Los últimos de la polio

El esfuerzo por visibilizar las secuelas de la enfermedad

Síndrome pospolio

Para mucha gente, la poliomielitis es una enfermedad del pasado, ya erradicada en España. Sin embargo, las personas que se contagiaron del virus de la polio durante el franquismo continúan padeciendo sus efectos. Aquellos niños y niñas, ahora con más de cincuenta años, sufren las secuelas tardías de la patología, el denominado síndrome pospolio. Conscientes de que son la última generación afectada por esta epidemia  reivindican que se conozca su existencia y sus necesidades médicas.

Luis Sáiz tiene sesenta años y no necesita una alarma en el móvil para po­nerse en marcha. Todos los días, alrededor de las seis de la ma­drugada, el dolor es su desper­tador. A las siete ya puede tomarse su primer cóctel de fárma­cos: Targin y Lyrica, dos analgésicos que consiguen dar una tregua a su cuerpo para poder levantarse de la cama, siempre acom­pañado de sus muletas. La segunda tanda de pastillas llega con el desayuno. Solo a partir de este mo­mento, el dolor comienza a quedarse en segundo plano y le permite llevar a cabo su rutina diaria. Después de ducharse, se coloca su zapato ortopédico con alza y yergue su «pierna de trapo», la derecha, afectada por parálisis flácida aguda. Si bien los analgésicos consiguen paliar su malestar durante las primeras ho­ras del día, las tardes son otra historia. Después de comer, el dolor y la fatiga vuel­ven a agudizarse hasta la siguiente toma de pastillas, a las siete de la tarde. Los dolores articula­res, cervicales, lumbares y de cadera le llevaron a adelantar su jubilación a los 56 años.

Luis fue uno de los niños que contrajeron la poliomielitis durante el franquismo. Esta en­fermedad vírica, que se considera erradicada en España desde 1988 gracias a la vacuna­ción, afectó a miles de personas debido a las negligencias sanitarias cometidas en los años de la dictadura. Las principales, la negación de la epidemia y el retraso en la vacunación masiva.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la polio como una enfermedad muy contagiosa causada por un virus que afecta al sistema nervioso y que, principalmente, se transmite bien por vía fecal-oral o bien mediante agua o alimentos contaminados. Aunque los síntomas iniciales son similares a los de la gripe –como la fiebre, el cansancio o los vómitos–, puede derivar en parálisis irre­versible en una o varias extremidades. Entre un 2% y un 10% de los pacientes infectados puede morir por parálisis de los músculos respiratorios. Las políticas de salud adoptadas por la OMS y la creación de la Global Polio Eradication Initiative (GPEI) en 1988 han conseguido frenar la circulación de este virus y la apari­ción de nuevos casos en casi todo el mundo gracias a la vacunación. En la actualidad, Pakistán y Afganistán son las únicas zonas donde la enfermedad to­davía es endémica.

«En España, la inexistencia de censos exactos sobre el nú­mero de infectados es la primera barrera con la que se encuentran los investigadores de la patología»

Sin embargo, aunque la polio esté cada vez más cerca de la erradicación mundial, mu­chas de las personas afectadas por la enfermedad aún padecen sus secuelas. En España, la inexistencia de censos exactos sobre el nú­mero de infectados es la primera barrera con la que se encuentran los investigadores de la patología. El motivo es que las estadísticas del período epidémico solo contemplan los casos registrados en hospitales con secuelas para­líticas. Es decir, únicamente una parte del total de personas que contrajeron el virus.

Luis Saiz

Luis Sáiz contrajo la poliomelitis en su niñez. Los dolores articula­res, cervicales, lumbares y de cadera del síndrome pospolio le llevaron a adelantar su jubilación a los 56 años.  / Ester Sáiz

Aquellos que, como Luis, superaron la en­fermedad y consiguieron adaptarse a la disca­pacidad física que esta dejó en ellos, ahora se han hecho mayores y tienen que enfrentarse a un nuevo problema: el síndrome pospo­lio (SPP). Este término engloba los síntomas neurológicos que aparecen normalmente entre cuarenta y cincuenta años después de una infección aguda del virus de la polio. Debilidad muscular progresiva, fatiga, atro­fia muscular, dolor articular y aumento de las deformidades esqueléticas, como la escolio­sis, son algunos de los rasgos comunes de esta patología que, si bien no tiene por qué afectar a todas las personas que contrajeron el virus, es común en muchas de ellas. Según especifican desde la Associació de Pòlio i  Pòstpolio de la Comunitat Valenciana (APIP-CV), la incidencia y prevalencia del SPP en España es desconocida y bastante imprecisa. Según la última actualización del informe de situación sobre el síndrome pospolio, elaborado por la Agencia de Evaluación de Tecnologías Sanitarias del Instituto de Salud Carlos III, entre un 22% y un 85% de las personas con poliomielitis aguda pueden padecer esta enfermedad. «El síndrome pospolio es un segundo ma­zazo, tanto físico como mental. Llega cuando ya te habías adaptado a tu condición y tus li­mitaciones», afirma José Ojeda, afectado de polio. Con sesenta años y un diagnóstico de síndrome pospolio severo desde hace una década, reconoce que, cuan­do aparecieron los primeros síntomas de la enfermedad, el principal golpe fue psicológi­co. La primera pregunta fue: «¿Por qué esto ahora?».

Una infancia hospitalizada

En la mayoría de los casos, el período más duro de revivir es la niñez. Después de haber sido diagnosticados, muchos pasaron por procesos de rehabilitación y, como mínimo, una o varias operaciones. Las intervenciones más comu­nes eran para tratar la escoliosis, el pie equino y el ten­dón de Aquiles. Igualmente, se solía practicar el alargamiento de los miembros afectados por la parálisis. Teresa Salort, que ahora tiene 59 años y se contagió a los trece meses, pasó por ocho ope­raciones –desde los siete hasta los dieciocho años– en el pa­bellón de traumatología del Hospital la Fe de Valencia. Entre ellas, recuerda con especial nitidez las tres intervenciones realizadas para corregir la desviación de columna vertebral que le provocó la parálisis. Elisa Coll, que contrajo la polio a los tres años y ahora tiene 65, coincide con Teresa en considerar las operaciones de escoliosis como una especie de tortura: «Nos colocaban en una cama donde había unas cruces de correa ancha. Nos ataban de las caderas y del cuello, e iban dándole vuel­tas a una manivela para que fuese estirándose la columna. Mientras tanto, tú por dentro sen­tías como si se te estuviese rompiendo todo», recuerda. Aunque algunos tratamientos sí contribu­yeron a mejorar la movilidad de los afectados, otros fueron ineficaces y solo alargaron su hospitalización.

Whymma Caparrós

Whymma Caparrós pasó cinco años de su niñez ingresada en el hospital. / E. Sáiz

Juan Antonio Rodríguez, doctor en Me­dicina y profesor de Historia de la Ciencia en la Universidad de Salamanca, es una de las personas que más ha estudiado la historia de la poliomielitis en España y expli­ca el motivo de tantas intervenciones quirúr­gicas: «Las personas con polio, si bien tenían una diferencia física evidente, no tenían por qué tener dolores. Aun así, en aquella época esta­ba socialmente muy interiorizado que había que desplazarse de pie. Es decir, si una perso­na tenía atrofia muscular, pie equino, etc., se intentaba por todos los medios adaptarla al ca­non anatómico funcional hegemónico». Cuanto más notable era la deficiencia, ma­yor era el número de intervenciones por las que debía pasar el paciente. Además, sin poder alcanzar nunca esa «ansiada nor­malidad», algo que, según explica Rodríguez, «fue muy decepcionante para estas personas y realmente un precio muy alto que tuvieron que pagar».

Whymma Caparrós, que ahora tiene sesenta años, vivió esto en su propia piel. Se infectó de polio a los cuatro meses y pasó cinco años de su niñez ingresada: «Ese período me descolocó mucho, porque fuera había un mundo del que no sentía que formara parte. Pero tampoco sentía que per­teneciese al del hospital. Ni a uno ni a otro», relata. Todas estas experiencias les llevaron a otro punto común en sus vidas: la rei­vindicación del «¡Ya no me opero más!» duran­te la adolescencia. Si hasta aquel momento el principal reto había sido asumir la propia enfermedad y sus secuelas, el desafío a partir de entonces iba a ser el de integrarse en la sociedad desde su diversidad.

Superar las barreras sociales

Algunos recuerdan la incorporación al mun­do laboral sin demasiadas dificultades, en es­pecial quienes desde un primer momento decidieron opositar para no tener que soportar largas jornadas de trabajo. Aun así, la mayoría reconocen que para conseguir su empleo tu­vieron que demostrar mucho más que cual­quier otra persona sin ningún tipo de disca­pacidad. En algunos casos, sin embargo, las barreras fueron más fuertes que las ganas de intentar des­truirlas. Elisa estudió patronaje industrial porque su sueño desde pequeña siempre había sido trabajar en el diseño de moda: «La moda es de gente guapa y yo no daba ese perfil. Si a un puesto de trabajo nos pre­sentábamos otra chica y yo, cogían a la otra, aunque dibujase peor», relata.

Elisa Coll - pospolio

Elisa Coll contrajo la polio a los tres años. Estudió patronaje industrial y le hubiese gustado trabajar en el mundo de la moda pero el acceso al mundo laboral se convirtió en un camino repleto de obstáculos: «La moda es de gente guapa y yo no daba ese perfil». / Ester Sáiz

La generación de la epidemia de polio en España llegó a la juventud durante la Transi­ción democrática, una época marcada por múltiples movimientos sociales que reclamaban derechos. Gracias a estos, en 1982 se aprobó la Ley de integración social de los minusválidos que establecía que las empresas con una plantilla superior a cincuenta tra­bajadores tenían la obligación de contratar al menos un 2% de empleados con algún tipo de minusvalía. Aunque esto supuso un punto de inflexión en mate­ria de integración laboral de las personas con discapacidad, muchas siguieron teniendo dificultades para encontrar empleo. «Cuando la empresa necesitaba contratar a una perso­na discapacitada, buscaba una discapacidad para la que no hubiera que adaptar demasia­do ningún puesto de trabajo, no a alguien como yo» explica Elisa, que finalmente desistió en su intento de conse­guir un trabajo digno y se dedicó a la crianza de sus hijos.

La ley no obligaba a adaptar los pues­tos de trabajo para los distintos tipos de diver­sidad funcional. Esto supuso que, incluso los afectados de polio que consiguieron incorpo­rarse al mundo laboral con facilidad, tuvieran que enfrentarse a muchas barreras arquitec­tónicas en el desempeño de su empleo. «En mi puesto de trabajo, para ir a mi des­pacho, yo tenía que subir una escalera todos los días. Subirla durante muchos años me ha costado un sobreesfuerzo» explica José, que comenzó a trabajar a los catorce años en una em­presa de lámparas y muebles. No sería hasta 1995, cuando se aprobaría la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, que se estipuló la obligación del empresario de adecuar el lugar de trabajo de la persona con discapacidad a sus circunstancias personales.

La actual Ley general de derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social sustituyó la palabra mi­nusválido por persona con discapacidad e inserción e integración por inclusión. Sin embargo, aunque se modifique el len­guaje, los prejuicios colectivos suelen tardar más en superarse y las historias vitales de las personas con poliomielitis están casi siempre impregnadas, en mayor o menor medida, de algún tipo de discriminación. Teresa nunca olvidará las conversaciones de su madre con algunos conocidos cuando era pequeña: «Yo vivía en Oliva [Valencia] y recuerdo ir por la calle con ella y que la gente le dije­ra: “Ay, pobrecita, tan bonita que es, pero para quedarse así mejor que se hubiera muerto”. Son cosas que se te quedan grabadas».

Si los comentarios y las actitudes de perso­nas de fuera del entorno cercano pueden llegar a ser dolorosos, aquellos que provienen de se­res queridos marcan de por vida. Cuando Elisa conoció a su marido, casi nadie le puso las cosas fáciles. Por un lado, su madre intentó convencerla de que aquella relación no iba a durar, porque era imposible que una persona normal se enamorara de alguien con sus limitaciones físicas. Por otro, la familia de él nunca aceptó que su hijo se casa­ra con una mujer con discapacidad. «Fue algo muy triste y duro, pero al final, como nos queríamos, celebramos la boda y sus padres simplemente no vinieron» recuerda.

Tal y como explica Juan Antonio Rodríguez: «Es importante resaltar que [estas personas] han hecho un intento continuo de integración en una so­ciedad que para nada era inclusiva, que en muchos casos las consideraba una carga».  Para José Ojeda está claro: «La socie­dad es la discapacitante, no la persona con discapacidad».

Reivindicar de manera colectiva

Un lugar que ha permitido a muchos de­jar de sentirse condicionados por sus limita­ciones y experimentar la libertad de movi­miento es el agua. La natación siempre ha sido el deporte recomendado por los médicos a las personas con poliomielitis para fortalecer la musculatura. Algunas llegaron a competir en los Juegos Paralímpicos du­rante su juventud. El ejercicio no solo les ayudó a desarrollarse a nivel físico, sino que les permitió reencontrarse y forjar amistades. De hecho, la Associació de Pòlio i Síndrome Postpòlio de la Comunitat Valencia (APIP-CV) nació precisamente gra­cias a estos vínculos. En 2016, quienes ha­bían practicado deporte adaptado se die­ron cuenta de que comenzaban a experimen­tar síntomas similares: fatiga muscular, dolor óseo, dolor de columna, insomnio… Después de que muchos médicos de su entorno no supieran cómo tratarles, Internet les permitió acce­der a una posible definición de aquello que les sucedía. Des­cubrir la existencia del síndrome pospolio fue una especie de revelación. Tras observar que era un problema común, comenzaron a acceder a grupos de Facebook a los que per­tenecían diferentes asociaciones de personas con polio de España. Además, se dieron cuenta de que en Valencia no existía ninguna entidad para ellos y decidieron ponerla en marcha.

«Con ellos desaparecerá la enfermedad y, por tanto, muchos viven con la sensación de que nadie va a invertir ni tiempo ni recursos en ellos»

La principal reivindicación de la asociación es conseguir que los profesionales de la salud estén informados sobre el síndrome pospolio, ya que se trata de una enfermedad fantasma. Esto es así por­que la mayoría de los médicos desconocen o niegan su existencia, algo que dificulta el tratamiento adecuado de los pa­cientes o su derivación a los especialistas per­tinentes. El síndrome pospolio no es una afección nueva, ya que fue descrita por pri­mera vez en el siglo XIX por el neurólogo Jean-Martin Charcot, según explica Juan Antonio Rodríguez. Sin embargo, no fue hasta 2010 cuando la OMS lo incluyó en la Clasificación Internacional de Enfermedades. El SPP se considera, además, una enfermedad rara o minoritaria puesto que solo afecta a las personas que se infectaron del virus de la polio. «El conocimiento de las enfermedades de baja prevalencia depende mucho de la movilización de las personas afectadas, de sus familiares, de las asociaciones. Son las que pueden conseguir sinergias con los profesionales de la salud para que se conozca su existencia y su problema», remarca Juan Antonio Rodríguez.

El síndrome pospolio cuenta con una peculiaridad y es que los su­pervivientes de la epidemia en España tienen muy claro que con ellos también desaparecerá la existencia de la enfermedad y, por tanto, muchos viven con la sensación de que nadie va a invertir ni tiempo ni recursos en ellos.

Modesto Huertas Ripoll, médico de familia y también afectado de polio, desconocía el síndrome pospolio hasta que le empezó afectar a nivel personal. En la carrera de me­dicina se habla de la poliomielitis en pasado y sin mucho detenimiento. «Los médicos de familia no estamos pre­parados para esto. Además, para afrontar un tema médico de este tipo tiene que haber una unidad multidisciplinar en la que esté inclui­do un neurólogo que la diagnostique, un neu­rofisiólogo que confirme el diagnóstico, el médi­co rehabilitador para los casos que lo necesiten…», expresa. La existencia de un equipo que integre a to­dos los especialistas necesarios para tratar la patología, incluidos los psicólogos, es otra de las demandas de la APIP-CV.

Desde las unidades de neurología, que de­berían ser el destino principal de un paciente con la sintomatología de un posible síndrome pospolio, tampoco se suele conocer esta en­fermedad. Así lo confirma el neurólogo Anto­nio del Olmo, que trabaja en el Hospital Doc­tor Peset de Valencia y reconoce haber ignorado la existencia del SPP hasta hace poco. Ahora ha empezado a formarse por iniciativa propia y se ha dado cuenta de las incógnitas que todavía rodean a la afección.

Unas neuronas desgastadas

La medicina aborda las causas del síndrome pospolio en términos de probabilidad, porque todavía no están claras. Algo que sí parece claro es que la poliomielitis es, en palabras de Antonio del Olmo, una enfermedad que afecta las neuro­nas motoras de la médula espinal. La combinación entre una neurona motora y las fibras musculares que esta activa se llama unidad motora. Según explica el doctor, cuando el virus ataca una cantidad de unidades motoras, aquellas que han sobre­vivido deben suplir el trabajo de las que han muerto. Si bien este esfuerzo extra no supone un problema para el organismo de un niño, con el paso de los años las escasas motoneuro­nas supervivientes comienzan un proceso de deterioro. Por este motivo, la hipótesis más aceptada es que la sobrecarga de las neuronas existentes para compensar la pérdida de mu­chas otras durante la infección de polio podría ser el factor desencadenante del síndrome.

La forma de detectar la patología es a través de la electromiografía. Para ser diag­nosticada, los resultados de esta prueba que examina la salud de las células nerviosas de­ben mostrar signos de sobresfuerzo neuronal. Además, otras condiciones son la existencia de un período de estabilidad de al menos quince años desde la infección hasta el de­sarrollo de la nueva enfermedad, así como la aparición de fatiga y dolor muscular y articu­lar. Finalmente, los síntomas han de perma­necer por lo menos un año, y se debe excluir como causa de los mismos cualquier otra posi­ble explicación.

El hecho de que el dolor y la fatiga sean dos de las características que definen el SPP difi­culta mucho su diagnóstico puesto que es bastante común que los médicos infravaloren cuadros agudos de dolor en los pacientes que han padecido la polio. Algunos profesionales consideran normal que una per­sona con sus limitaciones físicas experimente deterioro y no lo consideran algo que pueda o deba tratarse.

Los factores de riesgo que pueden favorecer la aparición de la enfermedad tampoco se saben con seguridad. Algunos estu­dios sugieren que una excesiva actividad física durante mucho tiempo o haber sufrido un cuadro inicial grave durante la enfermedad de polio podrían ser detonantes. De igual manera, se ha comprobado que es más común en mujeres que en hombres.

En cuanto al tratamiento, aunque el SPP no tiene cura, sí que existen estrategias terapéuticas que pueden aliviar los síntomas. Según explica Antonio del Olmo, lo más conveniente es diseñar un procedimiento médico individualizado en cada caso. La mayoría de los pacientes son derivados a las unidades del dolor de los hospitales, pero aquellos que se lo pueden permitir suelen acudir, además, a tratamientos adicionales en clínicas privadas.

Relato de una negligencia

La futura Ley de Memoria Democrática ha incorporado las reivindicaciones de las asociaciones, y las personas afectadas por el poliovirus durante la dictadura franquista serán objeto de reconocimiento y de medidas de carácter sanitario y social para mejorar su calidad de vida.

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Una niña afectada de poliomielitis en una imagen de archivo. / Cortesía de la Associació de Pòlio i  Pòstpolio de la Comunitat Valenciana

La epidemia de poliomielitis que asoló España entre 1950 y 1964 es un capítulo vivo y doloroso de la historia del país. Dos de los médicos e historiadores que más han investigado sobre este tema son Juan Antonio Rodríguez y Rosa Balles­ter. Ambos han constatado las negligencias sanitarias cometidas bajo el gobierno de Franco que fomentaron la expansión del vi­rus. En 1955, el virólogo estadounidense Jonas Salk inven­tó la primera vacuna inyectable contra la polio. Aun así, el gobierno franquista consi­deró que los costes de importación, conser­vación y administración de esta eran dema­siado altos. Para convencer a la población de que no era necesaria la inyección, la dictadura ini­ció una campaña de propaganda mediática en la que se exageraron los costes de salvar vidas, se minimizaron los casos de polio a nivel nacional y se desprestigió la vacuna. A los criterios económicos también se unieron los políticos. En concreto, las ten­siones internas dentro de las dos «familias» del franquismo y que pugnaban por el control de la salud pública en España: los militares católicos que controlaban la Dirección General de Sani­dad (DGS) y la Falange, que llevaba el Mi­nisterio de Trabajo del que dependía el Se­guro Obligatorio de Enfermedad (SOE). Si bien la DGS quería esperar a que pudiera suministrarse la nueva vacuna de Albert Sabin que todavía estaba en vías de aprobación, la Falange im­pulsó en 1958 el uso de la vacuna Salk, para dar una imagen aperturista de España. Sin embargo, estas campañas no tuvieron un efecto real, porque la vacuna era escasa, cara y tenían que pagarla las personas que querían ponér­sela. Esto provocó que, entre 1958 y 1962, alrededor de 11.000 niños y niñas se infectaran de polio y más de 1.000 fallecieran a causa del virus.

Ante esta situación crítica, las luchas de poder entre ambas caras del franquismo se intensificaron. Finalmente, en 1963 se inició la primera gran cam­paña gratuita masiva con la vacuna oral Sa­bin, mucho más económica. El éxito fue indiscu­tible, ya que se produjo un descenso de los casos de polio en más de un 90%. A pesar de esto, el recorte económico de los años posteriores volvió a aumentar el número de infectados. Las campañas, en lugar de ser preventivas, se planteaban de forma reactiva ante la aparición de un brote de polio. Por tanto, hubo que esperar doce años más, hasta 1975, para que se instaura­ra la vacuna contra la polio en el calendario de vacunación.

Luchar contra el olvido

Muchas de las personas afectadas de polio a las que la parálisis flácida solo les afectó en una pierna han conseguido caminar apoyándose en mu­letas, bastones u órtesis durante gran parte de su vida. Sin embargo, debido a las secuelas a largo plazo del virus, la verticalidad ha dejado de ser una opción viable.

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Miembros de la Associació de Pòlio i  Pòstpolio de la Comunitat Valenciana en la presentación de la exposición «Seguimos aquí. 60 años de supervivencia. La otra epidemia que el franquismo ocultó» y que pudo visitarse en Valencia a finales de 2020. / Associació de Pòlio i  Pòstpolio de la Comunitat Valenciana

Quienes comenzaron con una silla de rue­das manual han terminado sustituyéndola por una motorizada que les aporta mayor comodidad y autonomía. Aun así, no todos pueden per­mitirse este tipo de ayudas, ya que su precio oscila entre los 3.000 y 4.000 euros y es difí­cil conseguir que la Seguridad Social cubra su coste.

Dos de las condiciones para conseguir una silla eléctrica subvencionada, según el Real Decreto 1030/2006 del 15 de septiembre, son la incapacidad permanente tanto para la marcha in­dependiente como para la propulsión de sillas de ruedas manuales con las extremidades supe­riores. Son requisitos que los afectados de po­lio no cumplen a ojos de los organismos públi­cos, a pesar de que a muchos apenas les quede fuerza en el tronco superior para impulsarse. Elisa recuerda con especial ilusión el primer paseo por su pueblo en una silla de ruedas motorizada de segunda mano: «Descubrí sitios que no ha­bía visto nunca porque no podía acceder a ellos con el coche. Sentí una ola de libertad que me hizo pensar: “cuánto me he perdido en la vida”».

Tras muchos años repitiéndose a sí mismos y al resto de la sociedad el lema «Yo puedo», ahora las personas afectadas de polio tienen que reconocer sus limitaciones y adaptarse a las nuevas circunstancias que el síndrome pospolio conlleva. Luchar contra el olvido a través de sus tes­timonios es lo único que les queda. La po­liomielitis fue una enfermedad ignorada durante gran parte del franquismo, pero las consecuencias de ese abandono aún las sufren quienes fueron víctimas del virus y de sus secuelas. «La difusión mediática es la herramienta que nos queda para proyectar nuestra voz», resalta el doctor Huertas Ripoll. Teresa Salort lo resume sin rodeos: «Tenemos asumido que no pode­mos cambiar el pasado, pero eso no nos quita el derecho a acabar con un mínimo de digni­dad la recta final de nuestras vidas».

© Mètode 2021
Graduada en Periodismo.