Llegué a La Palma con el equipo de El cazador de cerebros la mañana del lunes 13 de diciembre de 2021, con una ilusión científica desbordante. Obviamente no éramos ajenos al drama humano de las familias que habían perdido sus casas y recuerdos, pero el evento geológico era espectacular: una oportunidad única para presenciar una erupción volcánica en directo acompañando a investigadores que la estaban monitorizando desde la mismísima zona de exclusión, a la que teníamos acceso. Para un aventurero de la ciencia a quien lo que más le gusta es visitar en persona los laboratorios y centros de investigación que la están creando (y hablar directamente con el personal científico en medio de sus estudios discutiendo matices, no cuando los han publicado con resultados ya perfectos) iba a ser fascinante. Porque haciendo periodismo científico in situ se ven cosas que no se cuentan en los comunicados oficiales, ni en los papers, ni en Twitter.
La ciencia siempre se nos presenta acabada, pero la incertidumbre es una historia. Ya desde las primeras semanas de erupción vi claro que debíamos intentar hacer un capítulo allí, viendo cómo la ciencia estaba contribuyendo a gestionar la emergencia, pero también cómo los geólogos y vulcanólogos aprovechaban para investigar, poner a prueba sus modelos, contrastar teoría con realidad, sorprenderse y aprender.
El primer encuentro fue a primera hora de la tarde con unos investigadores que, situados muy cerca de una colada de lava ya sólida y fría, disparaban sus espectrógrafos a diferentes puntos de la ladera del volcán para analizar la composición de los gases que emitía. Si soy sincero, en ese momento la imagen no impresionaba. Se oían ruidos, se veían gases blanquecinos salir de diferentes puntos del cráter y la ladera, pero poco más. La aventura empezaba descafeinada. Nos fuimos a otro punto de la zona de exclusión, bastante alejado del primero, donde un grupo de sismólogos y vulcanólogos habían colocado sensores para monitorizar los movimientos del terreno. Allí el paisaje sí impresionaba: era una zona de gran acumulación de cenizas que cubrían casas, vehículos y calles enteras. No tomamos imágenes por respeto, pero estaba anocheciendo y tenía un aspecto apocalíptico. Consternados, estábamos colocando las cámaras para hacer la entrevista y, de repente, un fortísimo estruendo, al que siguió una imagen inolvidable: del cráter del volcán salió un jet de lava disparado hacia el cielo como si fuera la fuente de un parque. Con la distancia no sabía calcular su altura, pero decenas de metros sin duda. El contraste del cielo casi oscuro con la lava incandescente era precioso. Observar una escena así con tus propios ojos, sintiendo el ruido constante de las bombas volcánicas (rocas expulsadas desde el cráter que, al caer al suelo, suenan como un trueno) es sobrecogedor. Se siente la fuerza de la naturaleza y nuestra fragilidad de una manera imposible de palpar en vídeo. Se iba la luz y no podíamos demorar mucho la entrevista, por lo que nos plantamos con el sismólogo con un plano del jet de lava de fondo y empezamos a rodar. No sé cómo quedará, pero creo que estuve mirando más hacia el volcán que al sismólogo.
Por la mañana acompañamos a los técnicos del CSIC que hacían los primeros vuelos de drones sobre el cráter para enviar los reportes iniciales. El uso de drones con cámaras y sensores ha sido una de las herramientas tecnológicas que han permitido estudiar esta erupción de manera diferente a otras anteriores. En ese mismo momento del amanecer del martes 14 de diciembre, ya percibían algo extraño: el volcán estaba mucho más tranquilo de lo habitual. Por fuera y por dentro. Necesitaban contrastar sus datos con otros parámetros sismológicos y de emisión de gases, pero estaba clarísimo que la actividad había bajado drásticamente respecto a otros días. No quisieron profundizar al respecto. Seguimos nuestra ruta dando toda la vuelta al Parque Natural de Cumbre Vieja para acceder al otro lado de las coladas, donde, en un escenario todavía más siniestro de pueblos sepultados por las cenizas, visitamos a geólogos que recogían muestras, hacían una especie de estratigrafía de las lavas acumuladas y analizaban cualquier detalle que inquietaba sus mentes científicas. Tras charlar y generar cierta confianza con ellos, nos confesaron que todo parecía indicar que el volcán se había apagado. «Llegasteis al entierro», nos dijeron, haciéndonos notar lo afortunados que habíamos sido de vivir la última liberación de tensión magmática de la noche anterior. Eso sí, nos advirtieron que de ninguna manera esto se podía comunicar de manera oficial, porque, aunque los datos de emisiones de gases parecían sólidos, no se podía descartar algún repunte de actividad. Hacían falta diez días con esa misma calma para dar el volcán por apagado. De hecho, es lo que ocurrió diez días después, el 24 de diciembre.
«Ya le había cogido cariño. Lo voy a echar de menos», me confesó una investigadora que llevaba en la isla desde unos días antes de la erupción, y añadió un inesperado: «A ti te lo cuento, pero a otras cadenas no lo haría». Le pedí que me explicara a qué se refería y me contó que, si bien el personal científico que había estado trabajando en la erupción era consciente desde el inicio de que atender a los medios era fundamental, muchos evitaban a periodistas de ciertas cadenas por el sensacionalismo que estas buscaban constantemente. Desde luego, los habitantes de las zonas afectadas de La Palma querían que todo el mundo y responsables políticos tuvieran bien presentes las pérdidas y la necesidad de repararlas, pero a algunas cadenas el dramatismo y espectáculo se les iba de las manos.
«Haciendo periodismo científico in situ se ven cosas que no se cuentan en los comunicados oficiales, ni en los papers, ni en Twitter»
Estaban muy molestos con un presentador bastante conocido que se había colado en la zona de exclusión sin permiso para intentar grabar. Entrevisté a un biólogo que analizaba el impacto de la erupción en la fauna terrestre y marina de la isla, y reconoció que alucinaron con el tratamiento mediático en los días que la colada iba a llegar al mar, con esos directos contando los minutos como si cualquier hecatombe inesperada pudiera pasar. Y no, no podía pasar cualquier cosa. En una erupción marina –como la del Hierro diez años antes–, los gases salen del fondo del mar y pueden crear nubes tóxicas y peligrosas, pero la lava que bajaba por la ladera de Cumbre Vieja ya había perdido casi todos sus gases y no era más que roca muy caliente que sí, iba a calentar durante un tiempo corto una zona del litoral de la isla y a sepultar algunos cangrejos despistados, pero poco más. De hecho, las expectativas eran que los minerales de la lava fertilizarían las aguas de la zona y quizá aumentaría la cantidad y tamaño de las especies.
Nadie pretendía minimizar el drama de las familias que veían cómo sus hogares y barrios quedaron sepultados bajo este desastre natural que ojalá no hubiera sucedido, pero eso no debe empañar que, gracias al trabajo de científicos y personal de seguridad, la erupción se pudo anticipar varios días y gestionar de manera que no provocara víctimas. Si se gestiona de manera justa para los afectados, puede dejar cosas positivas para esta preciosa isla, y para la ciencia será sin duda una fuente de datos e información valiosísima que generará años de investigaciones. No son las declaraciones que se suelen hacer en los medios cuando la cámara está encendida, pero sí cuando está apagada.