Desenmascarar el cáncer
Cientos de enfermedades, un solo nombre
Todos tenemos una idea más o menos clara de lo que representa un cáncer: un conjunto de células que se dividen sin control. Tras esta imagen simplista se esconde uno de los problemas de salud más complejos y más graves que existen. Es gracias a los avances biomédicos de los últimos veinte años que finalmente estamos reconociendo las grandes diferencias que hay entre los tipos de cáncer conocidos, un descubrimiento que será clave para diseñar terapias más efectivas en un futuro próximo.
Palabras clave: cáncer, oncogén, p53, supresores tumorales, terapias personalizadas.
El cáncer es una enfermedad que hoy en día afecta a una de cada tres personas. En la mayoría de los casos es el resultado de lo que se denomina una «expansión clonal»: el proceso empieza con una sola célula que se copia a sí misma indefinidamente. Todas las células de un tumor serían, pues, idénticas a la original. Además, se puede decir que el cáncer es una enfermedad «genética»: este comportamiento anómalo se debe a alteraciones específicas en los genes de las células afectadas. Nuestro ADN está constantemente sometido a estreses ambientales y sustancias tóxicas que pueden estropearlo. También puede pasar que cuando el ADN se tiene que duplicar porque la célula se está dividiendo, se introduzca un error involuntario en la copia del material genético. Todas estas situaciones producen lo que llamamos mutaciones, cambios en las «letras» que forman nuestros genes. Por suerte, tenemos sistemas de reparación muy sofisticados que solucionan rápidamente la mayoría de estos errores en el genoma. Pero muy de vez en cuando alguna mutación escapa de los sistemas de vigilancia.
«Los oncogenes suelen ser los responsables del pistoletazo de salida del cáncer. Una célula con un oncogén activado se dividirá rápidamente y dará lugar a dos células hijas»
Si eso pasa, tendremos un cambio imprevisto en la secuencia de un gen. Quizá no afecte mucho al ARN ni a la proteína que están codificados por este gen. Entonces no representará ningún problema: habrá sido una mutación «silente», sin consecuencias. La mayoría de veces, en cambio, aunque sea en un solo nucleótido del gen, puede acarrear graves problemas. Puede hacer, por ejemplo, que la proteína que se fabrique a partir de aquel gen sea diferente a la normal. O que sea más corta.
Supongamos que el gen que ha mutado es el responsable de una proteína de las que activan el proceso de división celular. Si la mutación hace que se fabrique más proteína de la cuenta, lo que pasará es que la célula se replicará continuamente. Este tipo de gen mutado se llama oncogén. El descubrimiento de los oncogenes por los doctores Varmus y Bishop en los años setenta, por el que recibieron un Nobel en 1989, representó el inicio de la oncología moderna, el primer paso para entender qué es realmente el cáncer y cómo pararlo (Varmus, 1990).
Los oncogenes suelen ser los responsables del pistoletazo de salida del cáncer. Una célula con un oncogén activado se dividirá rápidamente y dará lugar a dos células hijas. Estas tendrán la misma alteración en sus genes, ya que el ADN de la célula original se habrá copiado letra a letra, incluso las que están equivocadas. Habremos pasado de tener una célula con una mutación, que se está dividiendo sin control, a tener dos. Estas se duplicarán con la misma rapidez y al poco tendremos cuatro y pronto ocho, etcétera, todas ellas con el oncogén activado y con ganas de continuar dividiéndose siguiendo una progresión imparable.
Pero antes de llegar a este punto hay mecanismos muy eficaces para evitar males mayores. Existe una serie de proteínas que patrullan la célula constantemente buscando errores y problemas en el ADN que puedan dar lugar a esta duplicación celular excesiva que describíamos. Cuando encuentran uno, activan los llamados supresores tumorales, unas proteínas que tienen como misión evitar que la célula se convierta en cancerosa. Como esta es una tarea muy importante para el organismo, hay varios supresores tumorales diferentes siempre a punto. El principal de todos ellos es la proteína que conocemos como p53. Cuando la p53 o alguno de los otros supresores recibe la noticia de que se ha activado un oncogén en algún lugar del ADN y la célula se está comportando de una manera extraña, intenta por todos los medios pararla. Simultáneamente llama a las proteínas capaces de reparar el ADN para intentar si se puede arreglar el daño que se haya hecho a los genes. Muchas veces estas proteínas reparadoras son lo bastante hábiles como para solucionar el problema y en poco tiempo todo vuelve a la normalidad. Pero, de no ser así, la p53 no se la juega: ante la duda, activa un programa de suicidio celular llamado apoptosis, y la célula trastornada se autoelimina. Entre este y otros mecanismos de supresión tumoral, normalmente se evita con mucha eficacia que aparezcan células malignas.
Naturalmente, si eso fuera siempre así, no existiría el cáncer. ¿Cómo actúa la célula para escapar de esta condena a muerte? El sistema es el mismo que en el caso de los oncogenes: para que el cáncer se desarrolle es necesaria una nueva mutación, una que desactive nuestras defensas naturales. Se ha visto que la mitad de los cánceres tienen precisamente una alteración en el gen de la p53 que hace que la proteína no se fabrique o no sea activa. Más aún: se cree que el resto de cánceres podrían tener también algún error en uno u otro gen regulador del grupo que trabaja coordinadamente con la p53.
El cáncer, por tanto, solo se da si se acumulan una serie de mutaciones en ciertos genes clave. Con una sola no basta. De hecho, ni tan siquiera dos. Se necesitan varias, aún no se sabe el número exacto. Una de las teorías más aceptadas hoy en día, propuesta por los investigadores Hanahan y Weinberg por primera vez el año 2000 y revisada el 2011, es que la célula cancerosa como mínimo tiene que ser capaz de poder llevar a cabo las siguientes cosas: dividirse continuamente, ser inmune a las señales que le dicen que pare de hacerlo, poder escapar de la apoptosis y de los otros mecanismos de supresión tumoral, convertirse en inmortal, ser capaz de generar vasos sanguíneos y poder invadir otros tejidos. Eso implica que muchos genes tienen que mutar y funcionar mal para que la célula adquiera todos los poderes que necesita para formar un tumor.
Así pues, se podría ver el cáncer como un caso extremo de mala suerte. Que el ADN mute por culpa de algún tóxico o un estrés es más o menos difícil, pero puede pasar. Que la mutación afecte a un gen importante para la división celular es una coincidencia, aunque no muy improbable. Pero que una sola célula padezca una mutación tras otra en genes importantes hasta que se convierta en cancerosa es estadísticamente muy difícil.
Y tenemos suerte de que sea así. Como en nuestro organismo hay billones de células, dividiéndose constantemente y sometidas a agresiones que pueden alterar su ADN, si el cáncer fuera un trastorno más fácil de adquirir, lo sufriríamos todos a los pocos años de vida. Eso es lo que pasa si eliminamos experimentalmente los supresores tumorales en un ratón usando técnicas de manipulación genética: precisamente la importancia de la p53 y de proteínas como ella se ha descubierto porque si generamos ratones que no la tengan todos acaban desarrollando cánceres rápidamente. Es también el caso de una enfermedad infrecuente llamada síndrome de Li-Fraumeni, en la que los afectados padecen una mutación hereditaria en el gen de la p53 que hace aparecer diferentes tipos de cáncer antes de llegar a los cuarenta años.
«Bajo el nombre genérico de ‘cáncer’ se agrupan una serie de enfermedades que comparten los mismos principios biológicos, pero que son en realidad muy diferentes entre ellas»
Aún no está muy claro por qué una célula es capaz de acumular mutaciones una tras otra. Una teoría con bastante peso propone que una de las primeras mutaciones lo que hace realmente es provocar una «inestabilidad cromosómica». Es decir, el ADN se volvería más frágil de lo normal, lo que facilitaría que apareciesen mutaciones con una frecuencia mucho más alta de la normal. Esta inestabilidad es una característica que se observa en la mayoría de células cancerosas, pero no se sabe seguro si es una de las causas de la transformación o una consecuencia.
Todo eso nos da una primera idea de la complejidad real del cáncer y de la dificultad de encontrar una estrategia terapéutica que pueda solucionar todo lo que ha dejado de funcionar en una célula maligna. Pero aún hay más: bajo el nombre genérico de cáncer se agrupan una serie de enfermedades que comparten estos mismos principios biológicos que hemos enumerado, pero que son en realidad muy diferentes entre ellas. Los trastornos genéticos que las definen no solo dependen del tejido donde aparece el cáncer, sino de cada paciente y de cada caso en concreto. Dicho de otra manera: hay cientos de caminos para llegar al mismo lugar. Encontrar un solo tratamiento que pueda curar todas las formas de cáncer es, con toda probabilidad, imposible.
¿Quiere decir eso que estamos perdiendo la batalla contra el cáncer? No necesariamente. Hay más de cien tipos de cáncer estudiados con capacidad de invadir tejidos vecinos y extenderse, pero pese a ello, la mayoría tienden a estar localizados, lo que facilita mucho el tratamiento usando los protocolos clásicos de cirugía, quimioterapia y radioterapia. Las estadísticas dicen que hasta un 90% de los enfermos con cánceres localizados continúan vivos cinco años después del diagnóstico. Además, nos encontramos en estos momentos en un punto de inflexión: los resultados que hemos acumulado después de las últimas décadas de investigación biomédica empiezan a dar fruto y estamos por primera vez diseñando fármacos específicos para tratar los trastornos genéticos de ciertos tipos de cáncer.
Se ha abierto una nueva era en el diseño de las terapias contra los cánceres, y ya empezamos a ver los primeros resultados positivos. Nuevos compuestos se irán añadiendo poco a poco a nuestro arsenal. Eso, unido al hecho de que empezamos a poder determinar qué alteraciones genéticas tienen los tumores de cada uno de los pacientes, hará que en un futuro sea posible diseñar combinaciones de fármacos a medida para cada caso, lo que llamamos terapias personalizadas. Gracias a estos avances, se puede esperar que los próximos años nos traigan cambios revolucionarios en la lucha contra el cáncer y consigamos finalmente controlar esta enfermedad. Pero es importante recordar que la prevención y el diagnóstico precoz tienen mucha importancia a la hora de parar el cáncer, y eso depende de todos nosotros, no solo de los médicos y los investigadores. Es, por tanto, esencial que todos estemos bien informados sobre qué es el cáncer y cómo podemos contribuir a frenarlo (Macip, 2012).
Bibliografía
Hanahan, D. i R. A. Weinberg, 2000. «The Hallmarks of Cancer». Cell, 100: 57-70. DOI: 10.1016/S0092-8674(00)81683-9.
Hanahan, D. y R. A. Weinberg, 2011. «Hallmarks of Cancer: the Next Generation». Cell, 144: 646-674. DOI: 10.1016/j.cell.2011.02.013.
Macip, S., 2012. Què és el càncer i per què no hem de tenir-li por. Ara llibres. Barcelona.
Varmus, H. E., 1990. «Nobel Lecture. Retroviruses and Oncogenes. I.». Bioscience Reports, 10(5): 413-430.