Desde nuestras primeras y audaces incursiones fuera de África hasta nuestros primeros saltos en la Luna, el progreso de nuestra especie se ha basado en nuestro instinto cooperativo, en nuestra capacidad para aprender como colectivo. En esa escalada incesante hemos ido desarrollando sistemas que nos han permitido representar cada vez mejor el universo que habitamos. La ciencia es, al menos hasta el momento, el mejor de ellos. De su mano hemos partido el átomo, explorado nuestro cerebro y desentrañado algunos de los misterios más profundos del cosmos.
Viajamos a los años sesenta. Es un lunes cualquiera en el Departamento de Zoología de la Universidad de Oxford y sus distinguidos miembros abarrotan las viejas bancadas de madera del aula magna. El joven conferenciante invitado está dando los toques finales a una charla en la que demuestra que el aparato de Golgi, una estructura celular de origen hasta ese momento controvertido, es un orgánulo celular. Termina la charla y se hace un silencio sepulcral. Todas las miradas se posan en un vetusto catedrático que se acerca lentamente a la tribuna. Lleva años defendiendo con celo que el aparato de Golgi no es real y, sin embargo, tiende una mano afectuosa al conferenciante y exclama aliviado: «Mi querido colega, quiero darle las gracias, llevo quince años equivocado.»
La actitud de dejar que los hechos esculpan nuestras ideas, y no al contrario, es un aspecto fundamental de nuestro pensamiento racional. La capacidad para reconocer que uno se equivoca es la base del método científico, pero también de nuestra capacidad para colaborar y crecer como una sociedad cada vez más justa y desarrollada.
«La capacidad para reconocer que uno se equivoca es la base de nuestra capacidad para crecer como una sociedad más justa y desarrollada»
En un estudio reciente, los investigadores Jonas Kaplan, Sarah Gimbel y Sam Harris exploraron por qué determinadas personas son tan reacias a admitir que se equivocan. En una serie de pruebas, confrontaron a un grupo de personas con hechos que refutaban ideas que previamente habían defendido con un alto grado de certidumbre. Tras exponerlas a dichos argumentos, volvieron a preguntarles para medir hasta qué punto habían cambiado de opinión. Durante todo el proceso monitorizaron la actividad cerebral de los sujetos, mediante resonancia magnética funcional, para averiguar qué áreas del cerebro se activaban en respuesta a qué estímulos. Los resultados fueron extraordinariamente interesantes. Los sujetos cambiaron mucho menos de opinión en respuesta a argumentos contra convicciones políticas (e.g. el derecho al aborto) que no políticas (e.g. «tomar complejos de multivitaminas mejora la salud»). En segundo lugar, escuchar argumentos contra ideas políticas activó intensamente un área cerebral implicada en el pensamiento disociado del mundo externo. Finalmente, cuanto más se activaban las áreas cerebrales emocionales de un sujeto, menos cambiaba de opinión. En definitiva, este estudio demuestra que hay claras diferencias de carácter neurológico ligadas al pensamiento racional y que, como siempre hemos sospechado, las emociones y la lógica son muy malas compañeras.
Vivimos en una era de contradicciones. La era en la que podríamos aterrizar en Marte, dominar nuestro ADN, o aprender a fundir dos átomos y recrear el Sol, es, a su vez, la era de Trump, del negacionismo al cambio climático, o de la inversión de millones de euros en pseudociencias sin fundamento científico alguno, como la homeopatía. En este contexto, nuestro progreso como especie, nuestra sapiens, parece depender más que nunca del saber equivocarnos. Quizá, solo quizá, entender la neurociencia que subyace a esta parte tan ineludible de nuestro pensamiento racional nos sitúe un pasito más lejos de la extinción y más cerca de las estrellas.