Los colores de la vida iluminan el mosaico de la lucha por la existencia: la clorofila hace accesible la energía de los elusivos fotones solares y las antocianinas florales atraen el ansia copuladora de un moscardón. Los colores exhibidos por los seres vivientes siempre han cautivado a los estudiosos y a menudo son rasgos ligados a los adelantos en las ciencias de la vida. Gregor Mendel, de quien este año celebramos el bicentenario, eligió una serie de características de las plantas, como el color de las flores o de las semillas, para realizar sus míticos experimentos sobre la herencia. Mientras el monje se entretenía con el sexo de las plantas en el jardín de su monasterio, en la campiña inglesa Charles Darwin pulía las ediciones sucesivas de El origen de las especies. A partir de la tercera, Darwin incorporó una introducción histórica. En ella reconocía que el médico William Charles Wells había invocado por primera vez la acción de la selección natural en 1813 al referirse al carácter adaptativo del color de la piel humana bajo diferentes condiciones ambientales: «Con el tiempo se produciría una raza cada vez más oscura [que] sería la mejor adaptada al clima [y] se convertiría finalmente en la raza más predominante, si no la única, en el país concreto en que se había originado». En Darwin, el color tiene una función importante, sobre todo como protagonista de la selección sexual. La lista de ejemplos del papel del color en el drama de la vida sería infinita. Como también sería infinita la relación de las implicaciones culturales y sociales de la percepción humana de la pigmentación. Las frases hechas «hombre rojo, ten con él mucho ojo» o «rubio bermejo, mal pelo y peor pellejo» destilan prejuicios populares basados en los pigmentos. Desde tiempos inmemoriales, el aspecto externo –el color, sobre todo, de la piel– marca la forma como hemos tratado al otro, demasiado a menudo con consecuencias trágicas para aquellos vistos como diferentes. Pero el conocimiento biológico de la pigmentación humana nos ha revelado la irrelevancia genética de estos prejuicios. La bibliografía al respecto es abrumadora pero ahora me quiero referir a la obra más reciente de Lluís Montoliu, con la genética de la pigmentación de los animales como hilo conductor de una narración cautivadora desde las primeras páginas.
Genes de colores cuenta y documenta una historia, la del conocimiento de las bases genéticas de los colores en los animales. En esta aventura intelectual obviamente encontramos a genetistas –tanto si lo ven desde la perspectiva molecular como si adoptan un enfoque poblacional–, biólogos evolutivos o bioquímicos, que componen un lienzo complejo sobre el origen, la diversidad y la función de los colores animales. No solo nos acerca a las peculiaridades pigmentarias de los humanos: por el libro circulan con naturalidad y despiertan nuestra curiosidad gatos, perros, caballos, cebras, pulpos o camaleones. También encontramos la historia de algunos herederos intelectuales del redescubrimiento de Mendel, como William Ernest Castle o Abbie E. C. Lathrop, una pionera, para mí desconocida, del uso experimental de los ratones. Lathrop, a quien una enfermedad genética obligó a dejar su profesión de maestra, se estableció como criadora de ratones que vendía como mascotas, pero que también tuvo como clientes a genetistas como Castle, y se implicó así en la crianza de animales adecuados para la investigación. Todo eso y mucho más lo explica Montoliu como si fuera una película apasionante sobre los orígenes de la genética moderna.
No puedo pasar por alto que el autor no se priva de mencionar el uso político de la genética cada vez que una injusticia o una discriminación se basa en la pigmentación humana. Blanco contra negro, negro contra albino y así hasta el infinito de agresiones racistas que no pueden justificarse por la biología sino por el odio y el afán de subyugación del diferente. Montoliu, un genetista de piedra picada que investiga sobre albinismo, hace una presentación de los dilemas y prejuicios asociados a la genética humana desde un profundo dominio de la bioética.
Estamos ante un producto inconfundible –por su confección cuidada– de la factoría Next Door Publishers. Con una tipografía y maquetación impecables, las ilustraciones de Jesús Romero son un magnífico complemento en el texto de Montoliu. El artista, de estilo eficaz y un oportuno dominio de la paleta de colores, presenta una serie de imágenes relacionadas con el contenido de cada capítulo, cargadas de mensajes evocadores. Una chica con una cabellera que va del rubio más luminoso al moreno profundo, un niño negro albino con un brazo biónico o una Abbie E. C. Lathrop flautista encantando a centenares de ratones. Todo el conjunto constituye una muestra de buen gusto y, por qué no decirlo, una obra de arte.
«No sabemos cómo es que ciertos colores, sonidos y formas dan placer al hombre y a los animales inferiores, es decir, cómo se adquirió por primera vez el sentido de la belleza en su forma más simple» escribía Darwin en El origen de las especies. Nosotros tampoco tenemos ni la menor idea de qué hubiera pasado si Darwin hubiera leído a Mendel. Sus experimentos con guisantes quizás son un caso de ciencia prematura, pero es cierto que Darwin tampoco encontró ninguna pista hereditaria válida en su ingente investigación sobre hibridación en plantas y animales. Lo que sí podemos celebrar hoy, con un libro bello y útil como el de Montoliu, es que la genética y la genómica son disciplinas maduras que iluminan la comprensión del mundo y de nosotros mismos.