La gestión del fuego
Bosques inflamables, incendios forestales y cambio climático
Es bien conocido en los ambientes técnicos y científicos que los incendios forestales y el clima mediterráneo van íntimamente unidos, y que los primeros han actuado y continúan actuando como una fuerza evolutiva de primer orden en los ecosistemas terrestres. También sabemos que esta verdad es muy difícil de comunicar a la sociedad, y que, cuando se intenta explicar, se entra fácilmente en una espiral de politizaciones de los mensajes, descontextualizando el conocimiento científico, para ponerlo al servicio de la polémica y la interpretación sesgada o partidista. Esta desconexión entre la ciencia y la interpretación social es producto de un buen puñado de tópicos asimilados por la ciudadanía que, sin ser totalmente infundados, conducen fácilmente a conclusiones incorrectas.
«El territorio evoluciona hacia una etapa de grandes incendios forestales, cada vez más extensos y devastadores»
La gestión de los incendios forestales en todos los países que rodean el Mediterráneo en las últimas décadas se ha caracterizado por una mejora sustancial de los medios y tácticas de extinción del fuego, lo cual ha permitido reducir considerablemente las superficies quemadas en algunos territorios, por lo menos temporalmente. Sin embargo, la opinión de muchos expertos es que el territorio evoluciona hacia una etapa de grandes incendios forestales, cada vez más extensos y devastadores, y con un riesgo creciente para la población civil. El reciente fuego de Pedrógão Grande en Portugal, con más de sesenta vidas humanas perdidas, ha disparado todas las alarmas sobre un problema creciente, hacia el cual las administraciones públicas y los políticos que las dirigen en la mayoría de países han dado la espalda desde hace décadas. Por el contrario, se ha refugiado en las cifras de la excelencia de la reducción del número o la superficie de los incendios, resultantes de estas inversiones en la extinción, es decir, en la curación en vez de la prevención –cuando ambas deberían abordarse. Es evidente que, a medida que se reduce la incidencia del fuego, el combustible natural de nuestros bosques y matorrales continúa creciendo, y que a lo largo de las últimas décadas no se ha hecho en absoluto una inversión proporcional tratando de reducir el riesgo que eso implica.
La solución es muy compleja, pero hace ya más de tres décadas que los investigadores y los técnicos más especializados propusieron la necesidad de practicar un tratamiento «quirúrgico» del combustible forestal, sin necesidad de actuar en todo el territorio, sino solo en puntos críticos, en los nodos donde el fuego puede incrementar fácilmente su velocidad y temperatura. Estas propuestas de tratamiento selectivo en espacios concretos del territorio empiezan a disponer de trabajos minuciosos que permiten planificar los bosques del futuro de acuerdo con el conocimiento de estos nodos; un excelente ejemplo, y quizá un trabajo de referencia para las próximas décadas es sin duda la tesis doctoral de Raúl Quílez. Hablamos de una idea muy alejada de los tópicos sociales anclados en el mantenimiento de bosques «limpios», como los que solamente han existido cuando se repoblaron nuestras montañas en la primera mitad del siglo xx, sobre los desiertos en los que nuestros antepasados convirtieron la inmensa mayoría de nuestra geografía a lo largo de los siglos xviii y xix. Por ahora, volver a esta imagen, que incluso algunos atribuyen a un hipotético y poco fundamentado equilibrio con las poblaciones naturales de grandes herbívoros, es absolutamente imposible.
«La ciencia forestal apunta a soluciones como la necesidad de reducir drásticamente la densidad de las especies más pirófitas»
Una parte importante del problema de los grandes incendios forestales radica en que gran parte de nuestros bosques son lo que llamamos «masas hipertensas», resultantes de la uniformización de clases de edad con sobreabundancia de pies arbóreos, que dejaron en nuestro paisaje muchos de los grandes incendios de las décadas de 1970 a 1990. En muchos casos estas masas actúan como grandes catalizadores del fuego y dan una gran estabilidad en superficies enormes, que hacen que las llamas avancen y generen uniformemente corrientes convectivas que alimentan y aumentan la capacidad destructiva y la velocidad de los frentes de los incendios. Los restos del incendio de Portugal, plasmados en cientos de fotografías, permiten ver densidades extremadamente superiores a las recomendables, por lo menos para zonas forestales que rodean zonas habitadas, carreteras, etc. La mayor capacidad de crecimiento de los árboles –por la proximidad del Atlántico– y una mal entendida técnica al servicio de la productividad de madera y celulosa han elaborado un cóctel perfecto para fuegos que, con otros parámetros y causas, también podrían darse aquí.
Desde el norte de Alicante hasta el centro de Tarragona, abarcando las zonas donde el efecto Föhn –vientos «terrales»– calienta extremadamente los frentes fríos y húmedos que vienen del Atlántico hasta convertirlos en las tórridas ponientadas que a menudo se acompañan de tormentas secas, existen miles de hectáreas de pinares de nuestro pino blanco autóctono (Pinus halepensis) con densidades extremadamente elevadas, a menudo con dos o más pinos adultos por metro cuadrado, y que en un primer estadio tras el paso del fuego eran auténticos mantos de plantones. Una parte nada despreciable de las 27.939 hectáreas quemadas en el incendio iniciado en Cortes de Pallás o las 19.691 del que se inició en Andilla, ambos del 2012, eran precisamente bosques de este tipo. Son, de hecho, masas de árboles finos caracterizadas por su pobreza extrema en biodiversidad, con cientos de especies vegetales subyugadas por la pinocha. A menudo se trata de terrenos que se han quemado dos veces seguidas pero con lapsos mayores de veinte años, lo que ha permitido que la generación uniforme de pinos que nació del primer fuego esparciera millones de semillas y otros tantos plantones al siguiente ciclo de incendios. En otros casos, si el tiempo transcurrido era un poco menor –lapsos alrededor de diez años– el pino desapareció del territorio al ser planta no rebrotadora y no llegar a la edad reproductiva antes del segundo incendio, pero su lugar fue ocupado por la aliaga común (Ulex parviflorus), que puede llegar a formar matojares densos, altos e impenetrables, igualmente pobres en diversidad biológica, y que se alimentan y densifican con progresivos incendios de lapsos similares.
Este panorama que hasta ahora ha afectado las maquias y bosques de las montañas de altitudes bajas y medias, se enfrenta al reto de los efectos del cambio global, y particularmente al cambio climático. Por una parte, la progresiva subida de altitud de las especies termófilas y de todo el modelo de ecosistema pirófito encabezado por los pinares blancos y los aliagares; por otra, la pérdida patente de humedad global de los ecosistemas, potenciada por el descenso del nivel freático que favorecen las sequías y las interminables extracciones, la repetitiva domesticación de nuestros ríos, etc. Toda esta mezcla explosiva sube en altitud de este a oeste, hacia un territorio donde, a diferencia de las cotas bajas, las antiguas barreras que la agricultura marginal y la ganadería extensiva imponían a la continuidad de las masas forestales han desaparecido con el abandono humano del territorio. Hablamos, pues, de condiciones que en pocos años podrían desembocar en megaincendios de cientos de miles de hectáreas, mucho más graves que los conocidos hasta ahora.
«Hay quien continúa pidiendo que se repueble o quien añora montañas con sotobosques “limpios”»
La ciencia forestal apunta a soluciones quizá necesarias, como los fuegos prescritos en lugares o nodos selectos, o la necesidad de reducir drásticamente la densidad de las especies más pirófitas desde el momento en que nacen –cuando de hecho puede ser extremadamente más barato. Mientras tanto, aunque en algunos de los lugares quemados se ven ya cientos de plantones de pinos por metro cuadrado, hay quien continúa pidiendo que se repueble –es decir, añadir más leña al fuego–, o quien añora montañas con sotobosques «limpios», por no decir sin sotobosque.