No sé si visteis Barbie el verano pasado. Yo sucumbí a la estrategia de confrontación Oppenheimer–Barbie y fui al cine a ver ambas películas. Me gustó más Oppenheimer, obviamente, tanto por la trama como por los aspectos más cinematográficos. Pero Barbie tiene un planteamiento muy original, algunos giros interesantes y un mensaje de fondo que me hizo reflexionar. Os comparto la disquisición que me generó.
La película plantea que existen dos mundos paralelos que se conectan en situaciones especiales. Está el mundo real que conocemos, que representa la sociedad actual occidental, y luego hay un lugar idílico llamado Barbieland, donde viven felices todas las Barbies y los Kens, los míticos juguetes de Mattel. Allí las Barbies son las protagonistas por delante de los Kens; la diversidad y el respeto son valores fundamentales, y el comportamiento prosocial es ingenuamente maravilloso. Las Barbies y los Kens son conscientes de que fuera de Barbieland existe un mundo real donde las niñas y los niños juegan con muñecas que les representan a ellas y ellos, y están convencidos de que sus valores influyen positivamente en su desarrollo. Por ejemplo, que haya una Barbie científica hace que más niñas quieran ser científicas; jugar con Barbies de diferentes razas les educa para evitar la discriminación, etc. En definitiva, lo que creen es que el universo Barbie está creado para influir positivamente en los humanos, y que el mundo real funciona –gracias a ellas– de manera tan idílica como Barbieland.
Ocurre que, por un suceso que no viene a cuento, a una Barbie estándar (interpretada por Margot Robbie) le toca viajar al mundo real para solucionar un problema y… ¡oh, sorpresa! ¡Resulta que allí la gente no es tan amable como en Barbieland! Además, los chicos se comportan como si fueran superiores a las chicas, la diversidad existe, pero no está tan asumida e integrada como en Barbieland y, por si fuera poco, ¡algunas niñas critican a las Barbies! No solo no se impregnan de sus valores, sino que les generan rechazo: les caen mal las Barbies, a quienes acusan de frustrarlas y perjudicarlas por crear esa referencia utópica de mundo feliz. Entonces la Barbie-Margot, cuando ve que el mundo real no se impregna de las enseñanzas y valores de Barbieland, se siente muy decepcionada. No lo entiende. «Mira, como los científicos», pensé en ese momento de la película.
Sé que lo que voy a exponer es una caricatura, pero de repente imaginé que Barbieland era el mundo en el que viven los científicos, donde investigan y alcanzan conclusiones a partir de datos empíricos, comparten ideas de manera constructiva, y asumen que todo el conocimiento que producen en sus laboratorios de Ciencialand termina impactando en la sociedad con tecnologías y sabiduría que mejoran nuestras vidas. Los científicos de Ciencialand confían en que la gente del mundo real les tenga un respeto, valore su esfuerzo y haga caso de sus enseñanzas. Y entonces imaginé a un investigador salir de su mundo científico en plena pandemia de SARS-CoV-2 y encontrarse con gente reacia a vacunarse, o con vídeos en YouTube de personajes un poco tarados diciendo que la covid se cura con cierta terapia extraña. O a un climatólogo salir de su centro de investigación y cruzarse con negacionistas en el metro, o casi peor, ver que las personas con supuestamente más poder del mundo real, los políticos y gobernantes, no hacen caso de sus recomendaciones para frenar el cambio climático. ¿Cómo puede ser?! ¿Cómo puede ser que el mundo real no esté profundamente impregnado por Ciencialand?
Sé que la inmensa mayoría de los científicos viven en el mundo real y tienen las mismas virtudes y carencias que sus habitantes no científicos. Pero recuerdo una historia que contaba Eduard Punset sobre un físico que entrevistó en Princeton (creo que era Freeman Dyson, pero no puedo asegurarlo), a quien le preguntó cómo respondía la gente de la calle cuando le explicaba las cosas asombrosas que él investigaba. El físico se quedó pensándolo, y finalmente respondió: «Yo es que no suelo hablar con gente de la calle». Me imaginé a ese científico paseando un día por el mundo real y cruzándose con un terraplanista de los que afirman que todo lo que hace y dice la NASA es mentira.
Puede que solo sea una anécdota, pero sí que hay algunos científicos y científicas (o incluso divulgadores científicos) cuyas parejas, amigos, colegas y entorno habitual es el académico, y a pesar de vivir en el mundo real, se frustran y no entienden cómo la gente no tiene en mayor consideración a la ciencia, y que, por lo general, no se tomen decisiones más basadas en evidencias. E, incluso, que se llegue a rechazar a los científicos, ¡con lo rigurosos y trabajadores que son y las buenas intenciones que tienen! ¿Cómo puede ser que un investigador se pase meses encerrado en su laboratorio investigando la covid y, cuando salga a explicar sus descubrimientos, un idiota le diga por redes sociales que es un ser malévolo al servicio de las farmacéuticas y el sistema? Pobres investigadores incomprendidos, que en ocasiones parecen casi tan ingenuos como las Barbies de Barbieland. Qué bajón que Ciencialand no tenga influencia mucho mayor en las sociedades y habitantes del mundo real…
No me extiendo: el mensaje principal que quería plantear ya está expuesto y no es más que una broma/reflexión sobre los paralelismos de Barbieland con el mundo científico, que seguro podéis ampliar por vuestra cuenta. Pero termino con una última consideración que me generó el final de la película (aquí sí viene un poco de spoiler, aviso). Y es que, al final de todo, para solucionar la incongruencia entre ambos mundos, Barbie pierde su ingenuidad y se va al mundo real. Eso no me gustó. Yo lo interpreté como una cesión. A mí me hubiera gustado que, de alguna manera, el mundo real se acercara al universo idílico de Barbieland, y no a la inversa. Como también me gustaría que las personas del mundo no científico se acercaran más al pensamiento científico que al revés. Preferiría, en definitiva, que hubieran ganado los buenos.