Umberto Eco (Alejandría, 1932) está considerado por sus teorías una de las figuras más destacadas del mundo de la semiótica, y actualmente ejerce su cátedra en la universidad de Bolonia, la más antigua de Europa. Sin embargo, su nombre está ligado a sus incursiones en la narrativa con obras tan conocidas como “El nombre de la rosa”. Al mismo tiempo, es uno de los columnistas más influyentes de la prensa italiana, con una sección fija en el diario La Repubblica. Doctor ‘honoris causa’ por veinticinco universidades del mundo, ha recibido multitud de premios y condecoraciones, como la Legión de Honor de Francia y el Premio Príncipe de Asturias en el año 2000. su labor como profesor le ha llevado a impartir conferencias y cursos universitarios por todo el mundo. En 1992 fue nombrado miembro del foro de Sabios de la Unesco.
La paciencia es amarga, pero sus frutos son dulces. Después de pasar seis meses detrás de una de las figuras académicas más conocidas universalmente, el profesor Eco finalmente nos concedió una entrevista.
Faltan diez minutos para las cuatro, y en Bolonia luce el sol, cosa extraña en el gélido febrero de esta ciudad del norte de Italia. Bajamos por la Via Zamboni, la calle donde se encuentran las antiguas facultades. Al llegar a la esquina con la Via Marsala giramos a mano izquierda. De pronto, descubrimos un gran palacio pintado del color rojo tan característico de esta ciudad medieval. Es el Instituto Superior de Estudios Humanísticos, una “superescuela” como se sabe en toda Italia, fundada por el mismo Eco y destinada a difundir la cultura internacional. Es también casi su segunda casa.
«Los medios de comunicación, por su propia naturaleza, han de ofrecer siempre revelaciones inmediatas de acontecimientos importantes. En cambio, el científico que elabora una investigación ha de seguir un método muy jerarquizado y riguroso»
Nos comunican que aún debemos esperar unos minutos, instantes que vienen marcados por el sonido monótono del goteo de uno de los radiadores, que tiene una fuga. El silencio de la sala contrasta con la actividad constante de la secretaria del profesor, la señora Barbatano, a la que vemos a través de su puerta entornada. Pensamos en la posibilidad de que Eco no esté en la escuela, pero de pronto oímos su voz potente. Habla por teléfono y hace grandes exclamaciones.
Después de veinte minutos de espera, la secretaria nos invita a entrar en el despacho de Eco. A medio camino nos sale al encuentro un hombre corpulento, con un traje azul, camisa blanca, y corbata azul con puntos rojos. Los cristales de sus gafas son gruesos, pero no lo afean. Estrecha la mano con fuerza –en Italia no es común besar si no se conoce a la persona– y con una sonrisa irónica y un gesto amable propio de un gentleman italiano nos invita a acompañarlo.
El gris es el color predominante en esta habitación donde el profesor Eco trabaja habitualmente. Su mesa nos revela una intensa actividad diaria: hojas de toda clase, varios CD próximos a un pequeño radiocassette, otro par de gafas, un libro titulado Raison et foi, de Alain de Libera, en primer término y un montón de artículos, diarios y revistas apilados.
Un gran cenicero cuadrado recoge las siete u ocho colillas de Phillip Morris, que aumentarán hasta doce durante el transcurso de nuestra conversación.
Eco está ansioso por empezar a hablar. Le gusta el tema de la ciencia. Nos da pie para hacer una pequeña introducción y formular nuestra primera pregunta. A partir de aquí el profesor asume el protagonismo del momento y se deja llevar por la emoción de sus palabras.
Usted siempre ha mostrado interés por la ciencia. Hace pocas semanas dictó una excepcional conferencia sobre Giordano Bruno, ha escrito también sobre Foucault. ¿A qué se debe este interés? No es muy propio de un semiólogo…
¿Por qué no es normal? ¡No! [Exclama con las manos levantadas.] ¡Me parece normalísimo! Alrededor de los años cincuenta, un autor inglés, Snow, diferenció entre dos mundos: el mundo de las ciencias duras y el mundo de las ciencias humanísticas. Yo discrepo de esta postura. No es del todo cierta. Por ejemplo, semiólogos y lingüistas estudian problemas de la comunicación que requieren ciertos conocimientos del código genético. Semiología y genética no estudian fenómenos semejantes, sino imbricaciones y aspectos comunes. O como ya escribía hace quince años en mi libro Los límites de la interpretación, los inmunólogos entran muchas veces en contacto con los semiólogos porque se han percatado de que en muchos mecanismos de inmunología se verifican fenómenos de comunicación.
El verdadero problema es que en el pasado había más contactos de éstos. Descartes y Pascal se interesaban por ampliar sus conocimientos en otros ámbitos, a pesar de que escribían textos específicos de geometría y física, como el de Pascal, L’équilibre des líquides [lo dice enfatizando la pronunciación francesa de la que tan orgulloso se siente].
«Hoy la especialización ha establecido una barrera muy alta que obstaculiza el interés recíproco entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, De ahí la necesidad de traducciones constantes a un lenguaje más próximo a la gente»
La ciencia tiene un lenguaje que muchas veces no resulta accesible a la gente común. ¿Le interesa este lenguaje de la ciencia?
Antes la ciencia tenía un nivel comprensible a todos. Hoy la especialización ha levantado una barrera muy alta que obstaculiza el interés recíproco entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, de ahí la necesidad de traducciones constantes a un lenguaje más próximo a la gente. Por este motivo hoy es tan importante la figura del divulgador periodístico frente a la divulgación alta, mucho más profunda y dirigida a especialistas. Normalmente esta última clase de divulgación es practicada por el mismo científico, divulgador de sí mismo, que hace sus obras accesibles a especialistas en otras ramas. Es decir, no es lo mismo que Heisenberg hable conmigo y me explique sus teorías que Heisenberg escriba un libro más sencillo de leer para explicar al resto de los individuos sus conocimientos.
¿Qué opina de la divulgación científica a través de los medios de comunicación?
La comunicación entre el especialista y la gente me parece un trabajo inmensamente difícil. En el mundo anglosajón, la divulgación científica tiene mucha tradición y su trabajo es excelente. Citaré, por ejemplo, los libros de divulgación de Isaac Asimov para el gran público o muchos de los artículos publicados en diarios como el New York Times. En este mundo no es ninguna vergüenza elaborar este tipo de divulgación. En cambio, en Italia, y en general en todo el mundo latino, el círculo científico académico muestra un gran rechazo a este tipo de trabajos divulgativos, que consideran demasiado comerciales.
Pero hay un peligro continuo en la divulgación periodística. Los medios de comunicación, por su propia naturaleza, deben ofrecer siempre revelaciones inmediatas de acontecimientos importantes. En cambio, el científico que elabora una investigación tiene que seguir un método muy jerarquizado y riguroso: hipótesis, experimentación y aplicación de los sistemas try-error, formulación de una nueva hipótesis… Un caso de esta contradicción en la manera de trabajar de los dos ámbitos, el mediático y el científico, se podría explicar con el siguiente ejemplo cómico. [Eco habla como un profesor, pero ameniza sus explicaciones con ejemplos un tanto irónicos y llenos de gracia. Su espíritu ilustrador se hace presente en cada una de sus respuestas.] Imaginemos que mañana unos científicos se plantearan la hipótesis de que el Sol está constituido por nata montada. A pesar de que el periodista sea prudente y muestre un cierto escepticismo con la nueva teoría no probada, el titular del diario no lo será en absoluto: “El Sol está constituido por nata montada”.
Este es, en mi opinión, el peor problema de la divulgación científica “popular”, es decir, llevar soluciones a temas que no son aún más que hipótesis. En caso contrario, el público nunca podrá entender la dificultad del proceso de investigación.
En las últimas décadas la información científica poco a poco adquiere un papel más relevante en los medios de comunicación. Usted ha dicho que a veces hay un pactum sceleris entre el científico y el medio por el cual el científico no puede resistir la tentación –o piensa que es deber suyo– de comunicar una investigación en curso, tal vez por razones de búsqueda de financiación.
En el año 1988, asistí a una conferencia que versaba sobre las relaciones entre la universidad y los medios de comunicación, y como conclusión hablamos de la extraña situación en que se encuentra el científico frente a los medios. En este sentido encontramos tres tipos de investigadores. En primer lugar, aquel extremadamente prudente que no acepta hablar con los medios, y de él tan sólo se publican noticias indirectas. Una segunda opción es la postura de aquel investigador que da pocas respuestas, pero en cambio los medios harán toda una elaboración de sus palabras. Y por último, hay que hablar de aquel científico que por vanidad no se resiste a la tentación de dejarse entrevistar por los medios. Las razones pueden ser múltiples y variadas: el sueldo, la gloria académica o la presunción frente a otro investigador del mismo campo. Él se cree que utiliza los medios de comunicación como instrumentos de batalla, pero cae en la trampa de los medios, como les ocurrió a los autores de la conocida “fusión fría”. [Sin casi un minuto para respirar a fondo, Eco coge otro Phillip Morris y continúa con su explicación.]
La verdad es que nos encontramos ante un gran drama. Por una parte, si no se habla de la investigación científica en los medios de comunicación, se abre una gran separación entre el público y la ciencia. Por otro lado, si se habla en los medios de ciencia, se confunde al público presentando la ciencia como una especie de magia. Y esta situación no solamente afecta a la ciencia, sino a cualquier tema.
«El peor problema de la divulgación científica “popular” es traer soluciones a temas que no son aún más que hipótesis. En caso contrario, el público nunca podrá entender la dificultad del proceso de investigación»
En un artículo suyo titulado “El mago y el científico”¹ explicaba la eterna polémica entre esotéricos y racionalistas. ¿No es un contrasentido que el siglo XXI), sea al mismo tiempo el siglo del renacimiento de las ciencias paranormales? ¿A qué se debe esta credulidad de la gente?
La necesidad de la magia aumenta en nuestro tiempo precisamente porque los principios de la ciencia están cada vez más lejanos de la gente común, mucho más de lo que pudiera parecer en el pasado, y además, el tiempo de la investigación crece y se prolonga. Estos dos motivos pueden explicar por qué el público no preparado busca soluciones mágicas. La magia asegura lograr un máximo resultado con el mínimo gasto en el tiempo más breve. La investigación científica es justo lo contrario.
Es contradictorio, sin embargo vivimos en un mundo dominado por la ciencia en que al mismo tiempo se busca el resultado por la vía más breve. Es más fácil practicar vudú que contratar a alguien para que vaya a matar a otro. O la gente, ¿por qué vota a Berlusconi? Porque es quien más soluciones promete en breve plazo.
En este sentido, una de las responsabilidades de la divulgación es hacer entender la complejidad de la investigación científica. O al menos actuar como un buen método preventivo siempre que sea utilizada de manera responsable y honesta. Sin embargo, ésta tiene un destino difícil en los medios, donde no está de moda la dialéctica en torno a un gran problema, sino dar la noticia.
¿Qué otras vías piensa que pueden ser otras formas eficaces para transmitir a la sociedad una formación científica? Museos, escuelas, conferencias…
La cuestión es sobre todo de la escuela. Su principal función hace años era dar muchas nociones básicas y teóricas: teoremas matemáticos, las guerras napoleónicas, etc. Hoy estas nociones se pueden obtener fácilmente a través de los medios de comunicación, y sobre todo de Internet, donde se encuentra prácticamente de todo. Otra cosa es poder discernir qué es verdad y qué no lo es. Por lo tanto, la escuela ha quedado liberada de esta función meramente teórica, y se podría centrar en enseñar la manera crítica de recoger información sobre Napoleón, o sobre las células madre. Una escuela así no es nada fácil, pero podría ayudar muchísimo al público a comprender la divulgación científica.
A través de sus obras ha difundido muchas ideas científicas. ¿Se considera usted un divulgador científico?
Sí, pero deberíamos diferenciar dos maneras de llevarla adelante, según se trate de ciencias físicas o humanísticas. A través de los artículos en los periódicos, el científico humanista puede recapacitar sobre aspectos que afectan a los humanos en la vida cotidiana. Y por lo tanto, además de divulgar, puede que esté haciendo al mismo tiempo investigación. Es decir, el artículo de prensa puede convertirse también en un laboratorio del estudio humano. Este tipo de divulgación es el que yo hago como sociólogo y antropólogo. En cambio, un físico que habla a los medios sobre su investigación tan sólo puede hacer divulgación de sus principales ideas, porque su espacio de experimentación está en otro lugar, y no en los diarios.
¿Cuáles son sus divulgadores preferidos?
Me es difícil contestar, pero en general aquellos grandes científicos que han hablado sobre sus trabajos, como Einstein o Heisenberg. También me gusta el trabajo que hacen divulgadores del mundo anglosajón, como Isaac Asimov. Sin embargo, un divulgador puede haber sido muy bueno hace veinte años y ahora no.
¿Y alguna figura histórica? Es curioso que los más grandes pioneros de la divulgación científica hayan sido italianos: Lucrecio, Plinio, Bruno, Galileo…
Creo que Aristóteles fue una excepcional figura en este sentido. Es cierto que tenía una escritura difícil de leer, pero sí que disponía de una capacidad de divulgación extrema, igual que Platón, que inventó los mitos para explicar fácilmente los fenómenos. Con todo, me atrevería a decir que el máximo divulgador ha sido Jesucristo, quien con sus palabras trasmitió grandes conceptos religiosos y morales. También pienso ahora en Diderot y en D’Alembert, que desarrollaron la fórmula del artículo de enciclopedia, claro, sintético y bien ilustrado, haciendo referencia a importantes nociones culturales, morales,…
¿Cree usted que se ha perdido este espíritu de ilustrar, de convencer, de alfabetizar que animó a estos divulgadores?
No se ha perdido. Se ha banalizado. En su tiempo la Enciclopedia fue una novedad. En nuestros días es un concepto pasado que se ha convertido en universal.
Galileo fue un excepcional difusor de sus ideas y teorías, así como un gran escritor. ¿Qué relación hay entre ciencia y arte?
Es cierto que el científico que tiene cualidades artísticas puede hacer más accesible su obra. A pesar de eso, esta aptitud también se puede convertir en un peligro y hacer demasiada literatura y poesía. Si explica más de lo que ha hecho dejándose llevar por la vocación literaria, lo que está haciendo propiamente es filosofía y no divulgación científica.
La Universitat de València ha creado una rama especializada en periodismo científico. ¿Piensa que este itinerario tendrá éxito en los futuros medios de comunicación?
La divulgación científica es un trabajo serio que puede ser estudiado sobre la base de los problemas que hemos comentado. Hay que preparar a los profesionales creando una moralidad de la divulgación científica. Formar periodistas que se dejen llevar por el deseo de comunicar el descubrimiento científico, y no de la simple solución inmediata.
«Es cierto que el científico que tiene cualidades artísticas puede hacer más accesible su obra. a pesar de eso, esta aptitud también se puede convertir en un peligro»
Aunque mucha gente no señalaría la vertiente científico de Eco, en realidad a lo largo de la entrevista el semiólogo ha dejado patente el gran interés que siente por esta disciplina y su compromiso con la labor científica. Los últimos minutos de la entrevista han llegado. Umberto Eco nos despide de nuevo con un intenso apretón de mano y con una sonrisa gratificante. El profesor serio y altivo se ha convertido a lo largo de nuestra conversación en un personaje carismático y educador de valores, un hombre asombrosamente próximo y afable. Salve, egregio professore!
1. La Repubblica, 10 de noviembre de 2002. (Volver al texto)