 2012). Procesos de medida de la producción científica próximos a una «cultura de auditoría» que se expresan en la importancia que está alcanzando la «cultura de ranking»: mejorar posiciones para mejorar la atracción de talento y de financiación. Sin embargo, Burrows reclama también que necesitamos conocernos más como académicos. Precisamente este es el motivo de escribir este texto. Nos preguntamos si la academia y la ciencia, pese al marco de equidad formal, perpetúa la desigualdad mediante procesos de evaluación de su personal docente e investigador totalmente ajenos a las condiciones sociales en que se genera lo que se evalúa, ya sea la política científica de un determinado gobierno o bien el momento del ciclo vital o familiar en que el investigador se encuentre.
La ceguera de género del principio del ‘accountability’
Está sobradamente demostrada la diferente dedicación del tiempo entre hombres y mujeres; son las mujeres las que se dedican en mayor medida a la atención de las necesidades planteadas por el hogar/familia. Los datos ayudan a dar visibilidad a esta diferencia. En el caso del Estado español, los hombres dedican más horas de su día a la jornada laboral remunerada (8 horas y 12 minutos, como media) y menos a las tareas agrupadas bajo el epígrafe de hogar/familia (2 horas y 37 minutos). Las mujeres tienen –como media– jornadas laborales más reducidas (6 horas y 51 minutos) pero pasan más tiempo de su día dedicadas al cuidado (4 horas y 36 minutos). Además el nivel de estudios no introduce diferencias significativas en el tiempo que se dedica al hogar/familia: 3 horas y 53 minutos entre las personas sin estudios o con estudios primarios, y 3 horas y 29 minutos a las personas con estudios universitarios (Instituto Nacional de Estadística, 2011). Esta diferencia en la distribución de los tiempos ayuda a entender la relación que mantienen las mujeres con el mercado de trabajo, caracterizada por la precariedad. Especialmente en un país como el nuestro donde el bienestar depende de lo nutridas y sólidas que sean las relaciones familiares, relaciones básicamente protagonizadas por mujeres.
«En el Estado español las mujeres tienen jornadas laborales más reducidas que los hombres, pero pasan más tiempo de su jornada dedicadas al cuidado»
Las cifras, sin embargo, no muestran la gran variedad de tareas que representa cuidar en el ámbito de la familia, ni la gran heterogeneidad de circunstancias que rodean al cuidado y que pueden cambiar, y mucho, el grado de intensidad y la rigidez en que este se manifiesta: la forma familiar de convivencia, el momento en el ciclo vital y familiar que se atraviese, la clase social, la etnia o el origen de la necesidad de cuidado (por ejemplo, una enfermedad grave), entre otras. Sin embargo existe un rasgo común al hablar de cuidado que es muy significativo: la obligación de gestionar el tiempo propio en función de las necesidades de la persona que requiere atención, a menudo sin ni tan siquiera poder decidir cómo y cuándo hacerlo, y que puede comportar la sobrecarga física, pero también emocional, de las personas que cuidan, sobre todo de las mujeres (Obiol, 2014).
«Pese a las recomendaciones europeas por conseguir un entorno académico eficaz y competitivo, parece que continúa no siendo equitativo en términos de género»
La abnegación que tradicionalmente se le ha reclamado a las cuidadoras choca de frente con la abnegación que se le reclama hoy en día al trabajador en general, pero sobre todo al científico. Aquella idea de entregarse al conocimiento «en cuerpo y alma» (Santos, Muñoz y Poveda, 2015) es claramente visible en la tendencia creciente de un modelo de investigación basado en la rendición de cuentas mediante la elaboración de indicadores de producción científica y la inclusión de estos como criterios para la ordenación en las promociones del personal académico, en la concesión de proyectos y convenios, en la distribución de partidas presupuestarias o en las relaciones departamentales, por citar solo algunos de los casos. De hecho, sin este sistema hoy en día es complicado entender la construcción de la carrera académica de la mayoría del personal investigador. En consecuencia, obviar las condiciones sociales en que se produce la investigación que evalúan –incluso las condiciones en que se construyen los propios indicadores– representa un agravio respecto a la consecución de la igualdad de oportunidades entre las personas que investigan. No matizar los indicadores teniendo en cuenta el tiempo que requiere el cuidado es penalizar a las personas responsables de llevarlo a cabo; básicamente a las mujeres.
De hecho, pese a las recomendaciones europeas por conseguir un entorno académico eficaz y competitivo, parece que continúa no siendo equitativo en términos de género; así lo muestran los últimos datos, precisamente publicados por la Comisión Europea. Las mujeres continúan estando poco representadas en los lugares más elevados de la toma de decisiones académicas, en una proporción inferior al 40 %. Los estados europeos que más se acercan al 50 % son Suecia, Luxemburgo y Países Bajos (Comisión Europea, 2016). En las universidades del Estado español, 4 de cada 10 personas que trabajan como profesorado universitario son mujeres, sin embargo en el cuerpo de catedráticos 8 de cada 10 son hombres, de los cuales casi la mitad tienen más de sesenta años. Así pues, las posiciones más altas de la jerarquía académica están masculinizadas y envejecidas. El reiteradamente denominado techo de cristal, que no se consigue superar, evidencia la persistencia de la desigualdad de género en la universidad.
Por otro lado, en las estadísticas de personal de las universidades que publica el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte aparece un indicador que podría ser analizado desde la perspectiva del sesgo de género: el número de «sexenios óptimos», es decir, el número de sexenios que se deberían tener desde la lectura de tesis. Se trata de un indicador que combina tiempo y méritos, pero no tiene en cuenta qué ha pasado durante este tiempo. Los datos del indicador muestran que los sexenios óptimos lo son más en los profesores funcionarios hombres, con un 47,8 %, que en las mujeres, con un 41,5 % (según datos del curso 2013-2014). La lectura por categorías nos da pistas de la posible incidencia de género; es decir, a medida que avanzamos en la escala jerárquica hacia arriba merma la diferencia en la obtención de sexenios, ya que, en la categoría de cátedra, ellas aventajan a ellos en dos puntos, mientras que en la de profesorado titular, ellos están por delante en más de cinco puntos. Consideramos, a modo de hipótesis y que deberemos estudiar de forma más detenida, que opera una marca de género entre el cuerpo de profesorado titular y el catedrático.
«El reiteradamente denominado ‘techo de cristal’, que no se consigue superar, evidencia la persistencia de la desigualdad de género en la universidad»
Los indicadores muestran que, pese al incremento de mujeres en la universidad, ellas aún ocupan lugares de menor importancia académica y tienen carreras más lentas, donde el cuidado parece que tiene un peso significativo. De hecho, en una investigación centrada en la Universidad Rovira i Virgili sobre su personal docente e investigador (Pastor, Belzunegui, Moreno y Mañas, 2010), se muestra que las mujeres conciben que en sus trayectorias profesionales entran a jugar factores externos a la universidad como es el caso de las cargas domésticas y reproductivas. Y son las mujeres –sobre todo las más jóvenes– las más sensibles a la implantación de medidas que procuran la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres.
La necesidad de repensar el actual sistema de evaluación
En caso de que aceptemos como irremediable que nuestra tarea como investigadores sea medida con indicadores cuantitativos y que el resultado de estos condicione cómo dirigimos y construimos nuestra carrera académica, habría que repensarlos partiendo de las condiciones sociales en las que la producción científica se realiza. Y eso significa, de entrada, hacerlo aplicando una perspectiva de género, porque introducir elementos de igualdad formal sin atender a las relaciones de la universidad con otros campos no promueve la equidad (Bailyn, 2003).
La accountability como sistema de evaluación de la carrera científica está construida sobre una idea muy concreta del hecho de ser científico que coincide con perfiles tradicionalmente masculinos: largas, larguísimas, jornadas evitando cualquier distracción importante que nos aparte del objetivo de producir. Y el cuidado distrae y mucho. Como señalábamos, el tiempo de cuidado y el tiempo de hacer ciencia son, a veces, claramente contradictorios y no tenerlo en cuenta representa un agravio para las mujeres. No se trata, pensamos, de hablar solo de logro de determinados niveles de productividad equiparables entre mujeres y hombres. La cuestión trascendente aquí, creemos, son los efectos de este logro sobre las personas, es decir, el agotamiento, la angustia o la culpabilidad, como bien manifiesta Gill (2010), y que evidencia la «corrosión del carácter» de los científicos con la introducción de formas del nuevo capitalismo en la universidad (Sennett, 2000).
«La ‘accountability’ como sistema de evaluación de la carrera científica está construida sobre una idea muy concreta del hecho de ser científico que coincide con perfiles tradicionalmente masculinos»
En definitiva, habría que buscar nuevos indicadores o bien matizar los existentes con la realidad de cientos de personas que investigan y tratan de hacerlo compatible con los cuidados. Huir del sesgo androcéntrico de estos indicadores (Carrasco, 2007) procurará seguro un sistema más proclive a conseguir un mayor grado de equidad entre el personal investigador.
En este sentido están surgiendo diferentes propuestas. Es el caso, por ejemplo, de la recopilación de medidas pensadas para minorar los sesgos de género en la ciencia y el mundo académico propuestas en un congreso que se celebró en 2008. Una de estas medidas es no contabilizar los años dedicados al cuidado de las personas en situación de dependencia en la evaluación de la trayectoria académica y, otra, otorgar un plus en las convocatorias para la financiación de proyectos de investigación y de innovación docente a los grupos que acreditan una composición equilibrada entre mujeres y hombres (Izquierdo, 2008). Por otra parte, el II Plan de Igualdad de la Universitat de València propone analizar los efectos de las normativas sobre conciliación con la finalidad de que no se produzcan efectos perversos en las carreras profesionales de las personas a las que se les aplique la normativa. Otra buena noticia es que la actual Conselleria de Educación, Investigación, Cultura y Deporte valenciana flexibiliza en la convocatoria de ayudas y subvenciones científicas de 2016 algunos de los requisitos «en el caso de aquellas personas que hayan gozado de permisos derivados de maternidad o paternidad disfrutados de acuerdo con las situaciones protegidas que recoge el régimen general de la Seguridad Social o en el caso de atención a personas en situación de dependencia».1
En definitiva, si queremos una universidad realmente de excelencia, en un sentido equitativo y considerada con las condiciones sociales, es necesaria la contribución de todos sus miembros, sin excepciones. Sabemos, como científicas, que contar no es una actividad neutra sino que se hace desde una posición social muy concreta. Matizar esta postura –en el caso que defendemos aquí teniendo en cuenta las necesidades de cuidados que tienen los investigadores más allá del ámbito académico (y en su interior)– es un paso necesario para alcanzar un marco de equidad de género.
1. Corrección de errores de la Orden 6/2015, de 9 de septiembre, de la Conselleria de Educación, Investigación, Cultura y Deporte, por la que se aprueban las bases reguladoras y se convocan ayudas para la promoción de la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la innovación en la Comunidad Valenciana. (2015). Consultado en http://www.dogv.gva.es/datos/2015/ 09/30/pdf/2015_7957.pdf (Volver al texto)
REFERENCIAS
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Gill, R. (2010). Breaking the silence: The hidden injuries of the neoliberal academia. En R. Ryan-Flood, & R. Gill (Eds.), Secrecy and silence in the research process: Feminist reflections (pp. 228–244). Londres: Routledge.
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