Algunas aves tienen una habilidad notable para reproducir los sonidos del habla humana. Son máquinas de repetición que nos amenizan el espíritu, pero sin que exista en esa actividad ningún sustrato de pensamiento simbólico. El logro resulta llamativo porque la producción y articulación de los fonemas es una tarea neuronal y muscular compleja. Tanto es así que en el campo de la paleoantropología hoy se discute si nuestros parientes neandertales poseían o no las estructuras corporales auditivas y vocales para generar algo similar al habla –lo que, ojo, no implica lenguaje–. En cualquier caso, el ejemplo de las aves muestra que descubrir que la anatomía neandertal poseía la potencia de percibir nuestro rango sonoro o de producir nuestro abanico de vocalizaciones no prueba ninguna capacidad simbólica y, mucho menos, de lenguaje –al contrario de lo que, con cierta frivolidad científica y periodística, podemos leer a menudo en la prensa.
«Pongámonos a cubierto de expresiones como “no cabe ninguna duda”, “prueba definitiva” o similares. La ciencia no se lleva bien con ellas»
Si trasladamos la pericia para captar y reproducir sonidos al mundo visual, entonces hablamos de arte figurativo. Los humanos somos bastante torpes con esto: nos cuesta realizar copias –por ejemplo, dibujos– de lo que vemos. Una criatura de tres años es capaz de hablar con sorprendente fluidez y de imitar al instante cualquier palabra nueva que le pongamos delante; sin embargo, si le damos un lápiz y le pedimos que pinte una flor, lo que hará será un garabato difícil de identificar. Precisamente por ello –por la dificultad que entraña la representación clara, sencilla, elegante y con trazos firmes de, por ejemplo, un ciervo– nos sorprende el arte del Paleolítico. Chauvet, Altamira, Lascaux… lo hemos llamado arte porque a nosotros nos lo parece, independientemente de los motivos que impulsaran su realización. Esos dibujos y grabados son tan admirables que se han convertido en la prueba definitiva de la aparición de la mente moderna, de la explosión del pensamiento simbólico y, junto a él, del lenguaje. No cabe ninguna duda: las personas que se adentraron en la cueva de Chauvet eran, cognitivamente, «nosotros»
Pero… no tan deprisa. Pongámonos a cubierto de expresiones como «no cabe ninguna duda», «prueba definitiva» o similares. La ciencia no se lleva bien con ellas. En el fondo, para representar un ciervo con maestría lo que se necesita es una buena memoria visual y un control motor inusual. Asumimos capacidades simbólicas y lingüísticas plenas en nuestros parientes del Paleolítico superior porque estudiamos el ajuar cultural completo; en sentido estricto, el «arte» por sí solo no sería una prueba, como nos enseñó la niña autista Nadia Chomyn (1967-2015). En 1998, el neuropsicólogo británico Nicholas Humphrey publicó en el Cambridge Archaeological Journal un sorprendente artículo titulado «Cave art, autism, and the evolution of the human mind». Humphrey se había dado cuenta de algo que había pasado desapercibido para la paleoantropología: entre los tres y los seis años Nadia había realizado dibujos de caballos, humanos, vacas, elefantes y otros animales con una maestría asombrosa, dibujos con un aspecto y características de estilo (factura de los trazos, superposición de imágenes, etc.) muy similares a las del arte parietal Paleolítico. Nadia padecía limitaciones sociales y motoras severas; hizo sus dibujos con una «mente premoderna», carente de lenguaje, sin apenas capacidad simbólica, sin interés en la comunicación y sin entrenamiento artístico previo. El caso de Nadia mostró que no podemos asumir en nuestros ancestros del Paleolítico capacidades cognitivas típicas de la mente moderna (simbolismo, lenguaje) a partir tan solo del arte rupestre.
Hace unos meses se encontró en Alemania una falange de ciervo gigante con unas marcas de corte realizadas de forma intencionada hace 51.000 años; la prensa y algunos científicos ya hablan de la «prueba definitiva de que los neandertales eran capaces de un pensamiento complejo y simbólico». No tan deprisa…