«Fer anyades» (cosechas), «criar cucs» (“gusanos”) o «collir seda» son algunos de los nombres que recibe en el País Valenciano la actividad agrícola que designamos con el tecnicismo de «sericicultura». Una práctica que precisa de unos procedimientos y dedicación constantes.
Para empezar, la parte superior de las casas valencianas, conocida como «cámara» o «andana», era el espacio reservado a la cría de gusanos. Debía tener ventilación, en concreto unas ventanas por donde corriese el aire. En su interior, se diferenciaba una habitación pequeña donde se deposiba la semilla para avivarla, que recibía el nombre de «avivador». Los gusanos se disponían en una construcción de cañizos que se colocaba en la cámara llamada andana. Acostumbraba a tener de cuatro a cinco cañizos, aunque podía llegar a tener siete, ocho o, incluso, nueve. Las casas que criaban gusanos en la planta baja llegaron a diseñar unas «andanas levadizas». Durante siglos, tan importantes fueron los cañizos en las humildes economías labradoras valencianas que los encontramos documentados en las relaciones de los inventarios de bienes de los testamentos.
La anyada empezaba, en el mundo tradicional, el primer viernes de marzo con la bendición de la semilla, dispuesta dentro de unas cajitas cubiertas de gasa, por el rector de la parroquia. A partir de este momento había que avivarla. Tradicionalmente, ha sido la mujer la encargada de hacerlo, con la aplicación de calor continuado durante unos diez o doce días, bien llevándola en su seno, en la falda, o dejándola entre dos colchones de lana, o dentro de una cesta de carbón. Las modernas incubadoras y las cámaras de avivamiento colectivo de semilla, más fiables en el control de la temperatura y la humedad, acabaron desterrando, sólo en los últimos tiempos, las viejas prácticas.
Desde el mismo día del nacimiento de los gusanos empezaban las labores. La principal, repartirles la hoja, que podía alojarse en el pliegue del delantal o en una canasta, capazo o cesta. Esta faena precisaba de la ayuda de una escalera para acceder a los cañizos superiores de la andana. A medida que iban creciendo, había que ir escampando y estovant (“mullendo”) los gusanos. Cambiarles el llit (la “cama”), es decir, los residuos de la hoja seca y la suciedad, era una acción precisa y repetida que se hacía con la ayuda de un papel perforado o de redes. Los gusanos subían a ellos y así se podía retirar la basura.
«Anar a fer botja», es decir, desplazarse con el carro o las caballerías a la montaña a recoger botges blanques (“bojas”), las hierbas o matas con que se hace el enramado donde el gusano deberá subir para hilar su capullo era otro trabajo insoslayable. Cuando los gusanos empezaban a hilar, había que colgar en la andana las botges. Esta acción, llamada embotjar (“embojar”), consistía en poner cada medio metro una tira de botges, dejando en medio una calle o pasadizo central. Cuando subían a las botges, los gusanos empezaban a hilar, a rodar la cabeza y lanzar la seda. Al acabar su trabajo, con todos los gusanos ya dentro de sus capullos, parecía que había nevado sobre la andana. Era el momento único que, por su belleza y espectacularidad, recogen muchas instantáneas fotográficas.
Una vez el capullo ya estaba granado, unos quince o veinte días después de subir el gusano a la botja, se retiraban éstas de los cañizos (una acción llamada desembotjar) y se iban recogiendo los capullos sacándolos de las botges o descapellant. Normalmente, cada casa podía recolectar entre cien o doscientos kilos de capullo. El capullo había que echarlo al suelo y meterlo después en una canasta. En este punto era indispensable la colaboración de familiares o vecinos y durante uno o dos días se reunía un grupo de siete a quince personas para completar el trabajo, un momento feliz propicio para la conversación que acababa siempre con una invitación a comer.
Después, el capullo se metía en sacos, se pesaba, y era vendido a la empresa, que, en poco tiempo, lo llevaría a ahogar, operación previa a la hilatura. Acabada la crianza, era el momento de dejar a punto las cámaras para otro año. Las botges, sucias de heces e hilo, se quemaban en las puertas de las casas y todo se convertía en el llamado fum de botges (“mucho humo pero poco fuego”). Finalmente, las andanas se limpiaban y desinfectaban, para evitar posibles enfermedades de los gusanos para las cosechas siguientes, y se enjalbegaban las paredes.