…l’aroma de muntanya que en el forn s’establia quan cremaven les argelagues.
Manuel Vicent. Contra Paradís.
Decir que nadie quiere a la aliaga sería pasarse de rosca, pero, en definitiva tampoco nos alejaríamos demasiado de la realidad. Hay hierbas o árboles que se imponen por su soberbia estampa como el pino piñonero y el roble; otros que sorprenden por el esplendor de sus colores como el madroño y el arce en el corazón del otoño; que impresionan por su humilde ternura como las violetas; que nos maravillan por la imaginación de sus formas y coloraciones como las orquídeas y los hipocistos; que se distinguen por su exquisito perfume como la lavanda, el toronjil o la albahaca; que se precian por sus indudables virtudes medicinales como la salvia, el romero o la manzanilla; que se hacen respetar por sus letales venenos como la cicuta, el emborrachacabras y la adelfa; o que inspiran reverencia por su venerable antigüedad como el olivo, la carrasca y el tejo. Pero de la aliaga no se acuerda nadie, o casi nadie, a la hora de enaltecer las maravillas botánicas del bosque, si acaso sólo se recuerda por las molestias que comportan sus espinas punzantes, y pasa por ser la inútil y enojosa chusma de la montaña. Sin embargo, de la aliaga se derivan no pocas ventajas y utilidades rurales; y, además, el amarillo temprano de sus pequeñas y pletóricas flores tiene el privilegio de ser la luz más reluciente y exuberante de nuestra flora y el color que borda la ruda túnica que en invierno se pone nuestra montaña.
De antemano, la aliaga, a causa de su rápida, crepitante y huidiza combustión, que le ha valido el refrán popular valenciano de «foc d’argelaga, foc de rialla» (fuego de aliaga, fuego de risas), es la fajina escogida y más al alcance del ritual tradicional de montar una hoguera, del arte de amaestrar el fuego, de encenderlo y mantenerlo vivo y tranquilo; y, junto al romero y la brezo, era la leña por excelencia que, en grandes haces, recogían los leñadores como un combustible para los hornos de cocer pan y los de hacer ladrillos. La aliaga se utilizaba también para limpiar las chimeneas, atando un haz, espeso y redondeado, a dos cuerdas igual de largas, de tal manera que uno pudiera estirar desde arriba y otro desde abajo y hacer caer todo el hollín de la chimenea.
«Sólo se piensa en la aliaga como la inútil y enojosa chusma de la montaña»
Antes era una práctica común de todos los pueblos la matanza del cerdo: y con aliagas secas quemaban, socarraban y chamuscaban la piel de los cerdos después de degollarlos en medio de la calle, entre gruñidos y chillidos terribles.
También de la aliaga se ha hecho un uso agrícola como un componente principal para construir «hormigueros» de hacer ceniza para abonar los campos. Primero se hacía un montón de aliagas y de otras matas en el mismo suelo del bancal, se tiraba encima, a capazos, tierra y terrones, y después se le pegaba fuego, sin que hiciera llama; y cuando la leña se había reducido a ceniza, ésta, junto con la tierra quemada, se distribuía por el bancal.
Aprovechando su vulnerante espiniscencia, la aliaga se ponía encima de las paredes de los corrales, para que no entraran los zorros y otras alimañas.
Son tenidos por fortísimos y bellísimos los cayados y garrotes de aliaga; y con el néctar de sus flores elaboran las abejas una miel finísima.
Hay que contar, además, con el interés ecológico de la austera aliaga, que abona la tierra que ocupa, gracias a la relación simbiótica que mantiene, como las restantes leguminosas, con unas bacterias fijadoras del nitrógeno atmosférico que colonizan sus raíces.
Y todavía podía añadir que la aliaga es, actualmente, la prueba inicial que pone la montaña al personal de toda clase que la visita, propiciando así una prudente autoselección. La verdad es que hay aliagas tan formidables y tan erizadas que topadas de sopetón no sabes si quieren sacarte a bailar o romperte la cara, y tener que atravesar un matorral bien trenzado de aliagas puede convertirse en una tortura, sobre todo si se hace en pleno verano cuando se suele llevar pantalón corto y la sequedad hace más punzantes los pinchos. Pero normalmente su rápido refregón, bordeando la senda, es más bien un aguijoneador del ánimo del caminante y un buen estimulante de la circulación sanguínea de las piernas.