El planeta Marte brilla intensamente en el cielo oriental poco después de la puesta de sol. Este punto cobrizo es un mundo con montañas, barrancos y polos congelados que hace milenios tenía mares y ríos caudalosos. Actualmente, sin embargo, es un desierto frío, con una historia geológica a la vista de nuestros robots que lo pisan y que lo escudriñan en detalle.
Quizás aquella época temprana y húmeda del planeta fue lo bastante larga como para que se desarrollara una biosfera marciana. Descubrir si hubo vida y si todavía la hay es una de las más excitantes tareas del nuevo robot Perseverance de la NASA, ahora de camino a Marte, que recogerá muestras de rocas y polvo para enviarlas a la Tierra en la futura misión Mars Sample Return, un encargo no exento de riesgos, como explicaba Fernando Ballesteros en la «Nave Espacial MÈTODE» del número 106.
Un planeta rocoso, con atmósfera, tan similar aparentemente a la Tierra, debería tener vida. Y seguramente inteligente, como se había pensado desde el siglo XIX a partir del descubrimiento de unos supuestos canales artificiales observados de forma obsesiva por el italiano Giovanni Schiaparelli y por el norteamericano Percival Lowell. Unas infraestructuras que llevarían agua de las zonas polares húmedas a las desérticas regiones ecuatoriales. La fiebre marciana ya no ha cesado desde entonces. El escritor y anticolonialista británico H. G. Wells escribió, sarcásticamente, en La guerra de los mundos: «Los hombres de la Tierra especulaban sobre el hecho de la existencia de otros hombres en Marte, quizás inferiores a ellos y dispuestos a dar la bienvenida a una empresa misionera terrestre».
Aun así no hay ningún tipo de vida en Marte, al menos de manera obvia, como muestran nuestros exploradores robóticos. Es un mundo desértico, inhóspito, con trazas de antiguos ríos desembocando en grandiosos deltas en un océano boreal ahora seco. Pero, ¿y si la vida permanece oculta en profundas cavidades o bien abajo en el subsuelo, lejos de la peligrosa radiación solar? Las misteriosas emisiones esporádicas de metano, que en la Tierra en un 90 % son de origen biológico, nos permiten seguir especulando.
Más allá del 2030, el ser humano posará los pies y empezará a explorarlo. El marciano, de Andy Weir, relato a partir del cual Ridley Scott hizo la película Marte, nos muestra las enormes dificultades de la empresa. Pero finalmente, con muchos recursos y tiempo, la humanidad terraformará Marte y, al cabo de los años, los descendientes de los habitantes se considerarán marcianos, como hacen los autodenominados americanos de los Estados Unidos que reniegan de su origen europeo. La magnífica serie The expanse, basada en las novelas de James S. A. Corey, ya se ha planteado esta posibilidad al presentarnos una República Marciana enfrentada a la Tierra.
«¿Y si la vida en Marte permanece oculta en profundas cavidades o muy abajo, en el subsuelo, lejos de la peligrosa radiación solar?»
La obra de Wells critica la satisfecha sociedad burguesa británica, incapaz de hacer frente a un ataque exterior. El autor, pacifista como era, nos da un mensaje de esperanza, fuerza y hermandad de toda la humanidad ante las amenazas globales, aplicable a los tiempos actuales de pandemia, cambio climático y posible caída de algún asteroide. Amenazas todas que han sido sistemáticamente ninguneadas por los dirigentes del mundo.
Hemos aprendido que no podemos considerar nuestro planeta como un lugar cerrado y protegido para el hombre; no podremos anticipar nunca el bien o el mal invisibles que pueden caer sobre nosotros desde el espacio. Es posible que en los designios más amplios del universo esta invasión desde Marte no deje de ser en definitiva un beneficio para el hombre; nos ha robado esta serena confianza en el futuro que es la más fructífera fuente de decadencia; los regalos a la ciencia humana que nos ha llevado son enormes, y ha hecho mucho para promocionar el concepto de una estrecha unión de toda la humanidad.
Mientras, allí arriba, el planeta Marte nos alumbra estos días de otoño, impasible a las elucubraciones humanas.