Ciencia y moral

En los orígenes de la maternidad totalizante

DOI: 10.7203/metode.76.2067

Guido Reni. Caridad, ca. 1630

En la construcción y difusión como modelo normativo de una imagen de la maternidad entendida como vocación totalizante, tarea exclusiva, destino natural y plena realización de las mujeres, el discurso científico, y de manera muy especial, el médico, ha ejercido un papel clave. Exploraremos los orígenes de este modelo en los textos médicos divulgativos y en la literatura de ficción del siglo XVIII

Palabras clave: maternidad, familia moderna, discurso médico, historia de la ciencia.

Desde los grabados que ilustran las novelas sentimentales del siglo XVIII con escenas de felicidad doméstica, hasta la saturación de la publicidad actual, la figura de la madre y la representación de la relación estrecha y exclusiva que mantiene con el hijo han sido poderosas y omnipresentes en el imaginario social. El gran peso que tiene para nosotros esta imagen de la maternidad como vocación totalizante, tarea exclusiva, destino natural y plena realización de las mujeres, ha llevado con frecuencia a asumir que se trata de una realidad natural e inmutable. Ahora bien, para comprender la maternidad en toda su compleja articulación, como función social al mismo tiempo que como elemento constitutivo de las identidades individuales (femeninas y masculinas), hay que dejar de lado cualquier esencialismo y abordarla como realidad entre la naturaleza y la cultura, en la que se imbrican las instituciones, el orden simbólico y la subjetividad (Lozano Estivalis, 2007 y 2009; Tubert, 1996). De hecho, el modelo de la madre abnegada, física y emocionalmente volcada, de manera total, en el cuidado de los hijos, es una figura normativa relativamente reciente en términos históricos, que formó parte del proceso de construcción de la familia moderna occidental y que conllevó también nuevos modelos de feminidad y masculinidad, nuevos valores de vida conyugal y de relación con los hijos, así como una noción de las relaciones entre público y privado diferente de aquella que existía en las sociedades tradicionales europeas (Badinter, 1991; Bolufer, 2008; Knibiehler y Fouquet, 1981). E incluso cuando este se convirtió en el modelo ideológicamente predominante (desde finales del siglo xviii y llegando, en buena medida, hasta nuestro siglo XXI), se trata de una representación simbólica y, como tal, falsamente uniformadora, que nunca ha reflejado del todo las formas de vida reales, mucho más diversas.

«El gran peso que tiene para nosotros la imagen de la maternidad como vocación totalizante ha llevado con frecuencia a asumir que se trata de una realidad natural e inmutable»

En la producción de esta imagen y su difusión como modelo normativo, el discurso científico, y de manera muy especial, el médico, ha ejercido un papel clave, sobre todo a partir del siglo XVIII. Y eso, gracias a su prestigio creciente como saber que se erigió, con la revolución epistemológica de la modernidad, en el discurso más autorizado para producir apariencia de verdad, apelando a la «naturaleza» como evidencia supuestamente incontrovertible, y esgrimiendo su potestad para interpretarla. Las ideas, conceptos y teorías médicas participan, en buena medida, de los valores morales, sociales y religiosos de su tiempo, y al mismo tiempo circulan impregnando las mentalidades colectivas y condicionando las percepciones individuales. En este sentido, los hombres de ciencia se han interrogado repetidamente, entre otras cuestiones, por el significado de la diferencia de los sexos, proyectando sobre sus preguntas y respuestas, sobre los planteamientos y resultados de sus investigaciones y prácticas científicas, las convenciones, expectativas y prejuicios propios de las sociedades de las que formaban parte (Bolufer, 1999; Laqueur, 1994).

Los médicos: apóstoles e intérpretes de la naturaleza (femenina)

Muy especialmente, desde el siglo XVIII la medicina ha ido ejerciendo un papel determinante en la construcción de normas sociales y modelos de comportamiento y subjetividad. La autoridad intelectual y social de los médicos contribuyó a construir el nuevo modelo de la diferencia de los sexos propio de la modernidad: el paradigma esencialista o de la «diferencia inconmensurable» (Laqueur, 1994), en contraste con la manera como la filosofía aristotélica y la tractadística cristiana presentaban la masculinidad y la feminidad en términos netamente jerárquicos, y la medicina galénica las explicaba como producto de diferencias en grado (resultado de una mayor o menor humedad y temperatura, que determinaban una combinación diferente de humores –MacLean, 1983). El nuevo paradigma que va abriéndose paso en el siglo xviii –en pugna tanto con estos modelos jerárquicos como con el concepto de igualdad racional de los sexos que algunas autoras y autores, como Poulain de la Barre, habían defendido desde el siglo anterior– pone el énfasis, en cambio, en la idea de complementariedad, y entiende lo masculino y lo femenino como esencias radicalmente distintas, tanto en el plano físico como en el moral, haciendo corresponder la «naturaleza» de los dos sexos con las funciones sociales respectivas. Funciones que se identificaban, en el caso de las mujeres, con el ámbito de la moral, las costumbres y la familia, muy especialmente la maternidad, y, en el de los hombres, con el espacio público de la política, la vida intelectual o los negocios.

«En el siglo XVIII las conductas que aseguran mejor el bienestar físico y moral de las mujeres coinciden con aquellas que se consideran favorables a la propagación de la especie, en una época dominada por el pensamiento poblacionista»

Se trata de un pensamiento determinista, sí, pero de un determinismo desigual, en el que el cuerpo y su sexo condicionan más estrictamente a las mujeres que a los hombres, de manera que ellas, en mayor medida que ellos, son definidas en relación estrecha y directa con lo material, con la biología entendida como destino. El filósofo Jean-Jacques Rousseau, buen conocedor de la literatura médica de su tiempo, amigo de médicos importantes (como el también suizo Simon-André Tissot), y autor muy influyente y citado (entre otros, por los propios médicos), expresó esta idea de manera tan clara como cruda, en su popular obra Emilio, o la educación (1762): «El varón es varón en algunos instantes; la mujer es mujer durante toda su vida, o por lo menos durante toda su juventud; todo lo atrae hacia su sexo.»

Rousseau hace seguir su afirmación anterior de esta otra: «para ejercer bien sus funciones, [la mujer] necesita una constitución que se refiera a él». Por «constitución» entiende la educación (física, moral y sentimental) que tiene que modelarlas, y que presenta, de manera ambigua, como reflejo o bien como refuerzo de la naturaleza. Pues bien: los médicos del siglo XVIII contribuirán de manera destacada a desarrollar esta «constitución», pretendiendo seguir en todo la «naturaleza» como principio inspirador y concepto normativo. Ni que decir tiene que, al pretenderse capaces, de acuerdo con su condición de hombres de ciencia, de «revelar» los preceptos de la naturaleza, lo que hacían era construirla, preconizando en sus obras de consejos para la salud comportamientos más «naturales» y sanos que venían a coincidir con aquellos acordes con los nuevos patrones burgueses e ilustrados de utilidad, orden y respetabilidad. Ciencia y moral, o en palabras de Tissot, «ciencia de la salud» y «ciencia de las costumbres», se presentaban así como las dos caras de una misma moneda (Bolufer, 2000). Y esta convicción fundamentó la pretensión de los médicos de constituirse en moralistas para guiar los comportamientos privados y en asesores de los gobiernos para diseñar lo que en la época llamaban «policía» o políticas públicas.

La influencia creciente de los médicos sobre la sociedad se ejerció a través de una extensa literatura de popularización: obras de higiene, «conservación de la salud», «medicina doméstica», «conservación (o educación física) de la infancia». Todo un conjunto de textos y de mensajes que iban más allá de la producción especializada, dirigida a los propios facultativos, para proyectarse en la prensa periódica, la literatura moral, pedagógica y de ficción, y llegar a un público más amplio y diverso. Obras de médicos tan influyentes y leídos en su tiempo como Tissot, de gran éxito entre una selecta clientela aristocrática y burguesa y autor de libros divulgativos (Avis au peuple sur sa santé, 1761), o el escocés William Buchan (Domestic medicine, 1769; Advice to mothers on the subject of their own health and on the means of promoting the health, strength and beauty of their offspring, 1803) circularon en numerosas ediciones en sus lenguas originales y fueron traducidas a diferentes idiomas y bien acogidas en numerosos países. En ellas se aconseja sobre las precauciones a adoptar para mantener una buena salud, proponiendo todo un estilo de vida que al mismo tiempo asume y construye las diferencias de estatus y de sexo. Estas pautas estructuran la vida de las clases populares alrededor del trabajo, la de los hombres acomodados en torno al ejercicio de sus profesiones y cargos y el uso moderado del ocio, y la de las mujeres del mismo medio social teniendo como eje principal la maternidad (formarse, procurando la propia salud, para ser madres, y tener cuidado de la salud de los hijos); poco se dice, en cambio, de la maternidad de las mujeres trabajadoras, para las que el modelo es difícilmente aplicable.

Para las mujeres, pues, de manera particularmente insistente, cuerpo individual y cuerpo social se representan íntimamente asociados (Bolufer, 1999), de forma que el cuidado de su propia salud aparece como una responsabilidad hacia la sociedad. Las conductas que, según se afirma, aseguran mejor el bienestar físico y moral de las mujeres coinciden, casi providencialmente, con aquellas que se consideran favorables a la propagación de la especie, en una época dominada por el pensamiento poblacionista (que ve en el crecimiento demográfico una garantía de bienestar económico y potencial bélico) y por el reformismo social, que propugna, frente a los valores aristocráticos de la sangre, el valor de la salud física y moral como nuevo criterio de distinción burguesa. De esta forma, y con diferentes matices, el discurso médico contribuyó de manera poderosa a crear un nuevo sentido de la responsabilidad de las familias en la construcción del orden moral y social. Y lo hizo sub­rayando, muy especialmente, las obligaciones morales e higiénicas de las madres, a las que se dirigen los médicos con particular insistencia, enalteciendo la importancia de su papel doméstico y buscando intervenir, con su mediación, en los hogares: en el siglo XVIII, en las de las élites urbanas, y ya en el siglo XIX, con el desarrollo de la medicina social, entre el naciente proletariado industrial. El eje del mensaje está claro: si bien la naturaleza de las mujeres tiende a la maternidad, aquellas no pueden fiarse de su instinto, sino que necesitan de la guía de los médicos para interpretar y seguir las indicaciones de esta «naturaleza», abandonando los saberes y prácticas de cuidado del cuerpo (propio y de los hijos) transmitidos por la tradición y aplicados por profesionales femeninas de formación empírica, las comadronas.

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Algunas intelectuales, como Josefa Amar o Mary Wollstonecraft, denunciaron la concepción machista que se tenía de la maternidad. Pero con el modelo moderno de familia se intentó implantar un patrón de responsabilidades más equitativo. / Ana Ponce & Ivo Rovira

Madre nutricia: una nueva mística de la maternidad

Este nuevo modelo representaba una importante ruptura respeto a las costumbres y valores sociales dominantes en épocas anteriores, vigentes aún en buena medida en el siglo XVIII y que no desaparecerían sin resistencia. En las sociedades preindustriales, si bien se asumía que el cuidado de los niños era una ocupación propia de mujeres, no se esperaba que este recayera exclusivamente en las madres. En el caso de las clases populares, rurales y urbanas (la inmensa mayoría de la población europea), en las que el trabajo femenino constituía una realidad cotidiana, vecinas y familiares contribuían a ocuparse de los niños; en los medios acomodados, se recurría a criadas y nodrizas. Los propios médicos, en los siglos xvi y xvii, asumían con naturalidad el hecho de que, obligadas como estaban las mujeres a compaginar el cuidado de los hijos con otras funciones sociales (el trabajo para la mayoría, los deberes cortesanos o del linaje para una selecta minoría), el amamantamiento de los bebés, por ejemplo, no lo llevara a cabo en muchos casos la madre. Y en este sentido pretendían que se aplicasen sus consejos expertos para seleccionar la mejor nodriza posible (como sucede –a pesar del título– en la obra de Juan Gutiérrez Godoy Tres discursos para provar que están obligadas a criar sus hijos a sus pechos todas las madres, quando tienen buena salud, fuerças y buen temperamento, buena leche y suficiente para alimentarlos, 1629).

«La imagen de la madre nutricia se convertiría en los siglos XVIII y XIX en la máxima representación de la feminidad sentimental
y abnegada»

Precisamente, la principal novedad del modelo ilustrado de familia sentimental será el papel central asignado a la mujer como madre (más aun que como esposa), y la manera extremadamente exigente, intransferible y podríamos decir maximalista, en que se definen sus funciones, que ahora comprenden la crianza física y la educación moral y sentimental de los hijos, entendidas como ocupaciones absorbentes y exclusivas a las que la madre se tiene que entregar personalmente, en cuerpo y alma. La madre que no lo haga así se representa como una mujer «desnaturalizada», sorda a la «voz de la naturaleza» que llama en su interior, según una metáfora frecuente tanto en los textos médicos como en las novelas. Y todo eso porque la maternidad pasa a entenderse (así lo afirman filósofos como Rousseau, y lo ratifican médicos como Tissot o –con matices– Buchan) como el destino marcado por la naturaleza de las mujeres, el eje que determina todas las características de su organismo y la razón última de su peculiar naturaleza moral, que las hace sensibles, compasivas y abnegadas (es decir, propensas a darlo todo por el bienestar de los otros, muy especialmente de sus hijos). La maternidad aparece también como una misión social y cívica con consecuencias públicas trascendentales, porque la madre, se argumenta, constituye el pilar de la nueva familia sentimental y moral, a la que se encarga la formación moral y política de los futuros ciudadanos. Adicionalmente, la maternidad se representa como la esencia de la subjetividad femenina, la ocupación más placentera para las mujeres, a las que se invita a encontrar satisfacciones indescriptibles en los dulces placeres del amor maternal, mitificado en la literatura de la época con grandes dosis de lirismo. Esta «afectuosa ternura y dulce inclinación que embriaga de gozo el corazón de la buena madre», como la definía el médico francés Pierre Landais en su Dissertation sur les avantages de l’allaitement des enfans par leurs mères (1781), debía compensar a las mujeres por todas sus renuncias en beneficio de los hijos y cubrir con creces sus necesidades afectivas. Para las mujeres, pues, la maternidad debía ser el objeto de todos sus deseos, el lugar de todos sus placeres y el fundamento de su poder moral.

«Los hombres de ciencia han proyectado sobre sus investigaciones y prácticas científicas las convenciones, expectativas y prejuicios propios de las sociedades de las que formaban parte»

Este es el mensaje reiterado desde mediados de siglo XVIII en los textos morales, pedagógicos, médicos y políticos. En ellos, de manera especial, el amamantamiento materno aparecerá ahora como una responsabilidad irrenunciable en cualquier circunstancia, incluso la más extrema. En consecuencia, médicos y moralistas culpabilizan con dureza a las mujeres que no adoptan esta práctica y hacen uso de la «lactancia mercenaria». Denominación esta intensamente peyorativa («mercenaria» es la nodriza, que vende su leche, como la prostituta vende el sexo, alienando así un cuerpo del que deberían gozar en exclusiva el hijo o el marido), que expresa el rechazo hacia lo que continuaba siendo una costumbre muy extendida, el recurso a las nodrizas (no solo, o no tanto, como decisión individual de la madre como por valores culturales y estrategias familiares y sociales). Un buen ejemplo de esta intensa hostilidad, muy diferente de los planteamientos más flexibles de los médicos de siglos anteriores, es la obra de Jaume Bonells (médico de la casa de Alba y miembro de la Academia Médica Matritense y la Academia Médico-Práctica de Barcelona), significativamente titulado Perjuicios que acarrean al género humano y al Estado las madres que rehusan criar a sus hijos (1786), que intenta convencer de los terribles males que a la salud de madres e hijos causa el uso de nodrizas, y de los grandes beneficios personales y colectivos –morales, sociales y políticos– del amamantamiento materno..

El mismo modelo se difunde también con un éxito particular en la novela y el teatro sentimentales, con best-sellers como Pamela Andrews (1740) del inglés Samuel Richardson, o Julie, ou la Nouvelle Héloïse (1761) del propio Rousseau, cuyas protagonistas, doncellas virtuosas, llegan a la plenitud como esposas y madres volcadas en el cuidado de sus hijos, que incluye, de acuerdo con los nuevos preceptos higiénicos y contra las costumbres imperantes, el amamantamiento materno y la atención física. Asimismo, la iconografía ilustrada y romántica es rica en imágenes de la maternidad amorosa y entregada, representada con frecuencia en la figura de la madre lactante, extendida alegoría de la educación o, en su versión más heroica, en la madre que sacrifica su vida por la de los hijos (como la Julie de Rousseau). Así pues, la imagen de la madre nutricia se convertiría en los siglos XVIII y XIX en la máxima representación de la feminidad sentimental y abnegada.

Este nuevo ideal, que tenía pretensiones de universalidad, no desplazó de manera súbita ni completa las antiguas representaciones y prácticas familiares, aunque sí que acabaría ejerciendo una profunda influencia sobre el imaginario social. Sus elevadas demandas encontraron resistencias entre las élites, con cuyas formas de vida y valores no congeniaban, así como tampoco con las realidades del trabajo femenino entre las clases populares. Algunas intelectuales de la época (de Josefa Amar a Mary Wollstonecraft o Madame de Staël) captaron y denunciaron su carácter asimétrico y coactivo, que hacía recaer sobre las madres exigencias mucho más intensas que sobre los padres, y la fuerte subjetividad de los hombres de ciencia que lo defendían. Sin embargo, el modelo suscitó también fuertes identificaciones entre amplios sectores de la sociedad, sobre todo las clases medias, en la medida en que les ofrecía una imagen de superioridad moral y que prometía a las mujeres un cierto poder simbólico, moral y sentimental. La relación maternofilial se representa como origen de un deuda que, basada como se dice en la entrega absoluta de la madre, se define como imposible de pagar. En este sentido, la nueva constelación familiar, en particular el intenso simbolismo otorgado al vínculo maternofilial y la concepción de la maternidad como don de sí, instauraría un patrón de relaciones y de subjetividades que ha tenido una profunda influencia en los sentimientos y formas de vida (femeninas y masculinas) generadas por la familia moderna, y en el que podemos situar las raíces de las estructuras psicológicas exploradas por las teorías freudianas.

En este tema, como en tantos otros de debate, controversia y conflicto en las sociedades actuales, la historia (incluida la historia de la ciencia) no puede proporcionar recetas, soluciones ni tampoco predicciones. Sin embargo, sí que nos ofrece una lección importante, al recordar que la maternidad no es un hecho puramente natural, determinado por una naturaleza humana fija e inmóvil, sino que, como producto social y cultural, está abierta y en construcción: en el pasado, en el presente, para el futuro.

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© Mètode 2013 - 76. Mujeres y ciencia - Invierno 2012/13

Profesora titular del Departamento de Historia Moderna. Universitat de València.