Entrevista a Vernon H. Heywood
«Al ritmo de destrucción actual, a nuestro planeta le quedan cincuenta años de vida»
Profesor emérito de la Universidad de Reading (Regne Unit)
Cada disciplina tiene sus héroes. Personas que con su trabajo contribuyen al avance de las ciencias. Y, sin duda, en el campo de la botánica, Vernon H. Heywood es uno. No sólo porque ha sido catedrático de esta disciplina en las universidades de Liverpool y Reading, o porque consolidó la Asociación Internacional para la Conservación de la Biodiversidad (BGCI), o porque es autor de un libro precioso, Las plantas con flor del mundo, un texto fundamental para comprender el complejo mundo de las fanerógamas… No sólo por eso, sino también porque en seguida nos seduce con su conversación juiciosa y un poco escéptica, con su talante flemático, difícilmente impresionable, con su presencia distinguida y elegante, tan característica de los estudiantes de Cambridge.
¿Cómo nació su interés por la botánica?
En realidad, ¡yo quería ser agricultor! Tenía un pequeño huerto en el jardín de casa, y allí durante la guerra cultivaba mis plantitas. Un vez, le pregunté a mi profesor de biología unas cuestiones relativas a mi cultivo y como no supo contestarme acudí al Jardín Botánico de Edimburgo buscando una respuesta… Aquello me maravilló… Sin embargo, durante mis estudios universitarios destaqué como zoólogo y si no hubiera sido por mis profesores, que insistieron en decirme que jo tenía que ser botánico…
¿Quiere decir que es una casualidad que sea botánico?
En cierta manera, ¡sí! Porque además mis intereses son mucho más amplios.
¿Qué le diría a un estudiante para que se dedicara a la botánica?
¡Ah! Nunca le diría eso a nadie… ¡Uf! Muchas veces me preguntan: ¿sus hijos son botánicos? ¡No! ¡Ninguno! Cada uno ha de buscar su camino, y su vocación. Creo que lo más importante es tener curiosidad…
Usted ha seguido la restauración del Jardín Botánico desde sus inicios. ¿Cuál es su impresión?
Conocí el Jardín antes de que se iniciara la restauración, y es cierto que estaba muy abandonado, como suele pasar con muchos otros jardines universitarios en el mundo. Y sin duda ha mejorado muchísimo desde entonces. Para ser un jardín pequeño tiene unos espacios muy cuidados, muy interesantes. El umbráculo, por ejemplo, es único: es una obra de arquitectura excepcional… Además, me gusta mucho el nuevo edificio de investigación. Encuentro que es un error decir que es un lujo; sencillamente es un edificio de calidad internacional… Ahora, sin duda, el Jardín se encuentra en un estado de conservación excepcional. Está claro que aún le quedan algunas cosas por hacer.
¿Cuáles?
¡Ah! ¡Son detalles! Pero como es un jardín pequeño, hay que aprovechar al máximo cada espacio… Por ejemplo, el huerto donde se cultivan las especies propias de la agricultura valenciana… Es una idea magnífica, pero hay que trabajarla un poco más.
¿No piensa que puede ser un poco contradictorio cultivar en el jardín especies hortícolas cuando se encuentran un poco más allá en la huerta de Valencia?
¡No! Porque es difícil ir a la huerta. No hay nada estructurado. Si voy a la huerta, que por otra parte está desapareciendo, no existe una visita planificada, con unos objetivos concretos…
¿Pero no se podría llegar a la situación que el último reducto de huerta que quedara en Valencia fuera el mismo Jardín Botánico?
¡No creo!… Sí, ya he leído los periódicos… De todas formas, quizá no estaría nada mal crear un centro de recepción en la huerta, donde se explicara a los ciudadanos los cultivos, las variedades, la vida agraria de este paraje. Tal vez así tendría más posibilidades de sobrevivir…
¿Hasta qué punto los jardines botánicos sirven para proteger especies en peligro de extinción? En su conferencia ha señalado el caso del abeto Abies nebrodensis, una especie de la que tan sólo quedan siete pies vivos en su hábitat natural, y que a pesar de cultivarse fácilmente en viveros, aún no se ha podido reintroducir con éxito.
Cuando desaparece el último ejemplar de una especie de su ambiente natural, hablamos de extinción, aunque se pueda conservar en varios jardines botánicos del mundo. Hay muchas especies que se encuentran en esta situación. Por eso está claro que el hecho de tener un jardín botánico no es un pretexto para no conservar el hábitat natural. ¡Al contrario! Si no protegemos las áreas naturales, tendríamos que crear más jardines botánicos. Éste en si no es un centro de conservación, excepto para semillas. ¡El banco de semillas es lo realmente importante! La función de un Jardín Botánico es más bien propagar el sentimiento conservacionista: es una misión didáctica, educativa… Hay que enseñar a la gente a querer y proteger la naturaleza en su estado salvaje; éste es el patrimonio que realmente hay que conservar. Un jardín botánico, en cambio, siempre será algo artificial, algo construido por la mano del hombre. Además, es importante que en el jardín botánico se lleven a cabo estudios taxonómicos, a fin de reconocer las plantas y su estado de protección. En definitiva, el papel de estos centros es articular la infraestructura de la conservación.
«No estaría nada mal crear un centro de recepción en la huerta, donde se explicara a los ciudadanos los cultivos, las variedades, la vida agraria de este paraje»
También dirige la asociación de Jardines Botánicos del Mundo, que engloba 1.500 jardines. ¿Cuáles son los objetivos de esta iniciativa?
Creo que esta asociación tiene muchas posibilidades para luchar por la conservación. Lo primero de todo, porque estos jardines son centros que ya existen, repartidos por todo el mundo, con recursos y personales… Por tanto esta agrupación tiene un potencial de acción enorme. Unirse todos estos jardines para luchar por la conservación… Hay que reconocer que la idea no es nueva: ya hubo un congreso en París hace setenta y cinco años donde trataron precisamente este mismo tema de la unión de los jardines botánicos… ¡Pero no se hizo nada!
Usted, que es un viajero incansable, ¿ve con optimismo la conservación de la biodiversidad?
No. La situación es bastante triste. No estamos ganando la batalla… Se están haciendo cosas, claro, pero a un ritmo demasiado lento. Es cuestión de tiempo, si no aceleramos nuestros intentos de conservar y de transformar nuestra forma de vida, el pesimismo es inevitable. Eso no quiere decir que todo vaya a extinguirse mañana mismo, pero cada año perderemos más y más especies, ecosistemas enteros… La cuestión es: ¿cuándo llegaremos a un punto de destrucción irreparable?
Aquí, en el litoral valenciano, ha habido una destrucción abusiva, y el profesor Manuel Costa lo ha denunciado repetidamente. Si en este país, en que se vive cómodamente, no hemos conseguido parar la destrucción de ecosistemas irrepetibles, ¿cómo hacerlo en países subdesarrollados?
Es muy difícil… Hay una hipocresía absoluta. La única solución es cambiar nuestro sistema económico. Y eso requiere un cambio drástico, y ya hemos comprobado que países como los Estados Unidos se niegan a firmar tratados porque hay intereses comerciales intocables. No veo que esto vaya a cambiar, a no ser que se produzca algún desastre natural de gran magnitud y haga al hombre reflexionar. Entonces por fuerza tendríamos que hacer alguna cosa… De momento estamos ante el abismo pero aún no hemos caído.
Thomas Glick manifestaba en esta revista que a este ritmo de destrucción le quedaban quince años de vida a la huerta. ¿Cuántos años le daría usted al mundo?
Cincuenta, como máximo. Sí, ¡me temo que no más de cincuenta!