Escribo este artículo en pleno debate sobre un escándalo generado entre científicos españoles ante el supuesto fraude de los trabajos de uno de ellos. Si dichas acusaciones fueran ciertas, resultaría que sus trabajos publicados, los supuestamente manipulados, han pasado durante años los filtros de máximo rigor de la excelencia científica. El fraude o la copia en la ciencia también se merecen otra lectura: si en la actualidad se falsifican euros, bolsos, medicinas, componentes electrónicos… ¿Por qué no los trabajos científicos?
La contradicción que tenemos ante nuestros ojos es que podemos saber rápidamente si un euro, o un bolso, es falso o no; sin embargo, las falsificaciones científicas pueden pasar con éxito exámenes de mentes brillantes y veredictos de jueces de las revistas más prestigiosas. La verdad es que cada cierto tiempo la ciencia se ve sacudida por falsificaciones; aunque otra cosa es la magnitud del escándalo mediático. De hecho, todo lo que se relaciona con las revistas científicas involucradas en este supuesto fraude del que estamos hablando se ha amplificado de forma desproporcionada. Pero también hay que decir que son las propias revistas las que constantemente buscan publicitarse a base de los trabajos que les envían los científicos. Sin lugar a dudas, hay un nexo entre revista y científicos cuyo objetivo dista mucho, en algunos casos, de publicitar únicamente la excelencia científica.
Creo que es bueno que como científicos y ciudadanos reflexionemos sobre el funcionamiento de las cosas, su racionalidad y su relación con el bien común. Yo creo que trabajar en ciencia, que en definitiva es jugar a descubrir las verdades que se ocultan en la naturaleza, es una de las madres de la actividad humana. Dicha actividad, junto con todas las que buscan el bien de la humanidad, son al fin y al cabo las que marcan el sentido de la flecha del tiempo: nos señalan el camino del futuro frente al retorno al pasado.
Para entender mejor lo que –supuestamente– ha ocurrido, me centraré en algunos interrogantes muy concretos: ¿Por qué estos desatinos en un mundo en el que debería prevalecer la honestidad científica? ¿Cómo se llega a falsificar lo que se descubre en el arco de la ciencia? Y, ¿cuáles son los beneficios de publicar mucho, independientemente de la calidad real del contenido?
«No es exagerado decir que el número de estupideces y maldades que cometen los científicos en la actualidad no tiene paragón con lo ocurrido en el pasado»
La respuesta a las tres preguntas anteriores se reduce a entender que la tendencia –más bien «enfermedad»– colectiva actual de publicar más y más, de la que son víctimas fundamentalmente nuestros jóvenes científicos, es un sinsentido, y además el mejor caldo de cultivo para cometer arbitrariedades que se propagan por todo el sistema universitario mundial. En mi opinión, el proceso que se sigue en la actualidad hasta llegar a la publicación de un resultado científico se separa, muchas veces, de la racionalidad y la neutralidad, porque responde esencialmente a nuestra vertiente humana del ejercicio de la libertad, en la que se conjugan, a veces por igual, nuestras ganas de hacer el bien y el mal.
¿Esto ha sido siempre así? Es decir, ¿los científicos hemos estado siempre tan sometidos a esta presión, a veces asfixiante, de publicar? Si nos guiamos por los muchos estudios que se han publicado sobre cómo se hizo ciencia en otras épocas, creo que no es exagerado decir que el número de estupideces y maldades que cometen los científicos en la actualidad no tiene paragón con lo ocurrido en el pasado. Las disputas entre los grandes maestros de entonces y sus respectivos seguidores también tuvieron elementos irracionales, muchas veces llenos de, por ejemplo, prejuicios sexistas; pero nunca alcanzaron el grado de simplismo de la mayoría de nuestras miserias actuales. La publicacionitis actual responde más a un modelo en el que el fin –la promoción tanto personal como de la revista y del campo de investigación– justifica los medios. Ahí reside la tentación de actuar de forma deshonesta tanto para los autores como para los revisores y editores de las revistas.
«La tendencia colectiva actual de publicar más y más es el mejor caldo de cultivo para cometer arbitrariedades que se propagan por todo el sistema universitario mundial»
Muchas veces, de lo que se trata al ejercer de juez anónimo de un artículo es simplemente de ejercer el poder para, por ejemplo, impedir el ascenso de un imaginario competidor, pasando por encima de la calidad y de la novedad de la investigación. Otro hecho relevante en la actualidad es que, en muchos casos, lo importante no es el contenido de la «carta», sino el nombre del «cartero». De ahí que sea moneda de uso corriente entre científicos decir «he publicado en tal o cual revista» sin comentar el contenido del trabajo.
Un hecho difícil de entender para los que están fuera del sistema es que la publicación de un trabajo científico es consecuencia, en muchos casos, de tener buena suerte. Los actores que determinan el sí o el no de la publicación no son más de tres o cuatro personas: los llamados revisores (referees en inglés), que actúan en el anonimato y con secretismo, y los editores de las revistas. Si estas personas son buenos científicos y además honrados, te ha tocado la lotería y tu trabajo será bien leído y mejor juzgado. Pero la realidad es que, con la inflación de trabajos científicos y el reparto de regalías, hay una gran probabilidad de que la publicación dependa más de otros factores. Entonces puede pasar de todo: por ejemplo, que un mal trabajo se publique, o que un buen trabajo no se publique, o que se haga con un año de retraso, o que su publicación sirva únicamente para propagar la endogamia temática, o que las presiones del sistema hagan entrar la falsificación en el escenario. Llegar al equilibrio entre el contenido de las publicaciones y el renombre de la revista en el análisis crítico es el punto importante. Por eso, si nos fijamos únicamente en el nombre de las publicaciones, a la postre son los editores de las revistas los únicos responsables, sin quererlo, de la selección de los profesores universitarios españoles.
Lo que muchos no atinan a ver –o quizá es simplemente que miran para otro lado– es que, a la larga, el desarrollo y el progreso científico dependen poco del nombre del «cartero». En otras palabras, solamente aquellos trabajos que llevan el germen del cambio y de lo nuevo son los que quedan, y además son los responsables del lento, pero continuo –al menos hasta ahora– caminar de la ciencia. Y esto ocurre independientemente de la revista en la que se publiquen. De hecho, y curiosamente, es la promoción de los científicos la única que está totalmente determinada por el «cartero».
El debate sobre el futuro de las publicaciones científicas sigue abierto, y continuamente se discute sobre nuevas formas de publicar ciencia y acertar a la hora de seleccionar la excelencia científica. Eso sí, creo que todavía hay una gran mayoría de científicos que piensan que la ciencia se merece mucho más y algunas revistas bastante menos.