El pasado 2 de enero la Agencia Estatal de Meteorología, AEMET, compartía un tuit en el que condensaba la excepcionalidad climática de 2022. En este se podía leer que 2022 ha sido el año más cálido en España desde –al menos– 1916, y que la diferencia respecto a los inmediatamente siguientes (2017 y 2020) es más que notable. También se añadía que es la primera vez que la temperatura media anual supera los 15ºC y que, hasta 2011, no se había llegado nunca a los 14,5ºC. El texto se completaba con un gráfico donde se podía observar la tendencia de calentamiento (innegable), y el terrorífico peldaño que supone 2022 es bien visible.
No pude resistir la tentación de entrar en las respuestas del tuit. Un patrón común entre quienes cuestionaban los datos saltaba a la vista: todos eran hombres. Estos hombres, enfadados y convencidos de poseer la verdad absoluta, le explicaban a la AEMET (¡la AEMET!) qué factores podían alterar el clima, o negaban la validez de los registros, argumentando que ellos tenían gráficos que los desmentían. Otros respondían que la propia AEMET reconocía que en 1916 hizo más calor que en 2022, o bien que era ser extremadamente presuntuosos pensar que los seres humanos podíamos cambiar el clima terrestre. Algunos hablaban de un aumento de hielo en Groenlandia, hecho que desmentiría el relato de «los que viven del cambio climático».
Este tipo de comentarios no son nuevos para los divulgadores del cambio climático. Responden a los perfiles clásicos de negacionistas o retardistas, que hemos podido observar también en la crisis sanitaria de la covid y que comparten un rechazo de la ciencia que ellos llaman «oficial», la magnificación de datos que aparentemente contradicen el relato «aceptado», las acusaciones de conspiraciones y agendas ocultas, o múltiples falacias argumentativas. Debo reconocer que, pese a saber de su existencia, siempre me sorprende y me altera encontrármelos en público. Me perturba ver a quien no sabe de la materia permitirse el lujo de aleccionar a un organismo de investigación y análisis, o invocar el método científico para rechazar cualquier conocimiento que no encaje en su estrecho espacio mental.
«Me perturba ver a quien no sabe de la materia permitirse el lujo de aleccionar a un organismo de investigación y análisis»
Parte de estos comportamientos se explican por el conocido como efecto Dunning-Kruger, que es el sesgo cognitivo por el cual las personas con pocos conocimientos sobre un tema sobrestiman su capacidad, y piensan que pueden discutir en un plano de igualdad con quien reamente domina la materia. Pero no es solo eso: hay, en la sociedad, un desconocimiento transversal, profundo y bien patente de la ciencia. Y quizás es aún más grave la aceptación social que tiene esta ignorancia.
¿Se imaginan qué hubiera pasado si la RAE hubiera tuiteado un fragmento de un libro de Quevedo, Delibes o Alberti, y en las respuestas encontráramos a quien dudara de su autenticidad, del valor de su obra, de los intereses de la Real Academia o incluso que Delibes, Quevedo y Alberti hayan sido personas reales? Lo que resulta inimaginable en el ámbito habitualmente percibido como «cultura» es el día a día de quienes divulgan ciencia. Como dijo una viróloga al inicio de la pandemia, cuando empezaban a aflorar los negacionistas que cuestionaban datos, recomendaciones y medidas de emergencia (y después las vacunas), «¡Dios mío, pobres climatólogos, si habéis tenido que aguantar esto durante años! Ahora os entiendo».
Creo que la cultura es una, no dos. Que tan culto es quien entiende el método científico o tiene conocimientos de biología, química o física como quien recita versos de memoria, sabe de escultura o ha visitado múltiples museos de pintura.
Sin embargo, continuamos estancados en el lodo de las dos culturas descritas por C.P. Snow. La ciencia es vista como una guirnalda prescindible o una herramienta utilitarista en el mejor de los casos, y la cultura, en mayúsculas, es lo que hemos aprendido en la asignatura de lengua y literatura o historia del arte. ¿De qué hablan los suplementos «culturales» de los periódicos?
Para hacer frente a la emergencia climática no solo hace falta educación ambiental y valores cívicos: es básico, fundamental, prestigiar la cultura científica y elevar el nivel de comprensión de la ciencia por parte de la sociedad.