Entrevista a Fernando Maestre
«Hay que cambiar el estereotipo de éxito en ciencia»
Premio Rei Jaume I de Protección del Medio Ambiente
Fernando Maestre (Sax, 1976) asegura que iba para médico, pero durante el último año de instituto empezó a preocuparse por el medio ambiente y finalmente se decantó por la biología. «Pensé que esta carrera académica me iba a permitir contribuir a estudiar y a luchar por la defensa del medio ambiente», recuerda. Y su trayectoria parece darle la razón. En 2020 Fernando Maestre ha sido galardonado con el Premio Rei Jaume I de Protección del Medio Ambiente, en reconocimiento por su trayectoria en el estudio del problema de la desertificación y la influencia de su investigación en la gestión sostenible de las zonas áridas.
Fernando Maestre es catedrático de Ecología en excedencia de la Universidad Rey Juan Carlos, y actualmente dirige el Laboratorio de Ecología de Zonas Áridas y Cambio Global en la Universidad de Alicante. Parte del premio Jaume I, que tiene una dotación de 100.000 euros, irá destinado a financiar estancias de investigadoras jóvenes africanas en la Universidad de Alicante, para desarrollar investigaciones sobre ecología, seguridad alimentaria y cambio climático y desertificación en África.
Muy activo en redes sociales, su preocupación por el medio ambiente también queda reflejada en su cuenta de Twitter, donde es habitual que comparta sus salidas para recoger plásticos y envases en zonas naturales, además de mostrarse muy crítico con el sistema actual de gestión de residuos.
Otro aspecto sobre el que suele mostrar especial atención es a la vertiente más humana de la investigación. Sus artículos en la revista Nature sobre la necesidad de crear buenos ambientes de trabajo en el laboratorio y sobre el estrés que genera la tarea investigadora tuvieron mucho eco en las redes sociales y dieron pie a que muchas personas compartieran sus casos particulares, muestra de que realmente existe una necesidad por hablar sobre cómo mejorar los ambientes de trabajo en la investigación.
Conversamos con él a través de videoconferencia, una actividad que hemos incorporado a nuestra cotidianidad dentro de la nueva normalidad impuesta por la pandemia. Una entrevista en la que nos explica que su interés por las zonas áridas viene por proximidad, al haber crecido en un entorno semiárido, pero también por la falta de investigación sobre estos entornos fruto de un desinterés generalizado. Un hecho que, según el investigador, lo que deja entrever en definitiva es un desinterés también hacia nuestros ecosistemas y nuestro territorio. «Yo siempre digo que somos como somos por nuestras circunstancias. Y nuestra historia está ligada a la historia natural del entorno en el que vivimos, que son las zonas áridas», sentencia.
Comenzamos con una pregunta que puede parecer obvia, pero que no sé si siempre tenemos clara. ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de zonas áridas?
Nos estamos refiriendo a zonas con un determinado tipo de clima. A lo largo de los años se han propuesto distintas definiciones, la más ampliamente utilizada se basa en un parámetro que se denomina índice de aridez, y es muy sencillo, simplemente es la precipitación dividida por la evapotranspiración, es decir, la relación entre el agua que cae por precipitación respecto a la cantidad de agua que se pierde por evapotranspiración. Observar la evaporación es muy fácil, si pones un vaso con agua en Alicante, se evaporará mucho más rápido que si lo pones en Berlín, por ejemplo, porque la intensidad de la radiación y la capacidad evaporativa de la atmósfera aquí es mucho mayor. Así que conceptualmente es muy sencillo, las zonas áridas son aquellas en las que llueve menos de lo que se pierde por evaporación, y por tanto, son zonas con déficit hídrico, con déficit de agua.
Muchas veces relacionamos zonas áridas con desiertos, pero las zonas áridas van mucho más allá.
Generalmente se tiene la idea de los desiertos como lugares donde apenas hay vida, como antítesis del bosque tropical. Pero los desiertos tienen una vida sorprendente. Lo que pasa es que a todo el mundo que le hablas de desierto le viene a la cabeza un desierto de dunas, como el del Sáhara, lugares muy inhóspitos donde hace muchísimo calor de día y con temperaturas bajas por la noche, donde llueve muy poco y hay muy poca vegetación restringida a lugares muy concretos. Pero hay distintas categorías de zonas áridas en función del nivel de aridez: hiperáridas, áridas, semiáridas y seco subhúmedas. Los desiertos como el Sáhara, Atacama o el Gobi son lugares con valores de aridez extremos, hiperáridos, pero la práctica totalidad del territorio valenciano, por ejemplo, tiene un clima semiárido o seco subhúmedo, exceptuando zonas muy puntuales. Las zonas áridas comprenden más del 40 % de la superficie terrestre, y en la península Ibérica representan prácticamente tres cuartas partes del territorio.
¿Qué tiene que pasar para que hablemos de desertificación?
Hay mucho desconocimiento sobre la desertificación, la imagen que tenemos en el imaginario colectivo es la de un desierto que va engullendo el territorio. Pero no es así. La definición oficial es la degradación de la tierra asociada tanto a causas climáticas –el cambio climático es un factor que incrementa la vulnerabilidad de las zonas áridas– como a las actividades humanas inadecuadas. Y aquí es donde entra en juego el uso que hacemos de los recursos.
La desertificación se produce entonces por un mal uso de los recursos, ¿qué deberíamos hacer para favorecer un uso más racional?
Hay muchos recursos que son fundamentales, pero a mi me gusta centrarme en dos, el agua y el suelo. El suelo es un recurso en el que muchas veces no pensamos, pero sin él no hay vida. Es uno de los factores a los que más importancia se le ha dado en el estudio de la desertificación y en los procesos que la ocasionan, como por ejemplo la erosión. Por una parte, tenemos la degradación del suelo, que se ve acentuada por el uso que hacemos del mismo, por ejemplo con determinadas prácticas agrícolas. Además, el cambio climático está aumentando la frecuencia de eventos de lluvia muy intensos. Las lluvias torrenciales, junto con otras transformaciones en el territorio, provocan que parte de ese suelo se acabe perdiendo. Llega un momento en el que se cruza un umbral en el que ya no hay marcha atrás, y entonces sí que empieza un cambio abrupto hacia la degradación y la desertificación.
Y por otra parte tenemos el uso del agua.
Este es muy fácil de entender. Si cogemos lugares paradigmáticos en el semiárido, como el campo de Cartagena, el poniente almeriense, el sur de la provincia de Alicante y toda la huerta murciana, son zonas que se basan en el regadío, y las estamos sobreexplotando. Ahora mismo estamos utilizando el agua como si fuera un recurso infinito, cuando es finito y muy escaso, y lo estamos explotando a un ritmo mucho mayor del ritmo al que es capaz de regenerarse de manera natural. ¿Qué haremos cuando agotemos el agua?
¿Estamos cerca de llegar a este punto?
Son escenarios apocalípticos, pero a este ritmo de consumo podemos llegar en pocas décadas. Vamos a desertificar ese territorio, porque dejará de ser productivo y no va a ser capaz de mantener el sistema socioeconómico que sostiene a día de hoy. Y, además, dejaremos los acuíferos contaminados con nutrientes, toneladas de plástico y los suelos llenos de pesticidas y de salitre, porque en Almería o en Cartagena, por ejemplo, el agua de los acuíferos tiene mucha sal y estamos utilizando desaladoras. En la mayor parte del planeta la desertificación viene por este agotamiento de los recursos, derivado del uso inadecuado que hacemos de ellos. Me gustaría dejar claro que no se trata de demonizar al agricultor, sino de que la agricultura sea una actividad sostenible, que evitemos el colapso. El mercado actual fuerza a muchos agricultores a exprimir hasta la última gota de agua para poder competir en un mercado hipercompetitivo. Así que la visión del agricultor la entiendo perfectamente, pero tenemos que ser conscientes que hay que cambiar el chip a corto plazo si lo que queremos es asegurar la sostenibilidad de la actividad económica a medio y largo plazo.
Según datos de Naciones Unidas, en las zonas áridas viven más de 2.000 millones de personas, el 50 % de la ganadería está en estas zonas y también un 44 % de los cultivos. Es decir, del acceso a recursos como el agua depende muchísima gente.
Y nuestro país es un buen ejemplo de ello. Ahora mismo somos el principal proveedor de productos frescos para Europa. Pero en el ámbito global, muchas zonas áridas son focos de producción de alimento muy importante, también desde el punto de vista de la ganadería, y sobre todo de la ganadería de subsistencia. En el África subsahariana y numerosas partes de América latina y Asia, hay mucha gente que depende de lo que le da la tierra, de lo que pueda cultivar y de las cabezas de ganado que pueda mantener. Y la inmensa mayoría de esa población está en zonas áridas. Así que realmente estas zonas son muy importantes para la sostenibilidad de nuestro planeta, no solo desde el punto de vista ecológico, sino también social y económico.
Es tan importante que la falta de recursos o el intento de controlarlos se encuentran detrás de muchos conflictos en diferentes partes del globo.
Sin duda, es un problema fundamental. Si hay algo que no tenemos, y mucho menos nos sobre, es el agua. Es un tema muy complejo, pero cada vez hay más evidencias de que la ausencia de recursos como el agua está detrás de parte de las revueltas sociales y de los conflictos, como ocurrió por ejemplo en Siria o lo que está ocurriendo en el Sahel, donde estamos viviendo en los últimos años un incremento muy importante del yihadismo. Estos movimientos fundamentalistas tienen una carga ideológica muy fuerte detrás, pero es más fácil para estos movimientos reclutar y convencer a gente que está descontenta con el sistema actual. Y la principal manera de evitar el descontento es que la gente pueda vivir, y que lo pueda hacer en unas condiciones mínimamente dignas. Cuando hablamos de poder vivir en el caso del Sahel, hablamos de que la gente pueda alimentarse.
El cambio climático es un factor que también contribuye a la desertificación. ¿Estamos tomando las medidas necesarias para frenar o mitigar su impacto? ¿Tenemos margen de actuación?
El cambio climático es imparable y el margen se está reduciendo muchísimo, tanto que si queremos quedarnos en la frontera de los 2 ºC y evitar que la temperatura media global aumente unos 3 ºC tenemos solo esta década. El problema con los grandes retos ambientales, como el cambio climático o la desertificación, es que requieren cambios muy importantes en nuestra manera de vivir. No se trata de volver a la Edad Media, pero ¿es sostenible que nos vayamos de vacaciones al Caribe? ¿Es sostenible que un vuelo sea más barato que un billete de autobús? ¿Y que tengamos toda la fruta todo el año? ¿Necesitamos todos estos envases? Imagínate que pesaras todo lo que hay en el supermercado, ¿qué porcentaje sería plástico? Es un disparate cuando ves un pepino envuelto en plástico, ¡si el pepino ya tiene funda natural! El problema es que son cambios que mucha gente, incluso muchas de las personas concienciadas, no está dispuesta a hacer o le cuesta mucho. Pero no se cambia solo a base de acciones individuales, hace falta legislación a nivel nacional e internacional para cambiar esas cosas. Es difícil pasar de las palabras, en las que todo el mundo está de acuerdo, de los acuerdos internacionales, a los hechos. Cambiar un sistema socioeconómico es muy complejo, porque no hablamos solo de medio ambiente o de ecología, hablamos de economía, sociología, ética… Las personas somos un componente fundamental de los ecosistemas, para lo bueno y para lo malo. Es algo que los ecólogos, y esto es una crítica que nos hacemos nosotros mismos, muchas veces hemos olvidado cuando estudiamos los ecosistemas.
La pandemia nos ha obligado a un cambio de vida brusco en muchos aspectos, que nos ha mostrado que ciertas transformaciones eran relativamente fáciles de llevar a cabo. ¿La pandemia nos ayudará a poner en marcha estos cambios o es algo transitorio?
Como científico, yo me suelo basar en la evidencia y en los datos, y la información que tenemos no invita al optimismo. Pero yo siempre intento ver la botella medio llena. Hay efectos positivos que se van a quedar. El teletrabajo por ejemplo. En mi equipo llevamos años teletrabajando varios días a la semana. Para mi es algo natural, pero en España está muy arraigado el presencialismo. Obviamente no en todos los trabajos es posible, pero en los que se pueda creo que el teletrabajo ha llegado para quedarse. Ahora bien, soy un poco más escéptico respecto a otros cambios que ahora mismo están impuestos por necesidad. Parece que está todo el mundo deseando subirse a un avión, por ejemplo. Todos deseando ponerse la vacuna para volver a lo de antes. Y además, la pandemia está agudizando problemas que ya teníamos, como las cantidades ingentes de residuos que estamos generando, sobre todo de plásticos, de mascarillas, de cosas de usar y tirar… que no somos capaces de procesar adecuadamente. Ahora bien, también siendo positivos, a través de los paquetes de estímulo que están planteando los gobiernos, se está poniendo mucho énfasis en la transición verde, sobre todo en todo lo que tiene que ver con la energía y la descarbonización del transporte. Así que yo creo que en ese sentido va a servir de catalizador para acelerar cambios profundos que además son muy necesarios, sobre todo en dos sectores clave como son el transporte y la generación de energía.
Usted se ha mostrado también muy preocupado por la necesidad de favorecer un buen clima de trabajo en ciencia. Es cierto que la carrera investigadora es muy vocacional, pero que puede generar un desgaste muy grande por la exigencia y el estrés que puede derivar de ella. ¿Cuáles son los principales problemas en la carrera investigadora y cómo cree que se pueden solucionar?
Es un tema fundamental que tiene muchas aristas. Por una parte está la escasez de recursos, que no pasa solo en investigación, sino prácticamente en todos los sectores. En el caso de la ciencia hay mucha más gente que aspira a ser investigador o investigadora que plazas disponibles. Esta situación se ha agravado en España por los recortes que hemos sufrido desde la crisis de 2008, de los que todavía no nos hemos recuperado, y que han contribuido a que el sistema sea hipercompetitivo. Un aspecto clave sería, obviamente, aumentar la inversión en ciencia.
¿Una presión que se hace más patente en los investigadores jóvenes?
Los investigadores jóvenes lo tienen mucho más difícil de lo que lo tenía yo cuando empecé, por ejemplo. En las convocatorias públicas de contratos postdoctorales hay 10 plazas y se presentan 300. Esa presión se traduce en jornadas de trabajo interminables, en trabajar los fines de semana, en ansiedad porque mandas un artículo y te lo rechazan, haces un experimento y te sale mal, y eso es una fuente de estrés muy fuerte. Puedes tener una época mala, pero cuando esas fuentes de estrés se van acumulando, eso puede derivar en ansiedad, en depresión y otros tipos de problemas, y por eso hablamos de una crisis de salud mental en ciencia. Además, tradicionalmente siempre ha sido difícil dedicarte a la investigación, y más en países como España con pocos recursos, y por eso nos encontramos en ocasiones con lo que se llama el sesgo del superviviente (si yo lo he hecho, otros también pueden), que no ayuda a visibilizar ni poner fin a este problema. Cuando te has formado en un entorno hipercompetitivo y has sobrevivido, luego es muy probable que lo acabes reproduciendo, porque el principal modelo de los investigadores en formación son sus jefes o jefas de grupo.
¿Es necesario un cambio de modelo?
Sin duda, y no solo en España. Yo he visto carreras brillantísimas malograrse por esto, y por comportamientos muy poco éticos dentro de los grupos. En el fondo es muy sencillo, ¿quién puede ser productivo trabajando en un entorno tóxico? ¿Trabajando bajo presión, con comportamientos poco éticos, bajo condiciones de acoso…? Hay cosas que yo no puedo cambiar del sistema, la hipercompetitivdad o las pocas plazas para investigadores jóvenes, pero lo que sí está en mi mano es crear un buen ambiente de trabajo. Mi misión como mentor es potenciar las capacidades de la gente de mi laboratorio. Creo que cuidando de la gente, la gente acaba dando lo mejor de sí. Y luego se produce una cosa muy positiva, porque generalmente la gente que se forma en un entorno de trabajo saludable, cuando monta sus grupos independientes lo reproduce.
El pasado verano, publicó un artículo sobre el estrés que le produjo trabajar durante los meses de confinamiento en 2020. Una de las reflexiones que hacía era que si cuidas de la gente que te rodea, ellos te cuidarán cuando lo necesites, mientras que tus artículos científicos, los fondos y los premios no lo harán. ¿Quizás hace falta tomar las cosas un poco más con perspectiva en el mundo científico?
Es que es cierto, porque cuando te pones enfermo te cuida otra persona. Cuando tienes un problema quien te consuela es otra persona, cuando necesitas apoyo es otra persona la que te apoya. No son tus papers, que obviamente son una parte fundamental de nuestro trabajo, y yo me lo tomo muy en serio. Pero el trabajo al final no es mi vida. Además, casi el 80 % del presupuesto de nuestro laboratorio es para contratar personas. Muchas veces se pone el foco en la investigación como si fuera algo etéreo, pero la investigación la realizan personas. Y yo creo que es una cuestión muy importante que no hay que perder de vista.
¿La pandemia está suponiendo un estrés extra?
Ha sido como una prueba de fuego, una época muy estresante. Yo soy corredor, y estar de golpe encerrado y no poder salir a la calle a correr a mi me sentó físicamente mal. Llegó un momento que el estrés se me disparó, y comencé a sentir incluso dolor en el pecho. Tras descartar otras causas, el médico me dijo que tenía todos los síntomas de ansiedad. Y me di cuenta de que era un poco paradójico, yo, que estoy siempre preocupándome por el bienestar de los demás, tenía que empezar a preocuparme más por el mío propio. Así que me impuse una serie de medidas que me funcionaron muy bien. Fue salir del médico y dejé todos los grupos de WhatsApp. He estado más de dos meses sin ver noticias. Yo, que soy muy tuitero, desinstalé la aplicación del teléfono, y a las ocho de la tarde apagaba el móvil. Al principio parece que no lo puedes hacer, pero combinando todo eso con salir a pasear por las mañanas y a correr por las tardes, e intentar centrarme más en el ahora y no pensar tanto en lo que va a venir mañana, la verdad es que me funcionó.
¿Y por qué se decidió a compartir la experiencia?
Contarlo también fue un poco catártico. Hay gente que piensa que estas cosas son muy privadas, que prefiere no contarlas, cada persona decide que hacer con su situación y su vivencia, pero también ha habido muchísima gente que a raíz de contar mi caso me ha escrito diciéndome lo que les ha ayudado, muchísimos compañeros que se han puesto en contacto conmigo porque han tenido ansiedad o depresión. Creo que sobre todo lo que tenemos que cambiar es el estereotipo de éxito en ciencia. La imagen del científico exitoso es generalmente la de un varón blanco, de mediana de edad o mayor, con el pelo alborotado, la bata y trabajando. El estereotipo que nos han vendido siempre es el del científico para el que la ciencia es su vida. Y por supuesto los fracasos ni se cuentan, solo vale el éxito. Pero es importante que la gente tenga otros modelos de éxito. Puedes dedicarte a la investigación y tener una vida plena y feliz sin necesidad de sacrificar todo lo demás. Es difícil, sobre todo cuando hay tanta presión y en un sistema tan competitivo, pero es un objetivo al que tenemos que aspirar. Yo siempre digo que nuestros laboratorios deberían ser un lugar para formar investigadores e investigadoras, no para destruir personas. ¿Cuántos científicos o científicas con muchísimo potencial han abandonado porque han caído en algún laboratorio que los ha destrozado? Por eso, ahora que tengo una situación en la que no estoy preocupado ya por mi futuro y que cosas como el propio premio Jaume I me dan visibilidad, quiero aprovechar para abogar por un cambio en la manera como trabajamos. Hay que intentar que hacer ciencia sea un trabajo más saludable, porque eso redundará en beneficios: vamos a ser más creativos, a trabajar mejor, y puede que no seamos más productivos en términos de número de artículos, pero haremos ciencia de más calidad y con más impacto.