Piroclasto, una palabra eufónica. Suena bien, o por lo menos a mí me lo parece. La escuché por primera vez en los años noventa en San Antonio de los Cobres, en los Andes, en una reunión de vulcanólogos. A mí me interesaban los aspectos socioambientales de las erupciones. Aquellos expertos hablaban con entusiasmo de andesitas, de ignimbritas, de riolitas… y de piroclastos. Los piroclastos son fragmentos sólidos de rocas volcánicas expulsados por la columna eruptiva. Los más ligeros pueden llegar a miles de metros de altura y verse dispersados hasta cientos de kilómetros de distancia
Veinte años después de aquel encuentro andino, un grupo de vulcanólogos catalanes e italianos (entre ellos, mi hijo), con la ayuda del superordenador MareNostrum del Barcelona Supercomputing Center, han modelizado la nube de cenizas y materiales piroclásticos emitida por la erupción más grande habida en Europa en los últimos 200.000 años. Tuvo lugar hace 39.000 años, cerca de la actual Nápoles, y generó ignimbritas y depósitos de caída diseminados en un área de tres millones de kilómetros cuadrados, desde el sur de Italia, Grecia y los Balcanes hasta el Kazajstán. Se ha determinado que fue una supererupción de tipo pliniano, en dos fases, que dispersó más de 200 km3 de cenizas, un volumen equivalente a 100.000 estadios del Barça llenos hasta los topes…
La deposición de esta inmensa cantidad de tefras o materiales piroclásticos pequeños, con gruesos de hasta 10 cm, arrasó la vegetación y creó un inmenso desierto temporal. En pocos siglos, sin embargo, el manto vegetal se recuperó. A pesar de la violencia momentánea del fenómeno, el paso de los años borró la memoria aparente de la catástrofe, como pasa siempre con las erupciones. Solo la investigación de los geólogos de campo, y ahora de los modelizadores, ha podido reconstruir este colosal episodio eruptivo.
«El hombre moderno fue eliminando a los neandertales, pero la erupción de la Campania lo entretuvo unos cuantos siglos al este de los Alpes»
El descubrimiento ha permitido aportar un poco de luz al embrollado tema de la dispersión de nuestra especie por el continente europeo. El espacio de oportunidad abierto por tierras recolonizadas por la vegetación frenó el progreso de Homo sapiens en su migración hacia el sudoeste europeo. Eso quizá explicaría que Homo neanderthalensis, originario de Europa, sobreviviese 5.000 años más en la península Ibérica que en el resto del continente. Empieza a desvelarse este desconcertante enigma, pues, gracias a los modestos depósitos de la erupción aún remanentes. El hombre moderno fue eliminando a los neandertales, pero la erupción de la Campania lo entretuvo unos cuantos siglos al este de los Alpes.
El conocimiento científico progresa gracias a esta concurrencia de esfuerzos aparentemente desligados. La paleoantropología sola quizá no podía explicar la persistencia del poblamiento neandertal ibérico. Las explicaciones llegan de la mano de geólogos que estudiaban otra cosa. Es aleccionador. Más aún: los modelizadores, expertos en mecánica de fluidos, no son geólogos, sino físicos, así que el abanico de destrezas disjuntas se amplía. Disjuntas, pero convergentes. Y es que la especialización no es el objetivo de la ciencia, sino una limitación de los científicos. Saber de todo sería espléndido. Era el ideal enciclopédico, plausible mientras la reserva de conocimientos fue modesta.
En todo caso, ahora sabemos que los volcanes han intervenido en la evolución climática y ecosistémica más de lo que podíamos imaginar. Entre otras cosas porque las nubes de cenizas y los gases eruptivos han alterado repetidamente el statu quo atmosférico, meteorológico y, por tanto, climático. Tenemos evidencias contemporáneas, como la formidable erupción del Pinatubo, en 1991, que afectó seriamente a la capa de ozono y provocó un «invierno volcánico», un descenso global de la temperatura planetaria del orden de 0,5 ºC. Los piroclastos, mientras tanto, van levantando acta silente: tan solo hay que saberla leer.