Tratamiento preventivo para la catástrofe

Dormir

En lo que respecta a desastres, catástrofes y apocalipsis, no resulta nada sencillo cogernos por sorpresa. Cada uno de nosotros recibe a lo largo de la vida un tratamiento intensivo de asimilación de escenarios posibles en forma de relatos de ficción: desde los cuentos infantiles hasta el cine fantástico, es enorme la diversidad de escenarios que han sido ensayados en nuestra mente. De todos los males que nos pueden caer encima, todos, o prácticamente todos los que la razón y las leyes de la física permiten, están escritos en alguna parte. Meteoritos, guerras mundiales, erupciones volcánicas, revueltas populares, catástrofes ambientales, pandemias… Lo explica muy bien Agustín Fernández Mallo en su Teoría general de la basura: las ficciones hacen su trabajo «[…] para que, llegado el momento del desastre, el momento del cataclismo, nuestro inconsciente, vía la paranoia, tuviera ya una constante ensayada, una tabla a la que agarrarse a fin de soportar el tránsito a un nuevo entorno […]».

Los seres humanos contamos historias desde que podemos hacerlo, desde que el lenguaje nos pertrechó con la capacidad para el intercambio mental de ideas. Esta función de las narraciones que acabo de apuntar, la de preparar nuestras mentes para lo que pueda venir, tiene un fascinante paralelismo con la mayor de nuestras fantasías: las ensoñaciones que todas las noches se cuelan en la mente durmiente. En este caso se trata de un tratamiento cotidiano para el momento del despertar, un calentamiento de motores que poco a poco desentumece nuestro sistema nervioso para que, llegado el momento de regresar a la realidad, no nos tome por sorpresa. O al menos esta es una de las hipótesis que se manejan sobre la función –o una de las funciones– de los sueños.

La neurociencia todavía no tiene nada claro por qué necesitamos dormir, aunque hay varias hipótesis que pueden explicar la función –o funciones– de las distintas fases del sueño. En esencia, a lo largo de la noche se alternan períodos de sueño profundo –o sueño de ondas lentas– con momentos de sueño en el que los ojos tienen unos característicos movimientos, como si estuvieran observando alguna ficción interna (sueño REM, en inglés, o MOR, en castellano, por movimientos oculares rápidos). El sueño profundo y el sueño MOR se alternan de forma cíclica a lo largo de la noche, pero sus tiempos van cambiando. La fase MOR, en la que se producen la mayoría de las ensoñaciones, aumenta de duración a medida que avanza la noche, de tal manera que, a medida que nos acercamos al alba, también pasamos más tiempo soñando. Para algunos investigadores este crescendo facilitaría una transición rápida y eficaz del sueño a la vigilia. Según esto, los sueños, esos viajes alucinantes e inverosímiles que vivimos todas las noches –aunque no los recordemos–, tienen en nuestro organismo un papel similar al del cine y la literatura en nuestras sociedades: nos preparan para el mañana; pero no por el contenido de la historia, que en los sueños resulta intrascendente, sino por la mera puesta en marcha de la actividad neuronal.

Los recién nacidos dedican más tiempo al sueño MOR que los adultos, y este se distribuye a lo largo de todo su ciclo de sueño diario. En este caso no se trataría de una preparación para el despertar, sino de un entrenamiento que facilitaría el desarrollo y la consolidación de la propia arquitectura neuronal.

En la vida adulta las fantasías son indispensables, forman parte de nuestra naturaleza humana, las necesitamos como sociedad para afrontar las sorpresas del camino, y como individuos para saltar a la escena cotidiana con los circuitos neuronales engrasados. El sueño de la razón produce monstruos, sí; monstruos que digerimos a modo de tratamiento preventivo contra lo que nos pueda deparar el futuro.

© Mètode 2020 - 107. Océanos - Volumen 4 (2020)
Neurofisiólogo y comunicador científico. Departamento de Medicina de la Universidad de la Coruña.