No se puede entender el ascenso profesional de la cirugía en el siglo XVIII sin considerar las guerras napoleónicas, ni el crecimiento de la física atómica a principios del siglo XX sin las guerras mundiales, ni la industria aeroespacial fuera de la guerra fría. La rivalidad y la excepcionalidad de la guerra abonan el terreno para impulsar la tecnociencia como instrumento de poder sobre el adversario. Incluso más allá de los límites éticos, como puso de relieve la Alemania nazi. Las novedades bélicas tienen aplicaciones en tiempo de paz, como indica la expansión de las industrias de la salud desde la Segunda Guerra Mundial, verdadero punto de inflexión de la tecnología sanitaria. Los antibióticos, analgésicos, antipiréticos o las vitaminas son un ejemplo. Las industrias de la salud han hecho del espacio hospitalario el escenario de una verdadera revolución tecnológica.
Durante las guerras mundiales se hicieron experimentos con ultrasonidos. El sonar y el radar fueron empleados para detectar aviones enemigos. Al acabar la guerra, especialidades como la radiología, la urología, la neurología, la oftalmología o la ginecología se beneficiarían de nuevas tecnologías. En la Universidad de Glasgow se iniciaron experiencias para aplicar los ultrasonidos a la obstetricia con el fin de evitar las radiaciones ionizantes de los rayos X y el riesgo de malformaciones en el feto. En 1972 se comercializó el primer ecoscopio, que se extendió para exploraciones durante el embarazo.
El primer láser con aplicaciones médicas se fabricó en 1960. Los oftalmólogos lo aplicaron al desprendimiento de retina, mejorando los resultados inciertos de la fotocoagulación. Las posibilidades terapéuticas del láser despertaron el interés del Centro Médico Presbiteriano de Columbia y del grupo Optics Technology de la Universidad de Stanford, que introdujeron mejoras en los nuevos aparatos de argón, y eso amplió el uso a la cirugía, la otorrinolaringología y la gastroenterología.
«Las industrias de la salud han hecho del espacio hospitalario el escenario de una verdadera revolución tecnológica»
Entre 1940 y 1970 la tecnología sanitaria fue modificando la estructura industrial que la impulsaba, concentrándose en pocas empresas de gran tamaño. Hubo un punto de inflexión con la invención del CT scanner, surgido de la idea de asociar la física de partículas a la electrónica. A finales de los años 1960 se iniciaron los primeros pasos. Godfrey Hounsfield convenció a la discográfica EMI –que editaba la música de los Beatles– para fabricar el CT scanner. Los primeros escáneres se aplicaban a observar el interior del cráneo. El impacto comercial fue tan brutal que las pequeñas industrias tuvieron que abandonar el mercado frente al poder de las grandes empresas.
En la década de los setenta el camino no había hecho más que empezar. La microelectrónica y el desarrollo de materiales biocompatibles iniciaron una nueva línea espectacular de gran impacto en traumatología, ortopedia, cirugía de trasplantes y otros campos. La cooperación entre cirugía e ingeniería se iniciaba cuando un grupo de cirujanos de Minnesota encargaron a Medtronic un pequeño generador impulsado por una batería para aplicarlo a las intervenciones de cirugía cardíaca infantil. Medtronic pronto se convirtió en el mayor fabricante mundial de marcapasos.
Podríamos aportar ejemplos semejantes relativos al uso de la energía nuclear o la aeronáutica, que muestran que la guerra impulsa la innovación tecnológica. Pero no olvidemos también que la guerra tiene consecuencias negativas para la ciencia. Destruye las comunidades científicas, como pasó en 1939 en España, cuando un país científicamente y tecnológicamente integrado en la comunidad internacional se vio arruinado por el exilio, y en la poderosa Alemania, tras la aniquilación y el exilio judío. Además, en medicina, la revolución tecnológica ha devaluado la dimensión humana del paciente porque ha subordinado la relación médico-paciente a la tecnología. Una tecnología que siempre es cara y que genera desigualdades, lo que nos lleva a otro debate.