El mejor despertador es un plato de sopa

Gira-sols de Van Gogh a Londres

Hace unos pocos días me encontraba en un instituto del área metropolitana de Barcelona, donde me acerqué para dar una charla sobre cambio climático. El tema (un poco árido, incluso en 2024) y la hora (justo antes de comer) me lo ponían difícil, ciertamente. Sin embargo, solo hizo falta un bote de sopa para encender la chispa del debate y despertar a la clase de su letargo. Me explico.

Cuando estoy delante de un grupo de alumnos, trato que no asistan a una rígida conferencia académica, repleta de datos incomprensibles y multitud de elementos extraños. Por el contrario, trato de establecer una conversación bidireccional con alguien que les cuenta cómo de gorda se está montando con eso del calentamiento global. A veces lo consigo, otras veces no, pero siempre aprendo alguna cosa por el camino. Y uno de esos aprendizajes es que basta con poner una imagen de una acción de protesta climática en un museo, como la de Los Girasoles de Van Gogh en Londres o La Gioconda en París, para que la clase entera quiera decir la suya y se sacuda el sopor de estar aguantando a un pesado climático. Todos hablan a la vez, se contestan entre ellos, me miran inquisitoriamente para saber mi postura. Eso me ha pasado no una, sino muchas veces; casi en todas las charlas desde octubre de 2022, cuando se produjo la primera de estas acciones en la National Gallery. Y es cuando les digo dos cosas al alumnado.

La primera, les recuerdo que no han dicho ni mu cuando les he enseñado las gráficas que muestran cómo puede ser lo que queda del siglo XXI. Les he hablado de lo difícil que será su vida si no frenan con rapidez las emisiones de gases con efecto invernadero, porque son personas que llegarán casi sin esfuerzo a vivir un 2100 que a muchos aún nos parece la línea temporal de una película de ciencia ficción. Lo que para mí es un número del eje horizontal de las gráficas del IPCC, para las y los alumnos forma parte de su futuro, de su recorrido vital. Les muestro simulaciones de la subida del nivel del mar, les hablo de cultivos y ecosistemas, de ciudades asfixiantes y de un mundo que, a la fuerza, ya no será fósil y tendrá que vivir con menos energía. Nada de eso parece inmutarles, más allá de alguna mueca. Y, en cambio, se indignan –a veces incluso se exaltan– con un poco de sopa manchando un vidrio.

Critican con dureza a las activistas, proclaman que sus acciones no sirven para nada, que ellas y ellos no lo harían nunca en la vida. Que por qué atacar el arte, que no hace falta, que hay mejores maneras de protestar. Es en ese momento cuando les pregunto si se han dado cuenta de que les he dibujado un panorama extraordinariamente complicado para lo que les queda de vida, frente al que han permanecido en silencio, pero se han peleado por participar en el debate sobre las acciones en los museos. Se quedan callados, miran hacia dentro. Les digo: «¿Veis como sí que funciona? No habéis reaccionado ni con gráficas, ni con imágenes, ni con estudios científicos, ni con las bromas sobre el cambio climático y la cerveza. Con la sopa de tomate, sí». Y es por eso por lo que es útil: porque permite llevar la conversación climática más allá de donde habitan las emociones. Porque provoca el tipo de respuesta visceral que nos hace falta en este momento, y que no estamos sabiendo generar por otros medios.

También les digo otra cosa. «¿Sabéis qué es esta foto?». Niegan con la cabeza. En la imagen, se ve la demolición de una iglesia. Les explico que el derribo lo lleva a cabo la empresa alemana RWE, con tal de extraer el lignito que hay bajo el tempo. Del pueblo en realidad: RWE compró todo el pueblo la década pasada. Hoy Immerath es solo un contorno en Google Maps porque las casas ya no están, como ha ocurrido con pueblecitos de la zona. Aquella iglesia del siglo XIX no era ninguna obra maestra, si bien fue el centro espiritual de esta comunidad durante ciento veintidós años. ¿Por qué no sabíamos nada de ella? Esta destrucción sí que es irreversible.

«Como también lo es», les digo, «la de este dibujo de Frida Kahlo». Alzan la vista, las cejas dibujan un arco de incredulidad. Kahlo sí que saben quién es. Y no se creen lo que les enseño: la noticia de cómo un millonario, Martin Mobarak, quema un dibujo de la artista mexicana, con tal de convertirlo en 10.000 piezas de arte digital y venderlas como NFT. Lo hizo en un acontecimiento público en Miami, con cámaras y sonrisas. No se esconde, y la destrucción era tangible, dolorosa. El alumnado se indigna, y con razón. «¿Por qué sabíais quiénes eran los activistas del Louvre o de la National Gallery y no conocíais a este señor?». Tampoco conocen las otras acciones de los movimientos protesta por el clima en aeropuertos, concesionarios de coches de lujo o sedes de fondos de inversión.

Recuerdo una anécdota que me contó un amigo hace tiempo. Un profesor universitario de una carrera de humanidades le pregunta a la clase si saben quién es el presidente de Venezuela. Todos contestan que sí, está claro: Hugo Chávez. A continuación, pregunta: «¿Y el de Portugal?». Nadie levanta la mano, o puede ser solo lo hacen un par de personas. «Debéis preguntaros quién está pensando por vosotros». Eso mismo les digo al alumnado del instituto. Que se pregunten por qué conocen una historia y no otra. Por qué rechazan con tanta violencia unos actos mientras ignoran otros mucho más reprobables.

Aún no sabemos si las acciones en los museos tendrán un efecto positivo o negativo a largo plazo en la opinión pública. El plural de anécdota no es «datos»: nos hacen falta más estudios con tal de saber si generan aversión o adhesión, si influencian acciones legales o gubernamentales más allá de su efecto en las percepciones de la ciudadanía. El conocido como «efecto del flanco radical» puede implicar una ampliación de la base moderada del movimiento climático, y se ha podido observar en el movimiento por los derechos civiles y también en el movimiento feminista. Parece estar produciéndose también en este caso, según la investigación disponible. Y eso es una buena noticia.

Lo que queda claro es, a mi parecer, que, si un vidrio manchado es capaz de insuflar vida a un debate climático mortecino y enjaulado en la agenda gubernamental, bienvenida sea la sopa en los museos. Algún día, se lo aseguro, nos parecerá muy poca cosa. Y la Gioconda, si hemos hecho bien los deberes climáticos, sonreirá al fin, sabiéndose parte de una historia de éxito.

© Mètode 2024
Doctor en Biodiversidad, escritor y divulgador científico (Valencia).