Las enfermedades venéreas eran una pesada carga a principios del siglo XX. La sífilis era el paradigma de degeneración física y psíquica, destructora de la familia y la sociedad, y el sifilítico fue objeto de las estrategias eugenésicas: aislamiento, esterilización y, en casos extremos, exterminio. A principios del siglo XX las estadísticas indicaban que en París cerca de un 16 % de la población estaba infectada. La British Medical Association alertaba de que entre 1880 y 1887 el número de hombres incapacitados por la sífilis se había triplicado en Gran Bretaña. Las estadísticas de mortalidad recogidas por las compañías británicas de seguros revelaban que el 11 % de las muertes se debían a la sífilis. La situación era tan alarmante que entre 1898 y 1902 se celebraron dos conferencias internacionales, en París y Bruselas, con la participación de especialistas y autoridades políticas para acordar medidas contra la prostitución y las enfermedades venéreas.
Durante la primera década del siglo XX se realizó un gran esfuerzo clínico y de investigación experimental para encontrar una solución. En el Instituto Pasteur de París, Élie Metchnikoff y Pierre Roux consiguieron transmitir el microorganismo responsable de la sífilis entre chimpancés en 1903. También reprodujeron lesiones sifilíticas en el escroto y la córnea de conejos. En 1905 Fritz Schaudinn y Erich Hoffmann identificaron la espiroqueta (Treponema pallidum) en el material infeccioso de un chancro humano aplicando una técnica de tinción empleada anteriormente para identificar el paludismo. Al mismo tiempo August von Wassermann se vio forzado a abandonar los estudios inmunológicos sobre la tuberculosis para buscar una prueba de diagnóstico de la sífilis a partir del suero de pacientes infectados. Wassermann desarrolló la prueba de fijación del complemento, que fue modificada inmediatamente por otros serólogos. El impacto de la investigación de Wassermann fue tan grande que en 1930 había 10.000 trabajos en la literatura científica sobre la reacción de Wassermann. A finales de la primera década del siglo XX, Paul Ehrlich se dedicó a investigar compuestos químicos antimicrobianos eficaces contra la sífilis. Tras muchos ensayos descubrió el Salvarsan, el fármaco más eficiente antes de la aparición de la penicilina.
Teniendo en cuenta todos estos acontecimientos, la primera década del siglo XX fue crucial en la investigación de un tratamiento médico para los sifilíticos. Los especialistas y las autoridades políticas participantes en las conferencias internacionales eran partidarios de políticas reguladoras de la prostitución con un estricto control médico como medida profiláctica, con la implicación de los gobiernos y municipios para hacer obligatorio y gratuito el tratamiento. En Dinamarca ya lo era desde 1874, así que los países podían adoptar varias opciones de atención médica: ambulatoria en el centro de atención de la salud o con internamiento hospitalario, aunque por razones morales, vergüenza, obligaciones laborales y el precio de los medicamentos, era muy difícil alcanzar el objetivo del tratamiento universal.
El respeto a la intimidad del paciente y la responsabilidad penal de quienes propagasen la enfermedad de manera consciente tenían que combinarse con una política fuerte de propaganda sanitaria, que informase a la población de que la continencia no era perjudicial para la salud, e hiciera tomar consciencia al paciente de que las enfermedades de transmisión sexual eran altamente contagiosas y se propagaban entre todos los grupos sociales. La población tenía que saber que las enfermedades venéreas atacan los órganos internos, no solo la piel y membranas mucosas, incluso varios años después de la infección primitiva. Un problema legal, moral y sanitario enorme, especialmente en tiempos de crisis social y guerra, como sucedió en España durante los años treinta, y que se refleja en los magníficos carteles que prevenían a la población y especialmente a los soldados, las mujeres y las amas de cría.