Movilidad (in)sostenible

Espero que me disculpen si utilizo esta ventana virtual para contarles algo que me ha sorprendido, y de qué manera, los últimos días. Es la ventaja de escribir para la virtualidad: el papel tiene un tiempo que, a veces, impide seguirle los pasos a la actualidad, incluso cuando esta es del ámbito personal.

A principios de este año se ha publicado mi último libro, Contra la sostenibilidad (edición en catalán con Sembra Llibres y en castellano con Arpa Editores). Sin pretender convertir estas líneas en un larguísimo reclamo promocional, sí querría aprovechar –si me lo permiten– lo que he aprendido después de unos cuantos días haciendo un mínimo de dos entrevistas diarias. La tesis del manuscrito es que ya no nos sirve el término sostenibilidad, dado que su banalización y mercantilización lo han convertido en una brújula averiada que no es capaz de indicarnos la senda del futuro. Con tal de fundamentar esta idea, hablo de nuestra relación con la naturaleza, de las generaciones futuras, de la huella de carbono, de la neutralidad climática o de la economía circular, entre otras muchas cuestiones. Algunos capítulos han llamado la atención más que otros, como es normal, y estoy muy contento por el hecho de que la tesis principal haya sido bien recibida, casi como si fuera algo flotando en el cielo que todo el mundo quería ver por escrito. Pero he podido constatar, después de una veintena de conversaciones, que hay un tema y solo uno que ha aparecido en todas y cada una de las entrevistas: el coche eléctrico. ¿Por qué? No estoy completamente seguro, la verdad. Pero quizá puedo señalar algunos motivos. Veámoslos.

«¿Cambia alguna cosa que el motor del coche mute de gasolina a eléctrico si el vehículo privado continúa ocupando el mismo espacio en la ciudad?»

En primer lugar, el coche eléctrico es guay. Es limpio. Es deseable, reluciente, aspiracional, fácil de conducir. Sabemos que el coche eléctrico será el futuro, así que, si nos compramos uno, formaremos parte de este automáticamente. La publicidad, que sobrerepresenta los coches eléctricos que componen las gamas de los fabricantes, nos lo recuerda constantemente: si conducimos un coche eléctrico haremos cosas impensadas, nos lo pasaremos súper bien y no contaminaremos. ¿Quién puede estar en contra de esto?

En segundo lugar, nos da la sensación de ser unos revolucionarios. La mitología relativa al coche eléctrico (sobre el que hay documentales que claman que las petroleras lo escondieron y obstaculizaron durante décadas) nos lleva a pensar que, al fin y al cabo, formamos parte de la primera línea del combate climático, desafiando al oligopolio energético y a lo que inglés se llama Big Oil. Conducir un coche con un motor eléctrico es, pues, un acto de rebeldía, un gesto activista y a la vez compatible con un modelo capitalista que nos resistimos a abandonar. Una especie de lucha cuántica contra el cambio climático, dado que hay dos estados que se superponen: el de la reducción de emisiones y el del sostenimiento de un sistema inherentemente insostenible.

Por último, diría que hay cierto elemento de perversa inevitabilidad. Al fin y al cabo, si queremos movernos de forma sostenible y no tenemos alternativas estructurales, como un transporte público de calidad o carriles bici seguros y conectados, ¿qué salida tenemos? Coger el coche, pero hacer que cuanto más «verde» sea, mejor. El coche eléctrico cubre, así, una demanda que va más allá del deseo individual, y se encuentra condicionada por las estructuras colectivas. Este es su gran triunfo, que no es en absoluto casual.

Pero empiezan a aparecer grietas en el discurso y la percepción, y es quizás por eso por lo que suscita tanto interés. Las contradicciones, ahora que la tecnología ya no es experimental y las empresas quieren democratizarla, son cada vez más evidentes. ¿Cómo puede ser que la Dirección General de Tráfico otorgue la etiqueta «0» (cero emisiones) a coches de más de dos toneladas, que consumen quince litros cada cien kilómetros y cuestan más de 100.000 euros? ¿Por qué las personas que no se pueden pagar un coche eléctrico (o ni siquiera un coche) tienen que sufragar con sus impuestos los puntos de recarga que se están poniendo en centros comerciales, y de los que se beneficiarán también los que conduzcan vehículos hipercontaminantes? ¿Cambia alguna cosa que el motor del coche mute de gasolina a eléctrico si el vehículo privado continúa ocupando el mismo espacio en la ciudad? ¿Cuál es el verdadero coste de fabricación de estos vehículos, que utilizan muchos minerales críticos que también nos harán falta para la transición energética? Y, ahora que hablamos tanto de energías renovables y territorio, ¿qué sentido tiene llenar el medio rural de placas solares con tal de alimentar los vehículos privados de las ciudades que no cambien su modelo de movilidad?

He aquí la paradoja final: el coche eléctrico representa el último intento para mantener un modelo de movilidad insostenible. El cambio real no será tecnológico, sino urbanístico. Ciudades más lentas, con aceras para que se pueda pasear y jugar en el espacio recuperado que ocupaban carriles vacíos y plazas de aparcamiento. Más y mejor transporte público, accesible e inclusivo, el transporte más social que tenemos y que debemos saber potenciar. Trenes y autobuses de calidad también entre ciudades y pueblos, en lugar de desconectarlos y dejar los cuatro ruedas como única opción.

Quizás la pregunta se repite porque, tras la máscara de sostenibilidad, la insistente apuesta del coche eléctrico exhibe su único propósito: sostener la industria automovilística, aquella que nos ha mentido con las emisiones, y que nos ha robado el espacio común y compartido. El coche del futuro será eléctrico y será más limpio, de eso no tengo ninguna duda. Como tampoco de que el modelo de movilidad no estará basado en el vehículo privado, y que las jaulas de metal que obstruyen las arterias urbanas serán, si hacemos las cosas bien, un número que menguará

© Mètode 2023
Doctor en Biodiversidad, escritor y divulgador científico (Valencia).