De pequeños, todos nos lo sabíamos de memoria: «Un metro es la distancia entre dos trazos marcados en una barra de platino iridiado que se conserva en el Museo de Pesas y Medidas de París.» Y añadíamos: «Equivale a la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre.» A mí, la segunda definición me parecía caprichosa; la primera, pintoresca. Y en cierta medida lo eran. Respondían a la necesidad de fijar inequívocamente una unidad de medida convencional. Convencionales, todas lo son, de hecho. Y, por tanto, de alguna manera se tienen que establecer materialmente.
Todo eso arranca de la necesidad normalizadora de la sociedad industrial. Los sistemas de medida, hasta el siglo XIX, eran innumerables e imprecisos. Por eso se concertaron voluntades en la adopción de un sistema métrico decimal, decisión trascendental, banalizada por la cotidianidad absoluta con que la empleamos actualmente. La idea, hija del racionalismo ilustrado francés, se basaba en una medida de longitud «objetiva» que fuera una fracción redonda de meridiano. En 1791, la Académie des Sciences de París estableció la famosa definición de la diezmillonésima parte, para cuya exacta medición hubo que establecer empíricamente la longitud del meridiano de París, calculada aproximadamente en varias ocasiones anteriores. Eso conllevó medir, mediante triangulaciones sucesivas, el arco de meridiano comprendido entre Dunquerque y Barcelona, tarea que se llevó a cabo, en medio de grandes dificultades, entre 1792 y 1798.
El metro y sus múltiplos y submúltiplos decimales arrinconaron el engorroso uso de los sistemas sexagesimales hasta entonces vigentes (y aún vivos en relojes y goniómetros, por cierto, o a la hora de contar huevos, que van por docenas). El sistema incorporó también medidas de superficie, volumen y peso, siempre referidas al metro o a sus fracciones o supraunidades. Quedó establecido el 22 de junio de 1799. Antoine-Laurent de Lavoisier llegó a decir que la invención del sistema métrico decimal era la tarea «más grande y más sublime surgida de la mano humana».
En 1875, diecisiete estados firmaron en París la Convention du Mètre, de la que nació el Bureau International des Poids et Mesures. Este organismo creó la famosa barra de platino iridiado, prácticamente indiferente a las dilataciones y contracciones térmicas, barra que referenció el metro-patrón de 1889 a 1960. En 1960 el Sistema Métrico Decimal fue perfeccionado y transformado en el Sistema Internacional de Unidades, para atender las nuevas magnitudes exigidas por los nuevos conocimientos tecnocientíficos. La nueva definición del metro perdió encanto, pero ganó precisión: es la longitud del trayecto recorrido por la luz en el vacío durante un intervalo de tiempo de 1/299.792.458 de segundo.
«El metro y sus múltiplos y submúltiplos decimales arrinconaron el engorroso uso de los sistemas sexagesimales hasta entonces vigentes»
Encuentro interesante esta mezcla de precisión y arbitrariedad. En efecto, recurrir al tiempo casi infinitesimal que necesita la luz para medir una grosera distancia inventada en el siglo XVIII es como mínimo paradójico. Puestos a afinar tanto, bueno será recordar que los meridianos cambian de medida en función de las alteraciones de la forma planetaria, de forma que al final hilamos fino hasta un 1/299.792.458 de segundo la medida entre los famosos trazos de la barra de platino, porque las diezmillonésimas partes de los meridianos actuales o pretéritos son todas diferentes. Es decir, que el metro ahora es igual a él mismo porque lo referimos a una fracción estrambótica de tiempo, idéntica a la medida de una cosa que en realidad nadie sabe cuánto mide con total precisión.
Estas cosas hacen reflexionar. El conocimiento avanza reformulándose y asumiendo las propias contradicciones y paradojas. Solo con grandes dosis de humildad se pueden digerir estas limitaciones e incoherencias. Cuando nos llenamos la boca hablando de 1/299.792.458 de segundo deberíamos recordar los pies de barro sobre los que lo levantamos todo.